¿Problemas?, se repitió él con pesadumbre. Paula había luchado por salvar su matrimonio aquel día, semanas atrás, pero no se opondría más. No cuando él le había dejado muy claro que no había esperanza. La había perdido. ¿Perdido? No, la había echado de su vida, para siempre.
–¿Señor? –dijo Ross, señalándole de nuevo la silla.
Pedro se quedó mirándola. Solo que tenía que sentarse para iniciar los trámites del divorcio, y pronto su matrimonio quedaría oficialmente anulado sobre el papel. Perdería a Paula para siempre, y a su hija también. Nunca había sido digno del amor de ella. No era de extrañar que hubiera tenido miedo de amarla. Porque siempre había sabido que en el momento en que ella viese cómo era en realidad, la perdería. Pero la había perdido de todas maneras, se dijo. De pronto algo hizo «Clic» en su mente. Parpadeó, aturdido. La había empujado fuera de su vida porque lo aterraba volver a sentir en su interior ese vacío que había sentido en su infancia, esa angustia de ansiar el amor de alguien y que se lo negaran. Pero es que, a pesar de todo, él la amaba… La amaba… Estaba enamorado de Paula… Todos esos años había culpado a sus padres por su incapacidad de querer a nadie, incluso a sí mismo. Y quizá fuera verdad, pero llegaba un momento en la vida en que uno tenía que elegir. ¿Iba a dejar que el dolor y la culpa lo enterrasen en vida?, ¿O iba a luchar por salir de ese agujero y vivir? Decidió que iba a escoger vivir, iba a escoger a Paula.
–Tengo que irme –dijo abruptamente.
–¿Qué? –exclamó atónito el abogado–. ¿A dónde?
–A California.
Sin decir nada más, Pedro salió de allí. Tenía que ver a Paula. Tenía que contárselo todo, arrodillarse ante ella y suplicarle que lo perdonase, que le diese otra oportunidad. Cuando salió del edificio echó a correr. ¿Y si ya era demasiado tarde?
La buganvilla que trepaba por la fachada blanca de la casita que Paula había alquilado ya estaba en flor. Llevaba tres semanas viviendo en aquel tranquilo barrio de Santa Bárbara con su bebé, y cada vez que miraba las flores rosas de la buganvilla, no podía evitar acordarse de su luna de miel en la villa griega de Leónidas. A pesar de cómo había acabado su relación, tampoco pudo evitar que se le humedecieran los ojos al pensar en él. ¿Cuándo lo superaría?, ¿cuánto tiempo tardaría en volver a sentirse verdaderamente ella?
–¿Y entonces qué?, ¿Ya te has decidido? –le preguntó Enrique Bain a sus espaldas.
Paula se volvió con una sonrisa educada.
–No, aún no. Ni siquiera sé cuánto tiempo voy a quedarme en California…
–Claro, lo entiendo.
Enrique le hablaba como un amigo, pero cuando la miró de arriba abajo Paula recordó lo que su antigua jefa le había dicho de que estaba enamorado de ella. «¡Ni hablar!», pensó con espanto, Franck era un viejo amigo de su padre… No podía estar enamorado de ella… ¿O sí? La había llamado esa mañana al móvil desde su casa en Los Ángeles, diciéndole que había oído que se había mudado allí. Ella se había sentido algo incómoda, después de lo que había pasado en la boda, pero Enrique le había explicado que su intención solo había sido evitar que cometiera un error. «Si me hubieras escuchado», le había dicho, «ahora no estarías a la espera de un divorcio». Cuando ella le había comentado que estaba sopesando la posibilidad de alquilar un local para poner un estudio de pintura y hacer retratos por encargo, como solo estaba a una hora de distancia, se había ofrecido a hacerle una visita y llevarla a dar un paseo en su coche por la ciudad. Incluso había alquilado una sillita de bebé para el coche. ¿Cómo podría haber rechazado su ofrecimiento? Además, en su situación actual necesitaba toda la ayuda que sus amigos le pudieran prestar. Cada día, durante esas tres semanas, había esperado con inquietud que le llegasen en cualquier momento los papeles de la demanda de divorcio. Claro que tampoco tenía sentido que siguieran posponiéndolo. Pedro no la quería, y tampoco quería a Olivia. Parecía que no le importaba el daño que les había hecho. Con un nudo en la garganta, bajó la vista a su hijita, de tres meses ya, que sesteaba en su hamaca a la sombra de un árbol del jardín. Se había quedado dormida en el coche y aún no se había despertado.
