–Bueno, lo mismo se podría decir de la moda, o de la alta cocina, ¿No?
Paula iba a contradecirle, pero se quedó pensativa, acariciándose la barbilla y finalmente admitió.
–Tienes razón.
–Otro día te llevaré a otras boutiques de Liontari –le dijo Leónidas–. Quiero que valores mi compañía como se merece; un día pertenecerá a nuestra hija.
Paula puso unos ojos como platos.
–¿Heredará tu compañía?
¿De verdad no se le había pasado siquiera por la cabeza?, se dijo pedro. Increíble… Eso sería lo primero en lo que habría pensado cualquier otra mujer.
–Pues claro. Será toda suya.
Paula frunció el ceño.
–Pero… ¿Y si no la quiere?
Pedro la miró anonadado.
–¿Por qué no iba a quererla?
–Es que… No todos los hijos siguen los pasos de sus padres. En lo profesional, quiero decir.
–No se trata de una profesión –replicó él, irritado–. Liontari es un conglomerado empresarial de miles de millones de dólares que… –se obligó a cerrar la boca y respiró profundamente. Estaba seguro de que Paula no pretendía ofenderlo–. No importa –le dijo en un tono jovial–, le enseñaré todo lo que le hará falta saber. Y así, cuando llegue el momento de que se ponga al timón, tendrá a los miembros de la junta directiva comiendo de la palma de su mano.
–Bueno, si es lo que ella quiere.
–¿Si es lo que ella quiere? –repitió Pedro con incredulidad–. ¿Cómo podría alguien no querer heredar un imperio? Y más teniendo en cuenta que lo levanté con el sudor de mi frente…
Paula se encogió de hombros.
–Puede que le aburra la idea de dirigir una corporación empresarial. Quizá quiera ser… No sé, contable, o actriz… ¡O policía!
Pedro no podía creer lo que estaba oyendo. Estaba ofreciéndole todo lo que tenía, aquello por lo que había luchado, con lo que había demostrado al mundo y se había demostrado a sí mismo que sus padres habían estado equivocados, que su vida tenía valor, que tenía derecho a esa vida.
–¿Lo dices en serio? –le preguntó mirándola aturdido.
–Solo quiero que descubra su auténtica pasión; igual que tú encontraste la tuya.
–¿Mi pasión?
–¿Acaso no es obvio? –le contestó ella con una sonrisa–: Tu pasión son los negocios. No existe un manual sobre cómo crear un emporio mundial. Es algo que has conseguido con tu esfuerzo, como tú has dicho.
–¿Y cuál es tu pasión? –le preguntó él.
El rostro de Paula se ensombreció.
–El arte, supongo –murmuró bajando la vista al plato–. Aunque no se me da muy bien.
Pedro recordó aquel cuadro que guardaba a pesar de que no estaba contenta con él. Querría animarla, pero no sabía cómo. En el trabajo ejercía su liderazgo con críticas a sus empleados, no con palabras de ánimo. Mientras abandonaban el restaurante pensó en las palabras de Paula: «Tu pasión son los negocios»… Si así fuera, ¿Por qué en los últimos seis meses se había comportado como un autómata en el trabajo? Ya apenas le importaba. Cuando se dirigían al Range Rover, ella se colgó de su brazo de repente y le susurró al oído:
–Gracias por invitarme a almorzar, y por el abrigo y el vestido – luego se echó hacia atrás y con los ojos brillantes añadió–: Y gracias por pasar el día conmigo.
Pedro la miró, con el corazón latiéndole con fuerza por lo extrañamente íntimo que era tener el brazo de Paula entrelazado con el suyo, y de pronto no pudo imaginar una pasión mayor que la que sentía por ella.
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