Sin embargo, las dependientas se volvieron complacientes hacia ella.
–¡Bienvenida a Bandia! –la saludó una de ellas.
–¿Quiere un vaso de agua mineral o un refresco? –le ofreció otra.
–¿Qué clase de ropa querría ver? –le preguntó la tercera–. ¿Tal vez nuestros últimos modelos de la colección de otoño?
Paula las miró aturdida, como un cervatillo deslumbrado por los faros de un coche.
–Yo… Solo necesito un abrigo –musitó.
–Traigan varias prendas en su talla, para que pueda escoger – intervino Pedro.
Los condujeron a un pequeño salón privado con probador en la trastienda, y mientras Pedro se tomaba una copa de champán, sentado en un sofá de cuero blanco, las dependientas empezaron a ir y venir, llevando distintos modelos al probador donde estaba Paula, tras una gruesa cortina de terciopelo blanco. De mala gana, ella empezó a probarse las prendas que le llevaban, y cada vez que salía del probador las dependientas exclamaban entusiasmadas cosas como: «¡Guapísima!» o «¡Qué bien le sienta todo!».
–¿Te gusta? –le preguntó Pedro, esperanzado, cuando salió con un vestido de tipo túnica.
Como cada vez que se lo había preguntado con las prendas que se había probado antes, Paula se encogió de hombros.
–No está mal.
–¿«No está mal»? –repitió él con incredulidad. ¿Un vestido premamá de mil dólares?
–No es tan cómodo como las camisetas grandes que suelo ponerme para estar en casa. Por no mencionar que puedes comprarte tres por diez dólares –respondió ella.
Pedro no podía estar más contrariado. La había llevado allí con la esperanza de impresionarla, pero saltaba a la vista que no estaba funcionando. El único momento en que a Paula le brillaron los ojos fue cuando las dependientas le enseñaron un vestidito de bebé a juego con un vestido posparto. Sin embargo, en cuanto miró la etiqueta puso cara de espanto.
–¿Tres mil dólares? ¿Por un vestido de bebé que acabará cubierto de potitos y de babas y que enseguida se le quedará pequeño? –sacudió la cabeza y le dijo a Pedro–: Además, este tejido rasca un poco y yo quiero que nuestra hija esté cómoda –miró a las dependientas y les preguntó–: ¿Y qué hay del abrigo?
Las dependientas se miraron incómodas unas a otras.
–Me temo que no tenemos –contestó una–. Ya se ha retirado toda la ropa de invierno para vender la nueva línea de primavera.
–La línea de primavera… Estamos en marzo y ya están vendiendo biquinis… –replicó Paula con un divertido mohín.
–Bueno, puede que aún tengamos algún abrigo en lo que nos queda de rebajas –dijo otra de las dependientas.
Paula se puso como loca cuando vió que uno de los que encontraron, un abrigo blanco precioso, le quedaba bien. Incluso algo grande.
–Y además es cómodo y calentito –murmuró sonriente. Pero al ver el precio su sonrisa se desvaneció–. ¡Uf, es demasiado!
–Pero si está a mitad de precio… –apuntó Pedro, irritado.
–Sigue pareciéndome caro –contestó ella, pero se arrebujó en el abrigo mientras lo decía, como si no quisiera quitárselo.
–Nos lo llevamos –le dijo Pedro a las dependientas.
–¿Cómo? No pienso dejarte pagar…
–¿No vas a dejar que te compre un abrigo que está rebajado y que necesitas? Venga, Paula, no seas cabezota…
–Está bien, gracias –murmuró ella a regañadientes–. Entonces, ¿Lo pagas y nos vamos ya?
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