–Y entonces naciste tú…
–Exacto –asintió él con una sonrisa amarga–. Nueve meses después nací yo… Y eso salvó su matrimonio. Pero en realidad no.
Paula dejó el cuaderno y el lápiz en la mesa, se levantó y fue junto a él.
–¿Qué ocurrió?
Pedro bajó la vista a la playa.
–Desde que tengo memoria, cada cosa que hacía o decía alteraba a mi padre, que no hacía más que gritarme que era un estúpido y un inútil. Mi madre se limitaba a evitarme. No descubrí el porqué hasta que cumplí los catorce años, después del funeral de mi padre. Me compraban la ropa más cara, estudiaba en los mejores colegios… Era lo único que les importaba: Las apariencias –hizo una pausa y añadió–: Si no hubiera sido por María, no sé si habría sobrevivido.
–Pepe… –murmuró Paula, poniendo su mano sobre la de él.
–Por más que me esforzara, jamás lograba complacer a mis padres. Y aunque todo el mundo creía que seguían enamorados, en casa se ignoraban o se gritaban y se tiraban los trastos a la cabeza. Todo por mi culpa.
–¿Por qué ibas a tener tú la culpa de sus problemas matrimoniales?
Pedro se quedó callado un momento y se volvió hacia ella.
–A veces los oía discutiendo por la noche, cuando estaba en casa durante las vacaciones –murmuró–. Siempre andaban amenazándose el uno al otro con el divorcio, pero ninguno estaba dispuesto a renunciar al Picasso. Esa era la manzana de la discordia: quién se quedaría con el cuadro, no conmigo –le explicó. Ella lo miró espantada y Pedro se quedó callado un momento antes de añadir en un tono quedo–: Cuando les pregunté si podía quedarme también en el internado durante las vacaciones, no pusieron objeción alguna. Así ellos podían seguir con sus vidas, sin estorbos, fingiendo que eran felices.
–¿Pero cómo podían vivir así?
-Mi padre cavó su tumba poco a poco con la bebida –le explicó él–. Cuando volví a casa para asistir a su funeral, me quedé aturdido cuando mi madre me abrazó llorosa. Yo tenía catorce años y aún ansiaba desesperadamente el amor de una madre. Creí que tal vez por fin me necesitaba, que me… que me quería –esbozó una sonrisa amarga–. Pero cuando el servicio terminó y sus amigos se hubieron marchado, dejó de fingir que estaba rota de dolor y me dijo con una frialdad estremecedora que se marchaba, y que me dejaba a cargo de un tutor legal que se ocuparía de mí hasta que cumpliera la mayoría de edad y heredara la fortuna y la compañía de mi padre. Se iba a Turquía con su amante, y me dijo que no había razón alguna para que volviéramos a vernos.
–¿Te dijo eso?, ¿Después del funeral de tu padre? –gimió Paula horrorizada–. ¿Cómo pudo hacer algo así?
Pedro se rió con amargura.
–Eso me preguntaba yo también. Le pregunté: «¿Por qué, mamá?, ¿Por qué siempre me has odiado?». Y por fin me lo explicó –le dijo–. Mi padre se había enfurecido al saber que, a sus espaldas, mi madre iba diciéndole a sus amigas que él tenía la culpa de que no pudieran tener hijos, que era impotente. Él quería cerrarle la boca y que volvieran a ser una pareja modélica de cara a la galería. Tenía un hermano gemelo, Francisco. Eran idénticos. Mi abuelo le había cerrado el grifo a Francisco por los escándalos que protagonizaba constantemente, y no le había quedado un céntimo para comprarse drogas… Hasta que mi padre le hizo una oferta a cambio de dinero. Le pidió que se acostara con mi madre, haciéndose pasar por él, para que se quedara embarazada y tuviera ese hijo sin saber que el padre no era él. Mi tío accedió… Y lo consiguió.
–¿Qué estás diciendo?
–Que mi padre biológico era mi tío –Pedro inspiró profundamente antes de continuar–. No llegué a conocerlo. Antes de que naciera murió por una sobredosis. Mi padre había creído que, criándome como si fuera hijo suyo, llegaría a verme como tal, pero era incapaz de olvidar que su hermano se había acostado con su esposa, y no podía perdonar que ella no se hubiese dado cuenta del engaño. Poco después de que yo naciera mi madre lo increpó por ignorar a su hijo, y mi padre explotó y la acusó de ser una «Furcia».
Paula contrajo el rostro.
–Dios mío…
–Mi madre lo obligó a explicarse. Y cuando lo supo no pudo perdonarle lo que le había hecho, que se hubiera acostado con su hermano drogadicto sin ser consciente de ello, que su propio marido le hubiese tendido una trampa así. Cada vez que miraba a su bebé recién nacido, a mí, se sentía sucia y traicionada.
Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.
–Pero no era culpa tuya… ¡Nada de eso era culpa tuya!
Pedro alzó la vista y miró desolado a las gaviotas que sobrevolaban el cielo azul.
–Cuando mi madre me dijo que no tendríamos que volver a vernos nunca más, justo después de que me hubiera abrazado, llorosa, durante el funeral, algo se rompió dentro de mí y… y…
Las lágrimas rodaban ya por las mejillas de Paula.
–Cuéntamelo, dime qué ocurrió.
–Mis ojos se posaron en el Picasso, que estaba cerca de mí, en el suelo, esperando a ser embalado. La ira se apoderó de mí y agarré unas tijeras de una mesa. Oía a mi madre chillar y, cuando la furia que me cegaba se disipó, ví que había rajado de arriba abajo el lienzo. Mi madre me arrancó las tijeras de la mano y me dijo que era un monstruo y que jamás debería haber nacido –Pedro miró a Paula–. Esas fueron las últimas palabras que me dijo. Unas semanas después murió en el terremoto de Turquía. Encontraron su cuerpo, pero el cuadro había desaparecido.
–Por eso sabías que el cuadro que intentó venderte mi padre era una falsificación –murmuró Paula.
Pedro bajó la vista y dijo con voz ronca:
–Creía que si encontraba el cuadro quizá podría llegar a comprenderlo.
–¿El qué?
–Cómo podía ser que les importara tanto y que yo… –a Pedro se le quebró la voz.
–Y que tú no les importaras –terminó ella en un murmullo.
A Pedro le temblaban las rodillas; no podía mirar siquiera a Paula. ¿Y si veía desdén en sus ojos? ¿O peor aún… Lástima? Había crecido teniendo que tragar tanto de lo uno y de lo otro… Desdén por parte de sus padres y lástima por parte de los sirvientes.
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