Cuando todo el mundo volvió a sus asientos, Pedro se volvió hacia ella y le dijo:
–¿Nos vamos? Solo tengo que firmarles un cheque por el cuadro y podremos irnos.
Paula asintió y unos minutos después abandonaban el hotel. Fuera llovía, y corrieron para no mojarse hasta la calle adyacente, donde les esperaba el Rolls-Royce, aunque se mojaron de todos modos, y se subieron a él entre risas.
–Llévenos a casa, José –le dijo Pedro al chófer, que asintió y puso el vehículo en marcha.
–A casa… –murmuró Paula, y pensó que, de repente, la mansión del West Village sí le parecía casi su hogar.
Por un momento se quedaron mirándose el uno al otro, sonrientes, y fue como si el aire se cargara de electricidad. Paula apartó la vista abruptamente y giró la cabeza hacia la ventanilla. Sentía los ojos de Pedro fijos en ella, pero no se atrevía a mirarlo. Emociones contradictorias se agitaban en su interior. Cuando llegaron, la casa estaba en silencio y a oscuras. Todos los miembros del servicio se habían ido ya.
–Tu perrita debe estar dormida –le dijo Pedro a Paula, riéndose suavemente mientras cerraba tras ellos–; si estuviera despierta habría salido corriendo a recibirnos.
Pulsó el interruptor y se encendió la lámpara de araña sobre sus cabezas. Pedro le quitó de los hombros la estola, la colgó en el armario y bajó la vista a Paula, que seguía callada. Contrajo el rostro, como preocupado, y le preguntó:
–Paula, ¿He hecho algo que te haya molestado? Si es así, te pido perdón. Pensé que si…
–No tienes que pedirme perdón –replicó ella en un murmullo–. Me has demostrado que crees en mí, cuando ni siquiera yo creía en mí misma.
Pedro la miró a los ojos.
–Pues claro que creo en tí –le dijo con sencillez–. Siempre lo he hecho.
Paula puso las manos en los hombros de su chaqueta, húmeda por la lluvia, y apretó sus labios contra los de él. Cuando los suaves labios de ella tocaron los suyos, Pedro sintió como si lo recorriera una corriente eléctrica, desde la punta del cabello, hasta los dedos de los pies. Había estado obligándose a cumplir la promesa que le había hecho de que no la tocaría, pero cada día, cada hora, había sido una agonía. Lo único que quería hacer era precisamente eso: Acariciarla, besarla… Hacerla suya otra vez. Y ahora, de repente, era ella la que estaba besándolo a él. Enredó las manos en su cabello y la atrajo hacia sí, besándola con ardor y enroscando su lengua con la de ella. Se sentía fuera de control, como si el ansia desatada en su interior pudiera consumirlos a ambos. Se apartó y la miró con el corazón desbocado.
–Ven a la cama conmigo –le susurró, deslizando el dorso de los dedos por su garganta. Notó como se estremecía. Agachó la cabeza para besarla en el cuello y le susurró al oído de nuevo–: Vente conmigo…
Cuando volvió a mirarla, había un fuego salvaje en los ojos de Paula, que asintió en silencio. Sin embargo, cuando la tomó de la mano para conducirla a las escaleras, se tambaleó ligeramente, como si le flaquearan las rodillas. Pedro la alzó en volandas y la llevó al piso de arriba, a su dormitorio. La depositó de un modo casi reverencial en la enorme cama de matrimonio, iluminada tenuemente por las farolas de la calle. El cabello castaño de ella se desparramó sobre los almohadones. Él se quitó la chaqueta del esmoquin y la corbata y las arrojó al suelo. Luego se descalzó y se sentó en la cama, junto a ella. Le quitó una sandalia y luego la otra, arrojándolas también al suelo, y se inclinó para besarla con ternura.
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