Aunque se había propuesto complacerla en todo lo que pudiera, Pedro prefería no tener que pisar el metro si podía evitarlo, así que llegaron a un acuerdo: su chófer, José, vestido con ropa de calle en vez de con su uniforme, los llevaría en otro de sus vehículos, un Range Rover. Una media hora después, apenas llevaban diez minutos en el departamento de Enrique Bain, cuando Paula dejó anonadado a Pedro al decirle que ya lo tenía todo y podían irse.
–¿Ya has acabado? –le preguntó, mirando de hito en hito las dos maletas y la caja de cartón grande con libros y un lienzo pintado en el suelo del salón–. ¿Eso es todo lo que tienes?
Paula se encogió de hombros.
–El año pasado vendí la mayor parte de nuestras pertenencias familiares para pagar los honorarios del abogado de mi padre –le explicó. Luego añadió quedamente–: Y el resto lo vendí para pagar su funeral.
Lo miró a los ojos y, aunque no dijo nada más, a Pedro le pareció que lo culpaba en silencio.
–Lo siento –murmuró él–. Debió ser muy duro para tí.
Paula bajó la vista y susurró.
–Lo fue.
Pedro miró el lienzo que había en la caja de cartón. Era una amalgama de colores y formas que no parecían tener un tema que los unificara. Paula contrajo el rostro y murmuró:
–Sé que no es muy bueno.
Él se agachó y tomó el lienzo.
–Bueno, yo tampoco diría eso…
–Déjalo. Sé que es horrible. Lo pinté en mi último semestre en la Escuela de Bellas Artes. Quería que fuera increíble, espectacular, así que no paraba de pedir consejo a todos mis profesores y de retocarlo siguiendo esos consejos.
–Quizá ahí esté el problema. Parece un refrito de todos los artistas contemporáneos importantes. ¿Qué hay de tu propia voz? ¿Qué intentabas transmitir?
–No lo sé –musitó ella–. Creo que no tengo voz propia.
–Venga ya… Eso no es verdad –replicó él con suavidad–. Yo creo que tienes mucho que decir.
Paula alzó la vista y se rio vergonzosa.
–Es igual, en serio. Me deshice de todos mis cuadros, excepto de este, no sé por qué –dijo con melancolía, alargando la mano y rozando el lienzo con las yemas de los dedos–. Sigo pensando que tal vez, algún día, tendré el valor suficiente como para volver a intentarlo. ¡Qué tontería!, ¿No? – concluyó con una sonrisa tímida.
Antes de que Pedro pudiera contestar, llamaron a la puerta. Era José, que había subido para ayudarlos a bajar las cosas. Agarró una maleta en cada mano y Pedro tomó en brazos la caja de cartón.
–¿Te importa que paremos en la cafetería? –le preguntó Paula.
Pedro se volvió hacia ella.
–Claro que no.
La expresión de Paula se había tornado algo triste.
–Creo que será mejor que hable con mi jefa.
Cuando llegaron a la alegre y concurrida cafetería, con sus grandes ventanales y sus sillones vintage de escay, José estacionó justo delante, en la zona de carga y descarga, para que Paula se bajara. Pedro la siguió con la mirada hasta que entró y sacó su móvil del bolsillo para intentar distraerse mientras la esperaba. Tenía decenas de mensajes de los miembros de la junta directiva, de diseñadores y de directores de los departamentos de marketing, pero los ojeó con poco interés, y se sintió aliviado cuando por fin volvió a abrirse la puerta del Range Rover.
No hay comentarios:
Publicar un comentario