Paula se mordió el labio inferior pero asintió con la cabeza, y Pedro le tendió la mano.
–Entonces, ¿Trato hecho?
–Trato hecho –respondió Paula, estrechándole la mano.
–¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? –le preguntó él en un tono quedo.
–Yo adoraba a mi padre y… Bueno, tienes razón: ¿Cómo podría negarle a nuestra hija el cariño de un padre?
–Porque no te quedas aquí esta noche –le propuso él–. Ya es tarde, y tengo habitaciones de sobra. Podemos pasar mañana a recoger tus cosas.
–Está bien; la verdad es que estoy agotada y estoy deseando acostarme –le confesó ella con un bostezo.
Subieron a la segunda planta y Pedro la condujo a la mejor habitación de invitados, decorada con mucha elegancia en colores crema y rosa pálido.
–Tienes tu propio cuarto de baño –le dijo a Paula–. Allí encontrarás cepillos de dientes, peine, y todo lo que puedas necesitar –le indicó–. Bueno, pues te dejo ya. Que descanses.
–Gracias –respondió ella suavemente.
Al llegar a la puerta, Pedro se volvió y le dijo:
–Gracias a tí por quedarte.
Paula se pasó la lengua por los labios en un gesto nervioso.
–Pedro, espero que seas consciente de que… aunque algún día pudiera acceder a casarme contigo… En un futuro… No estoy diciendo que vaya a hacerlo, pero…
–¿Pero qué?
–Pues que… Confío en que tengas claro que nunca volveré a ser tuya. No como antes.
¿Nunca? Pedro recordaba vívidamente la sensación del cuerpo desnudo de Paula entre sus brazos. Tan suave, tan sensual… Cada vez que le había hecho el amor había sentido como si lo consumiera un fuego abrasador. Y ahora que estaba embarazada su cuerpo era aún más voluptuoso. Se moría por volver a verla desnuda, por tocarla… Se excitaba de solo imaginarlo. Alargó el brazo y le puso una mano en la mejilla. Su piel era tan cálida y aterciopelada…
–Pues no me rendiré hasta que vuelvas a ser mía –murmuró suavemente.
Por un momento se perdió en sus hermosos ojos verdes. Luego bajó la vista a sus carnosos labios y, olvidando la promesa que se había hecho de que no intentaría seducirla, se encontró inclinando la cabeza… Hasta que Paula se apartó de él bruscamente.
–¡No! –gimió. Tenía los ojos llenos de lágrimas–. ¡No!
Y antes de que él pudiera decir nada, lo empujó fuera de la habitación y le cerró la puerta en las narices.
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