jueves, 25 de enero de 2024

Culpable: Capítulo 49

 –Pepe, mírame… –le dijo Paula. Él inspiró profundamente y levantó la cabeza. Los ojos verdes de ella se habían vuelto a llenar de lágrimas–.Todo eso ya pasó; ahora tienes una familia, una hija que está por nacer y te necesita, y una esposa que… Que… –tomó su rostro entre ambas manos y susurró–: Una esposa que te quiere.


Pedro parpadeó y escrutó su rostro, aturdido. ¿Paula lo quería? ¿Después de todo lo que acababa de contarle?


–Pero… ¿Cómo…? –balbució con el corazón encogido–. ¿Cómo puedes quererme… Siendo como soy… después de lo que te hice…?


Los labios de Daisy se curvaron en una cálida sonrisa.


–Siempre te he querido, desde el momento mismo en que nos conocimos. Seguí queriéndote incluso contra mi voluntad, cuando estaba furiosa contigo. Tus padres te hicieron daño, pero eres un hombre maravilloso, maravilloso y perfecto.


El corazón de Pedro rebosaba felicidad. Atrajo a Paula hacia sí y la besó apasionadamente. Luego la llevó dentro y la condujo a su dormitorio, donde le hizo el amor con ternura mientras la suave brisa del mar agitaba las cortinas. Poco después, con ella entre sus brazos, pensó que por primera vez se sentía como si aquella casa de verdad fuera un hogar. Por primera vez se sentía querido. Pero… ¿Y si un día Paula dejaba de quererlo? Un vértigo repentino lo asaltó; se le revolvió el estómago como si la tierra se hubiera abierto bajo sus pies. Si dejara de quererlo no podría soportarlo. Porque dijera lo que dijera, sabía que no la merecía. Y en cuanto a su hija… «¡Basta!», se reprendió desesperado, cerrando los ojos con fuerza. Tenía que apartar esos pensamientos, se dijo, vivir el momento presente. Ella lo amaba, e iba a asegurarse de que aquel fuese el viaje de luna de miel perfecto.


Cuando volvieron a Nueva York unos días después, Pedro se prometió a sí mismo que Paula jamás lamentaría haberse casado con él. Aunque su frío corazón no fuera capaz de amar, al menos podría demostrarle que le importaba cada día mediante sus actos.  Y durante los tres primeros meses de su matrimonio Paula parecía muy feliz mientras planeaban cómo iba a ser el cuarto del bebé, iban al teatro o iban juntos a unas clases de preparación para el parto. Para poder pasar más tiempo con ella empezó a poner en un segundo plano el trabajo, y no se arrepentía de ello. De hecho, descubrió, para su sorpresa, que era más feliz dedicándole menos horas al trabajo. Sin embargo, todo cambió el día que nació el bebé. Ese día, a principios de junio, Pedro tomó finalmente en brazos a su hijita en la habitación del hospital. La pequeña parpadeó y abrió los ojos, frunció el ceño y empezó a berrear de repente, como si le doliera algo.


–No es nada, solo que tiene hambre –le dijo la enfermera.


Pero a Pedro las manos se le habían puesto frías y sudosas.


–Tómala. Contigo está mejor… –le dijo balbuceante a Paula, acercando el bebé a sus brazos.


Paula tomó a la pequeña, arrullándola con suaves palabras. Le ofreció el pecho, y al poco la niña estaba mamando. Pedro se sintió aliviado cuando cesaron los llantos. Ella sonrió a su bebé, acariciando sus deditos maravillada. Alzó la vista hacia él y le dijo:


–No te lo tomes como algo personal.


–No te preocupes –masculló él.


Pero sabía que sí era personal. Su propia hija no podía soportar que la tocara. De algún modo la pequeña recién nacida sabía, igual que lo habían sabido sus padres, que no era digno de su amor. Aunque Paula, con su buen corazón, estuviera ciega a sus defectos, estaba seguro de que su amor por él no duraría. Y tampoco lo salvaría. Era cuestión de tiempo que Paula se diera cuenta de lo que su hija ya sabía. Y hacia el final del verano la profecía de Pedro se cumplió. A medida que pasaban las semanas y se negaba una y otra vez a tomar en brazos al bebé porque no quería que se alterase como el primer día, vió con desesperación como la expresión de su esposa pasó de la incomprensión al dolor.


El día en que había nacido su hija había sido el día más feliz en la vida de Paula. O al menos debería haberlo sido. El parto había sido difícil, pero ya se le había olvidado cuando por fin tuvo al bebé en sus brazos. Su hijita Oli, a la que habían llamado Olivia por su madre, Olivia Bianchi Chaves, era un milagro, con sus perfectas manitas, sus piececitos y su preciosa carita. Pero entonces, cuando había alzado la vista hacia su marido, queriendo compartir su dicha con él, lo había encontrado pálido, como si acabara de ver un fantasma. 

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