–Antes o después lo iban a averiguar –contestó él, mirándola con mucha calma–. Es mejor así.
–¿Cómo puedes decir eso?
–Siempre habrá rumores en torno a nosotros; mejor que circulen ahora y no cuando nazca nuestra hija –le dijo él, poniendo la mano sobre su vientre–. De ese modo solo nos afectará a nosotros, no a ella.
Era la primera vez que Pedro tocaba su vientre hinchado, y la conmovió su delicadeza y la sensación que le transmitía de que quería protegerlas al bebé y a ella.
–¿Estás lista? –le preguntó.
Ella contuvo el aliento y asintió. El salón de baile del hotel era enorme. Una orquesta tocaba baladas de los años cuarenta y varias parejas giraban por la pista. Alrededor de esta había colocadas grandes mesas redondas, cada una con un elaborado centro de rosas rojas y blancas. Pedro tomó un par de copas de la bandeja de un camarero que pasaba: Una de champán para él y otra de mosto para ella. Le tendió a Paula la suya y le señaló una mesa alargada en el otro extremo del salón.
–Mira, ahí están los objetos para la subasta benéfica de esta noche. ¿Quieres que vayamos a echarles un vistazo?
–Claro.
Lo que fuera con tal de sentirse menos fuera de lugar, pensó Paula mientras lo seguía. Mientras avanzaban junto a la larga mesa, observó con incredulidad cada objeto: Una guitarra que supuestamente había pertenecido a Johnny Cash, una primera edición firmada de James Bond, unos pendientes vintage de diamantes, una pequeña escultura de un famoso artista… Tan embobada estaba que casi se chocó con Pedro, que se había parado al final de la mesa, delante del último objeto.
–Oye –se quejó Paula frunciendo el ceño–. Casi haces que derrame mi…
Pedro lanzó una mirada hacia la mesa y luego la miró a ella con las cejas enarcadas. Paula miró también hacia la mesa y de pronto sintió que se iba a desmayar.
–Es mi… Es mi…
–Sí, es tu cuadro –asintió él.
Su cuadro, su patético desastre de proyecto final para la Escuela de Bellas Artes estaba ahí, junto a todos esos objetos tan increíbles por los que aquella gente rica sí estaría dispuesta a pujar. Se sentía como en una de esas horribles pesadillas en las que estás en medio de un montón de gente que se ríe y te señala hasta que te das cuenta de que estás desnuda. Miró a Pedro horrorizada.
–¿Pero qué has hecho?
–Darte otra oportunidad.
–¿Otra oportunidad? –gimió ella–. ¿Para qué?, ¿Para humillarme delante de toda esta gente?
–No, otra oportunidad para que vuelvas a soñar –le dijo él con suavidad–, a creer en tí misma.
A Paula, que estaba temblando por dentro, le entraron ganas de agarrar el cuadro y salir corriendo de allí, antes de que ninguna de aquellas personas tan sofisticadas pudiera burlarse de él. Demasiado tarde, pensó, tensándose cuando una pareja se acercó por detrás.
–¿De quién es este cuadro? –murmuró la mujer–. No está firmado.
El hombre escudriñó la tarjeta que acompañaba al cuadro.
–Aquí dice que el artista desea permanecer en el anonimato.
–¡Qué extraño! –murmuró la mujer, volviéndose para llamar a una amiga–. ¡Nancy!, ven, a ver de quién crees que puede ser este cuadro…
A Paula le ardían las mejillas y el corazón le latía tan deprisa como si hubiese corrido varios kilómetros sin parar. Pedro la asió del brazo con suavidad y se la llevó lejos de allí.
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