Estaba ligada a Pedro, no solo por su hija, sino también por su palabra, dada libremente cuatro días antes. Lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y respondió con un asentimiento de cabeza al juez, que retomó la ceremonia. Él la besó cuando el juez los declaró marido y mujer, pero fue un beso extrañamente formal. Cuando estaban recibiendo las felicitaciones de los invitados, los amigos de Paula parecían tan incómodos como se sentía ella. Algunos incluso desviaban la mirada mientras le dirigían una sonrisa fingida. Durante el banquete se sirvieron el mejor champán, los mejores vinos y un menú elaborado por un prestigioso chef, pero a pesar de la deliciosa comida, de la música y de que todos los invitados se reían, charlaban y bailaban como si estuvieran pasándolo en grande, ella se sentía vacía por dentro. Pedro se mostraba extrañamente distante, y después de varias horas con una sonrisa forzada en la cara le dolían las mejillas. Cuando por fin todos los invitados se hubieron marchado y ya solo quedaban ellos dos en el salón de baile, él se volvió hacia Paula.
–Al fin solos… Señora Alfonso –le dijo en un tono quedo.
Paula tragó saliva. El corazón le palpitó con fuerza cuando su marido la atrajo hacia sí. Se sentía tan bien entre sus fuertes brazos… Aquel matrimonio no podía ser un error.
–¿Sabías que iba a venir Bain? –le preguntó Pedro, enarcando una ceja.
Paula sacudió la cabeza.
–Lo siento –murmuró azorada–. No sé cómo pudo enterarse de que nos casábamos. Yo no le dije…
–No pasa nada –la cortó él–. No lo culpo por sentirse atraído por tí. Cualquiera se sentiría atraído por tí –le susurró. Inclinó la cabeza para besarla con ternura y cuando se irguió añadió con una sonrisa–: El piloto nos está esperando.
–¿El piloto?
–Voy a llevarte a Grecia de luna de miel, a la isla en la que nací –le explicó él. Luego, añadió con una media sonrisa–: Quería que fuera una sorpresa. La señora Berry ya ha preparado tu equipaje. Volaremos de noche y llegaremos allí por la mañana.
–Pero… ¿Y Luz?
–La señora Berry se ocupará de ella. Me ha prometido que la cuidará muy bien.
Pocos minutos después despegaban a bordo del jet privado de Pedro. Paula, que estaba agotada por el estrés de los últimos días, se quedó dormida en los brazos de su marido, y no volvió a despertarse hasta una hora antes de que aterrizaran en la pequeña isla del Egeo. Mientras bajaban del avión, ella miró a su alrededor, parpadeando por el brillante sol. Se alegraba de haberse cambiado la ropa antes de que aterrizaran por un vestido de tirantes blanco y sandalias. Él también se había cambiado, e iba vestido con un aire más informal, con una camisablanca con las mangas dobladas y unos chinos en color beige. Para su sorpresa, no los recogió un chófer, sino que los esperaba un descapotable, aparcado cerca del hangar. Tomaron una carretera que discurría junto al acantilado, y Paula, con el cabello azotado por la cálida brisa, miró maravillada el pueblo que asomó a su izquierda. Nunca había visto nada tan bonito, pensó, fijándose en las casas encaladas de tejados azules, con el mar turquesa de fondo. Al poco rato tomaron un desvío, y Pedro paró frente a las puertas de una verja y se bajó para teclear un código en el panel de seguridad. Mientras las puertas se abrían volvió a subirse al coche, y cuando cruzaron la verja Paula se quedó boquiabierta. Ante ellos se alzaba una villa preciosa cuyos terrenos se extendían hasta una playa privada.
–¿Aquí es donde te criaste? –preguntó, volviéndose hacia Pedro–. Pues eras el niño más afortunado de la tierra.
Él esbozó una sonrisa algo forzada.
–Es un sitio muy bonito, sí, pero no puedo decir que fuera muy feliz aquí.
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