martes, 30 de enero de 2024

Culpable: Capítulo 56

 –Para –le pidió Paula, poniéndole la mano en la mejilla–. Estaba equivocada respecto a tantas cosas… Todo este tiempo he estado culpándote de que mi padre acabara en prisión porque creía que era inocente… Enrique me ha confesado que vendían cuadros falsificados. Él los pintaba y mi padre los colocaba a través de sus contactos. Yo tenía dudas, pero me negaba a aceptarlo porque necesitaba aferrarme a la idea de que mi padre era perfecto… igual que necesitaba creer que tú eras perfecto. Lo siento tanto…


–Daría lo que fuera por poder serlo solo por tí –contestó él, mirándola a los ojos–. Pero sabía que jamás podría serlo, que jamás sería digno de tu amor…


–Pues claro que lo eres…


–Me convencí de que Olivia y tú estarías mejor sin mí, pero después de que te marcharas me sentí horriblemente vacío. Ya nada me importaba. Hasta he recuperado el Picasso… Gracias a tí por cierto, pero cuando lo tuve delante, algo que llevaba buscando media vida, no sentí nada. No eran más que trazos de pintura. Había perdido al amor de mi vida por ser demasiado orgulloso, por no tener el valor de arriesgarme a amar. Ahora el único miedo que tengo –murmuró Pedro– es haberte perdido para siempre.


Paula entreabrió los labios.


–¿Has dicho… El amor de tu vida?


–Sí, Paula. Te quiero. Olivia y tú son mi vida, y quiero pasar el resto de ella esforzándome por ser perfecto porque merecen que lo intente al menos…


–No –lo cortó ella–. No necesito que seas perfecto, Pepe. No tienes que cambiar en nada; te quiero tal y como eres.


En los ojos negros de Pedro brillaban lágrimas de emoción. Tomó la mano de Paula y se la llevó a los labios para besarla.


–Cariño mío…


Cuando la atrajo hacia sí y la besó, con su bebita entre ellos y Luz brincando alegremente a su alrededor, Paula supo por fin lo que era el amor de verdad: Era ver al otro con sus defectos y quererlo a pesar de todo. 


Pedro miró por la ventana y contrajo el rostro. Esa noche del mes de enero había nevado de nuevo sobre Nueva York, y Luz estaba en el patio, cubierto de un grueso manto blanco, brincando de un lado a otro, persiguiendo a una pobre ardilla.


–Esa perra tuya será nuestra ruina… –le dijo a modo de protesta a su esposa.


Paula, que estaba sentada aún en la mesa, desayunando, pasó una página de su libro y levantó la vista.


–¿Por qué?


–Porque cuando la dejemos entrar lo va a poner todo perdido otra vez y la señora Berry nos matará –contestó él con un suspiro.


–Eso no pasará –respondió su esposa calmadamente, pasando otra hoja–. Porque cuando entre le darás un baño.


Pedro frunció el ceño.


–¿Yo?


Paula sonrió.


–¿Por qué no?


Estaba preciosa, en bata, sobre el camisón de seda, tomando sorbitos de té mientras leía una novela. Olivia, que ya tenía siete meses, estaba entretenida jugando en su mantita-gimnasio para bebés.


–¿De verdad crees que puedes darme órdenes como si yo también fuera tu mascota y que las obedeceré sin rechistar? –le espetó Pedro, haciéndose el ofendido.


Paula levantó de nuevo la vista y esbozó una sonrisa traviesa. Se mordió el labio inferior, y se inclinó un poco hacia delante sobre la mesa para dejar entrever a su marido unos centímetros más de su escote. El corazón de Pedro palpitó con fuerza.


–Está bien, le daré un baño a la perra. Pero no porque me lo hayas dicho, sino porque quiero.


Paula sonrió divertida y volvió a su libro.


–Y luego a lo mejor podríamos pasar un rato a solas… Haciendo otras cosas –sugirió Pedro.


Paula lo miró de reojo.


–Tal vez. 


Pedro fue a sentarse a su lado.


–De hecho no tendría por qué ser solo un rato… 


Paula sonrió con picardía y le puso la mano en la mejilla.


–Lo pensaré.


Llevaban casados casi un año, pero el amor que Pedro sentía por ella no había disminuido ni un ápice. Cada día se sentía afortunado de tenerla a su lado.


