Habían pasado ya dos meses, y Paula estaba en el cuarto del bebé, sentada en la mecedora con su pequeña acurrucada contra su pecho. Acababa de darle de mamar y se había quedado dormida. Tenía el cabello oscuro, igual que su padre. Su padre… Que seguía negándose a tomarla en brazos, incluso cuando ella le pedía que lo hiciera para poder prepararle el baño, por ejemplo. Pedro se negaba y llamaba a voces a la señora Berry para que la ayudara y él se apresuraba a desaparecer. Además, últimamente apenas estaba en casa, aduciendo que tenía mucho trabajo. Muchos días volvía tarde de la oficina, después de estar todo el día fuera, y dormía en la habitación de invitados. En el mes de marzo, durante su luna de miel, cuando le había hablado de su trágica infancia, se le había partido el corazón, pero aquello también le había dado esperanza. Pedro debía sentir algún afecto por ella para haberse abierto así con ella, se había dicho. De hecho, durante los meses siguientes la había hecho sentirse querida, cuidando de ella todo el tiempo, haciéndole tiernamente el amor… Hasta había dejado que le hiciera varios retratos más… Y ahora tenía la sensación de que esos retratos eran lo único que le quedaba de él. En esos dos meses desde el nacimiento de Oli, había hecho docenas de bocetos de la pequeña y el día anterior, cuando había estado repasándolos, se había maravillado al ver lo mucho que había cambiado en tan poco tiempo. La señora Berry, al verlos, le había preguntado tímidamente si podría hacer también un retrato de ella para regalárselo a su esposo por su cumpleaños, y ella lo había hecho encantada una tarde, mientras Oli dormía. Algunos amigos que habían ido a visitarla habían visto también los dibujos, y le habían pedido retratos de sus nietos, su pareja y hasta de sus mascotas. Paula no acababa de creérselo.
–Y pudiendo hacer unos retratos tan increíbles, ¿Cómo perdiste tanto tiempo pintando esos horribles cuadros de arte moderno? –le había preguntado un día su antigua jefa, la dueña de la cafetería.
Paula se había reído. Desde luego Leticia no destacaba, precisamente, por su diplomacia, pero sus palabras la habían hecho pensar. Durante sus años en la Escuela de Bellas Artes había estado ansiosa por triunfar. Pintar la había estresado porque siempre había intentado pintar algo que los demás admirasen, y pintar esos cuadros nunca le había provocado gozo alguno. Pero aquellos retratos eran distintos. No eran un amasijo de trazos abstractos; eran retratos de gente con alma, y transmitían lo que veía en esas personas. ¿Podía ser que sí tuviera talento, pero no para la pintura abstracta, sino para el retrato, porque tenía facilidad para llegar a los demás? ¿Para llegar a los demás?, se había repetido, resoplando y sacudiendo la cabeza. ¡Si ni siquiera conseguía que su marido la hablase! ¡O que tomase en brazos a su hija! Hacía un par de semanas había estado pensando en lo que Leónidas le había contado sobre el Picasso que había rajado con unas tijeras, presa de la angustia, a los catorce años, y de pronto se le había ocurrido una idea descabellada. ¿Y si consiguiera encontrar aquel cuadro para él? Parecía un imposible porque él llevaba veinte años buscándolo, pero… ¿Y si no lo hubiera hecho por los cauces adecuados? Ella tenía unos cuantos contactos en el mundo del arte, y tal vez, si pudiera darle lo que tanto ansiaba, lograría recuperar a su marido. Así que había llamado a Karina Johnson, una joven bloguera de arte que conocía. Tenía un montón de seguidores y la reputación de ser implacable en lo que hacía. Era como un sabueso buscando historias sobre obras de arte de un valor incalculable relacionadas con escándalos de la gente rica y famosa. Le contó la historia del Picasso perdido, aunque no le dió todos los detalles, por supuesto. No le dijo cómo había sido concebido Leónidas; ese era un secreto que se llevaría a la tumba. Solo le dijo que el cuadro había desaparecido al morir su madre en el gran terremoto de Turquía veinte años atrás.
–Sí, conozco esa historia –le había dicho Karina–. La gente lleva años buscando ese cuadro; misión imposible. ¿Por qué sino se le habría ocurrido a tu padre que podría falsificarlo?
–Mi padre no…
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