Y cuando ya habían decidido que celebrarían la boda en casa, Paula no había podido dejar de preguntarse si sus amigos podrían pasar con todo ese enjambre de reporteros y fotógrafos. Pero entonces había ocurrido un milagro: El día antes de la boda había saltado un escándalo sobre una actriz y se habían marchado para ir a acosarla como habían hecho con ellos. Ella había pasado el día antes de la boda ultimando todos los detalles de la ceremonia y el banquete con la organizadora de eventos y luego fueron al despacho de un abogado a firmar el acuerdo prematrimonial, que en su opinión era demasiado generoso.
–Pero yo no quiero más dinero… –había protestado–. ¡Ya me has dado un millón de dólares!
–Ese dinero no significa nada para mí –había replicado él–. Lo que quiero es que a nuestra hija y a tí no les falte de nada. Además, no entra en mis planes que nos divorciemos –había añadido sonriente, rodeándola con sus brazos–. Me has hecho tan feliz… –le había susurrado, inclinando la cabeza.
El día de la boda, mientras se preparaba, Paula se alegró de ver que se habían ido las nubes y lucía el sol. Había invitado solo a unos veinte amigos, y no se había atrevido a llamar a Enrique, que seguía en California, para decirle que se iba a casar, y había pensado que lo llamaría cuando hubieran pasado unos días y ya estuvieran casados. Bastante desleal se sentía ya, pensando que iba a casarse con el hombre que había mandado a su padre a prisión… ¿Podría ser que su padre hubiera intentado venderle, a sabiendas, una falsificación, como aseguraba le había dicho Pedro? No, era imposible… Su padre le había jurado que era inocente. ¿Cómo podía dudar de su palabra, incluso ahora que estaba muerto? Cuando bajó las escaleras se detuvo en el silencioso vestíbulo, delante del salón de baile, y dirigió una sonrisa nerviosa a los dos sirvientes apostados a ambos lados de las puertas de doble hoja que estaban esperándola. Apretó el ramo de lirios contra el sencillo vestido de seda blanca e inspiró profundamente antes de indicar con un asentimiento a los sirvientes que podían abrir las puertas. Empezó a oírse la marcha nupcial, y todos los invitados se volvieron para mirarla. Mientras avanzaba por el pasillo central entre las sillas de los invitados, notó que le temblaban las piernas, y deseó haber seguido el consejo de la señora Berry de que Luz la acompañara al entrar. Claro que su perrita aún era un cachorro y no había conseguido disciplinarla del todo, con lo cual podría haberse puesto a corretear por el salón o a olisquearlo todo, en vez de estar sentada tranquilamente, como estaba, en primera fila, a los pies del ama de llaves. En el lado izquierdo estaban sus amigos –la mayoría artistas–, vestidos con ropas coloridas y extravagantes, y en el lado derecho los amigos de Pedro –magnates de Wall Street, gente importante de Park Avenue y miembros de la jet set internacional con trajes a medida y vestidos de alta costura. Lo único en lo que probablemente estarían de acuerdo los invitados de ambas partes era en que era una cazafortunas sin escrúpulos que iba a casarse con el hombre que había hecho que su padre acabara en la cárcel. No, se replicó, eso no era más que una paranoia suya; seguro que ninguno estaría pensando eso de ella. Cuando sus ojos se encontraron con los de Pedro, que estaba al frente, junto al juez que los iba a casar, recordó todos los buenos momentos de la semana anterior: Los besos, las caricias y las risas que habían compartido, el voto de confianza que había decidido darle a Pedro… Al fin y al cabo, iban a ser una familia… Apretó el ramo con fuerza entre sus manos y se detuvo a su lado. El juez inspiró y comenzó a hablar.
–Queridos amigos, nos hemos reunido hoy aquí…
De pronto un tremendo revuelo a sus espaldas. Paula se volvió y vió a un hombre de pelo cano forcejeando con dos guardias de seguridad, intentando entrar en el salón. ¡Enrique! ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Cómo se había enterado de que…?
–¡No puedes casarte con él! –gritó Enrique–. ¡No lo hagas, Paula! ¡Yo puedo cuidar de tí!
Pedro le hizo un gesto a otros dos guardias de seguridad cerca de ellos y se apresuraron a ayudar a sus compañeros. Entre los cuatro lo agarraron y se lo llevaron, forcejeando aún y gritando:
–¡No te cases con él! ¡Es un mentiroso! ¡Tu padre era inocente! ¡Fue a la cárcel por su culpa!
Las puertas del salón se cerraron con un golpe seco que retumbó y se hizo un incómodo silencio.
–Eh… ¿Quieren que siga? –les preguntó el juez, vacilante.
Los invitados se miraban unos a otros y miraban a Paula y a Pedro. Ella habría querido arrojar el ramo a un lado y salir corriendo, huir de la sensación de culpa y de las miradas que parecían estar juzgándola, pero al bajar la vista sus ojos se posaron en su anillo de compromiso. ¿Salir corriendo? Eso sería un acto de cobardía. Por mucho que la criticaran, ya había tomado una decisión.
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