En los cuatro meses que habían pasado desde el regreso de Paula y Olivia a Nueva York muchas cosas habían cambiado. Daisy se había convertido en la retratista con más demanda de la ciudad. Y ahora él pasaba mucho más tiempo en casa. Su compañía estaba buscando a un nuevo presidente porque él había decidido dejar su puesto y ser solo el principal accionista del grupo. En cuanto al Picasso, lo había donado a un museo el mes anterior. En el pasado había creído que, si los demás descubriesen la verdad sobre él, lo mirarían con desprecio, pero en vez de eso se había convertido en una especie de héroe popular. Hasta había oído rumores de que estaban preparando una especie de telenovela sobre su vida. La gente era difícil de comprender, pensó. Y el éxito era algo fugaz. No había más que ver lo que le había ocurrido a Enrique Bain. Una semana después de que le confesara a Paula que su padre y él habían estado vendiendo falsificaciones, lo habían arrestado en Japón por intentar vender un falso Van Gogh que llevaba años desaparecido. Paula lo miró de reojo, y al ver la misteriosa sonrisa que se dibujó en sus labios, le picó la curiosidad.


–¿Me estás ocultando algo?


–¿Tú crees? –lo picó ella.


–Sí –le susurró Pedro al oído, acariciándole el cabello–, y vas a contármelo.


Paula se estremeció de placer cuando deslizó una mano desde su hombro hasta sus voluptuosos senos. Pedro se quedó mirándolos, parpadeó y se echó hacia atrás con unos ojos como platos.


–¿Estás…? ¿No estarás…?


–¿Que si no estoy embarazada? Pues no. 


Pedro suspiró, y lo sorprendió la decepción que le causó su respuesta. Tampoco es que hubieran estado pensando en tener otro bebé; aún no. Al fin y al cabo Olivia solo tenía siete meses. ¿Estaba preparado siquiera para tener otro hijo? Más caos, más alboroto… Y también más amor. Sí, decidió, sí que estaba preparado. Quería otro hijo, o media docena más. Una gran familia. Sí, sonaba perfecto. Aunque tampoco había prisa. Él seguiría haciéndole apasionadamente el amor a Paula cada noche, se dijo. Era un trabajo duro, pero alguien tenía que hacerlo, pensó con una sonrisilla en los labios.


–No importa. Seguiremos intentándolo –le susurró, inclinándose hacia ella.


Paula le puso una mano en el pecho para detenerlo antes de que pudiera besarla.


–He dicho que no… A lo de que «No estoy embarazada» –replicó, con un brillo travieso en los ojos.


Pedro frunció el ceño, contrariado, y aspiró por la boca.


–¿Quieres decir que no es verdad… Que no estés embarazada?


Paula sonrió con timidez.


–Debió ser en Navidad, esa vez que lo hicimos debajo del árbol… 


– Cariño mío… –murmuró él, feliz, antes de besarla apasionadamente.


No sabía qué había hecho para merecer tanta felicidad. De pronto se oyó un golpetazo. Luz había entrado por la gatera abatible que habían colocado en la puerta del patio, y se plantó en medio del comedor a sacudirse la nieve de encima. Olivia prorrumpió en risitas, y Paula y Pedro se echaron a reír también. Él sabía que en su vida no todo serían risas, que también habría momentos difíciles, pero construirían un futuro juntos, día a día, y a pesar de todo serían felices. No serían un matrimonio perfecto, ni una familia perfecta, pero tampoco lo era él. Meses atrás se había sentido perdido, se había sentido roto por dentro, pero Paula le había dado una oportunidad y había aprendido de ella el verdadero significado del amor. 







FIN

Culpable: Capítulo 55

¿Podría ser que hubiera corrido un riesgo así, arriesgarse a cometer un delito, solo porque no podía soportar ver a su hija tan triste? Una terrible sensación de culpa la invadió. Miró a Enrique y le dijo: 


–Asististe al juicio cada día y jamás admitiste que tú habías sido su cómplice… ¡Dejaste que fuera solo a prisión!


Enrique puso los ojos en blanco.


–Lo del Picasso fue idea de él. Yo estaba contento vendiendo falsificaciones de cuadros de poca monta a idiotas ignorantes. Pero… ¿Venderle un falso Picasso a un multimillonario? Jamás me gustó la idea – dijo frunciendo el ceño–. Y luego tu marido tuvo que arruinarlo todo. ¡Con la copia tan perfecta que había hecho de ese Picasso…!


El corazón de Paula palpitaba pesadamente. Todo aquello en lo que había creído estaba desmoronándose. Su padre le había mentido; solo le había dicho lo que quería oír.