–Por cierto, gracias por enseñarme algunos de tus dibujos –le dijo Enrique con una sonrisa–. Se te dan muy bien los retratos.
–Gracias.
Esperaba que no fuese a pedirle que hiciese un retrato de él… Unos minutos antes, de regreso allí, la había invitado a cenar, para hablar de sus «Opciones de negocio». Ya, sí, seguro que solo era para eso… Había declinado la invitación, por supuesto. Suerte que tenía la excusa de que su perra, que en ese momento deambulaba alegremente por el jardín, olisqueándolo todo, estaba esperándola en casa y tenía que sacarla a pasear…
–Tienes talento –le dijo Enrique–. Y, ¿Sabes?, la verdad es que me estaba preguntando si…
–¿Si qué?
–Pues… Verás, he trasladado mi negocio aquí, a California y me preguntaba si… Bueno, si estarías interesada en colaborar conmigo.
–¿Qué quieres decir?
–Podrías formar parte de algo grande. Resulta que hay un mercado muy interesante en torno a las obras de arte perdidas –dijo Enrique, ladeando la cabeza–. Particularmente en antiguos retratos.
Paula se quedó mirándolo. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Podría ser que estuviera hablando de…?
–¿Qué mercado?
–Vamos, no finjas que no sabes a qué me refiero –le dijo él con una media sonrisa–. ¿Cómo crees que gano tanto dinero? Ayudo a clientes muy ricos a encontrar los cuadros que tanto desean.
El tiempo parecía haberse parado.
–¿Quieres decir que tú… Los pintas?
Enrique se encogió de hombros.
–Fuiste tú… –murmuró Paula–. Todo este tiempo dijiste que mi padre era inocente, pero sabías que no lo era… Tú eras su cómplice…
Enrique sacudió la cabeza, como con desdén.
–¿Cómo sino podría haber cuidado de tí después de que tu madre muriera? Era ella la que llevaba un sueldo a casa. Tu padre apenas ganaba dinero con la galería de arte.
–No puedo creerlo… –musitó Paula con voz ronca.
–Tu padre se negó durante años a colaborar conmigo, pero cuando de repente se encontró con una hija a la que tenía que sacar adelante él solo… Bueno, vino a mí desesperado. Acordamos que yo pintaría las falsificaciones y él utilizaría sus contactos para venderlas. Y nos fue muy bien, durante mucho tiempo –Enrique entornó los ojos–. Hasta que se le ocurrió que quería que hiciéramos algo a una escala mayor: Probar con un Picasso. Jamás deberíamos haberlo intentado.
–¿Y entonces por qué lo hicieron? –inquirió ella en un hilo de voz.
Enrique se encogió de hombros.
–Tu padre estaba preocupado por tí. Tu primera exposición había sido un fracaso, y él estaba cansado de vender falsificaciones a los nuevos ricos. Quería dejar Nueva York, que os mudarais a otro sitio para volver a empezar.
Los recuerdos acudieron en tropel a la mente de Paula. Recuerdos de la noche en que había llorado porque no había conseguido vender ni un cuadro. «Podemos volver a empezar», le había dicho su padre, «Mudarnos a Santa Bárbara». «Pero… ¿Y tu galería, papá», le había preguntado ella. Y él le había respondido: «Quizá a mí también me vendría bien un cambio. Solo tengo un trato importante que cerrar y luego…».
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