–Señora Alfonso…
Paula alzó la cabeza y vio a la señora Berry mirándola preocupada. Tragó saliva y susurró:
–Me ha dejado.
–Pobre niña… –murmuró el ama de llaves, acuclillándose junto a ella y poniéndole una mano en el hombro–. Cuánto lo siento…
–Creía… creía que si le demostraba cuánto lo quería… –balbució Paula.
La señora Berry le apretó el hombro y le dijo en un tono quedo:
–Conozco a ese hombre desde hace mucho tiempo. Nunca supo cómo querer a nadie, y menos aún a sí mismo.
–Pero… ¿Por qué? –replicó Paula–. Es una persona increíble. Es maravilloso. Es… –no pudo continuar porque se le quebró la voz.
–¿Puedo hacer algo por usted? –le preguntó la señora Berry.
Paula cerró los ojos con fuerza. En ese momento era incapaz de imaginar futuro alguno. Lo único que veía ante sí era un desolado páramo de dolor. No… no podía desmoronarse. Tenía un bebé que dependía de ella. Cinco meses atrás había decidido criar sola a su hija; había hecho planes de mudarse a California, de estudiar enfermería… ¿Qué había sido de aquella mujer fuerte e independiente? Inspiró profundamente. Fuerte, tenía que ser fuerte. Alzó la vista hacia el ama de llaves.
–Tengo que irme.
–¿Irse?
Paula se levantó y paseó la mirada por el elegante vestíbulo.
–No puedo quedarme aquí. Me recuerda demasiado a él. Tengo que hacer el equipaje…
Y a la mañana siguiente Luz, Olivia y ella salieron camino de California, en pos de una nueva vida.
–Lo hemos encontrado, señor Alfonso.
Pedro se quedó mirando a su abogado. Estaban los dos de pie en el espacioso despacho de este. Cuando le había llamado esa mañana, le había pedido que fuera al bufete por algo importante, pero no había querido decirle el motivo. Llevaba tres semanas viviendo en un hotel del centro de la ciudad. Aunque le había dicho a Paula que se marchara si era lo que quería, todavía no podía creerse que hubiera abandonado Nueva York con el bebé. La señora Berry le había dicho que se había ido a California, y que había alquilado una casita allí. Solo había vuelto a la mansión una vez, cuando ella ya se había ido. No había soportado quedarse más de unos minutos por lo vacía que le parecía sin ellas, y se había vuelto al hotel, donde había estado capeando a los paparazis desde que Karina Johnson publicase la sórdida verdad sobre él en su blog. Al menos el interés de los medios por el escándalo había empezado a disiparse.
–No… –dijo en un hilo de voz–. Es imposible…
Eduardo Ross sacudió la cabeza.
–No se lo había dicho hasta ahora porque quería asegurarme. Se pusieron en contacto con nosotros hace dos semanas, y un grupo de expertos ha certificado su autenticidad. No hay duda.
–¿Quiere ver el cuadro, señor Alfonso? –le preguntó su abogado.
Pedro inspiró profundamente.
–Veámoslo.
El abogado sonrió y se acercó a un caballete que se había colocado junto a la pared y que estaba medio tapado con una tela oscura. Retiró la tela con mucho dramatismo y la dejó caer al suelo. No había duda, era el cuadro que tantos años había estado buscando. Pedro se acercó y alargó la mano para tocar la «Cicatriz» que recorría el lienzo de arriba abajo, el mismo sitio donde él había clavado las tijeras con saña. Había sido reparado toscamente con unas puntadas.
–¿Cómo lo ha encontrado? –le preguntó en un susurro.
–Lo encontró esa bloguera, Karina Johnson. Dio con una pariente del… bueno, del último amante de su madre –le explicó el abogado con una tosecita discreta–, un joven de Ankara. Había llevado el cuadro a casa de su tía el día antes de que muriera en el terremoto.
–¿Que se lo había llevado? Querrá decir «Robado».
–Según parece no. El joven le dijo a su tía que el cuadro era un regalo de una mujer rica con la que estaba saliendo. Su tía nunca supo quién era esa mujer, ni tampoco el valor que tenía el cuadro. Solo lo conservó porque quería a su sobrino.
Pedro se quedó mirándolo con el ceño fruncido. Después de todos esos años luchando con uñas y dientes para impedir que su marido se quedara con el cuadro… ¿Su madre lo había regalado?, ¿A un joven amante al que apenas conocía? Alargó de nuevo la mano y recorrió con los dedos el roto del lienzo.
–La tía del joven intentó arreglar el corte con aguja e hilo, aunque como puede ver no con mucho éxito –le explicó Ross–. Casi le dió un ataque cuando Karina Johnson le dijo que ese cuadro que llevaba veinte años en el desván de su casa era un Picasso.
–¿Cuánto quiere por él?
–La bloguera le dijo que sería una tonta si aceptara venderlo por menos de diez millones. Me pareció un precio razonable, ya que podría venderse por mucho más en una subasta, así que tan pronto como se certificó la autenticidad del cuadro cerré un trato con ella en su nombre. Ya es suyo – anunció el abogado–. Naturalmente haremos que lo restauren como es debido en cuanto…
–No, quiero conservarlo tal y como está –lo cortó Pedro.
Escrutó en silencio aquel cuadro que había estado buscando toda su vida. No sentía nada; se sentía vacío. No eran más que unos trazos sin sentido en distintos tonos grises y beige. Se sentía engañado. Apretó los puños. Aquel cuadro no le decía nada.
–¿Ocurre algo? –le preguntó su abogado.
–No. Gracias por ocuparse de todo. Por supuesto le pagaré una buena comisión por todos los trámites.
–Gracias, señor –dijo Ross. Al ver que Leónidas no se movía, le preguntó en un tono diferente–. Eh… ¿Hay algo más de lo que quiera que hablemos? –como él no respondió, añadió con un suspiro–: Ah, es lo que me temía… No se preocupe, señor Alfonso. En nada de tiempo volverá a ser un hombre libre.
Pedro frunció el ceño.
–¿Libre?
Eduardo Ross le dijo con suavidad:
–Lleva semanas viviendo en una suite del Four Seasons; está claro que su matrimonio no va bien. Pero no se preocupe: Tenemos el acuerdo prematrimonial y no será difícil que consiga el divorcio, siempre y cuando la señora Alfonso no ponga demasiados problemas. Siéntese –dijo señalándole con un ademán la silla frente a su escritorio.
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