–¿Y por qué no me lo dijo mi padre? –le preguntó con voz entrecortada.


Enrique sacudió la cabeza.


–Dijo que no podía defraudarte, que tenía miedo de que no soportarías la verdad.


–¿De que no soportaría la verdad? –repitió Paula.


Frunció el ceño, recordando una conversación por teléfono con su padre, el día en que la policía lo había interrogado. «Paula, me han arrestado», le había dicho. «Quiero que sepas que no soy perfecto…». «No digas eso, papá. Ni se te ocurra decir eso», había replicado ella. «Sí que lo eres, eres el mejor hombre del mundo». ¿Habría estado intentando decirle la verdad entonces? ¿Se la habría contado si no le hubiera dado a entender ella que no quería ni oír que era un ser humano con defectos? Pensó entonces en Pedro. Era cierto que nunca lo había perdonado del todo por lo que le había hecho a su padre. Había intentado olvidarlo y le había dicho que era un hombre maravilloso y perfecto porque lo amaba. «¡No lo soy!», había protestado él. «Soy un bastardo insensible y egoísta». Y ella le había insistido en que estaba equivocado, pero no lo estaba. Era verdad que a veces podía mostrarse insensible, y también comportarse de un modo egoísta. ¿No podría haberlo admitido y decirle que lo quería de todos modos? Ir por la vida con lentes de color de rosa era un arma de doble filo. Había tenido una fe ciega en su padre, y también en su marido. Los había idealizado, haciendo que se sintieran presionados por esa imagen de perfección que tenía de ellos. Y cuando Pedro se había abierto a ella, lo había traicionado contándole sus secretos a una bloguera que era como un buitre carroñero.


–Podríamos ser socios –continuó diciéndole Enrique, dando un paso hacia ella–. Mis manos ya no son lo que era, pero ahora tengo unos cuantos contactos. Aunque probablemente no necesitarás el dinero cuando te divorcies, podrías ayudarme con esos retratos solo por diversión –y añadió riéndose entre dientes–: Vender falsificaciones a pobres ingenuos es mucho más satisfactorio que dibujar niños y perros.


Paula dió un paso atrás y lo miró furibunda.


–¡Pues a mí me gustan los niños y los perros!


Enrique frunció el ceño.


–Ya veo… –murmuró comprendiendo. Un brillo cruel destelló en sus ojos azules–. Pero estás en deuda conmigo, por todos esos meses que te dejé vivir en mi departamento –le dijo con una sonrisa empalagosa–. Y si no quieres pintar para mí… También podría cobrarme el favor de otros modos… –murmuró agarrándola por la cintura.


–¿Qué estás haciendo? –lo increpó Paula, tratando de apartarlo–. No…


–¿No crees que me merezco un poco de amabilidad por haber sido caritativo contigo? –le susurró Enrique, inclinando la cabeza.


Paula forcejeaba desesperada, chillándole que la soltara. Y entonces, antes de que pudiera besarla, ocurrió todo a la vez: Olivia se despertó y empezó a llorar a pleno pulmón, Luz corrió hasta ellos y se puso a gruñir a Enrique… Y ella le dió un rodillazo en la entrepierna que hizo que gimiera dolorido y la soltara. Y de repente…


–¡Apártate de ella, sabandija!


Paula parpadeó, atónita, al oír la voz de Pedro que, como si hubiera aparecido por arte de magia, se interpuso entre ella y Enrique, que se tambaleó hacia atrás, encogido y con las manos en la ingle.


–¡Ni te atrevas a tocarla! –le gritó Pedro, derribándolo de un puñetazo en la barbilla.


–Pepe… –musitó ella, preguntándose si estaría soñando.


Pedro se volvió hacia ella y la miró preocupado. 


–¿Estás bien?, ¿Te ha hecho daño?


Paula, que estaba mirándolo con unos ojos como platos, sacudió lacabeza.


–No, estoy bien.


Pedro fue a por Olivia, que dejó de llorar en cuanto la tomó en brazos, y volvió con Paula.


–Siento haberme comportado como un estúpido –dijo mirándola a los ojos–. ¿Crees que podrás perdonarme?


Tenía barba de un día, como si no le hubiese dado tiempo a afeitarse, y la ropa arrugada, como si hubiese ido directamente allí desde el aeropuerto. Había una expresión compungida y vulnerable en sus ojos.


–¿Que si puedo perdonarte? –repitió ella, aturdida.


–Qué enternecedor… –masculló con sorna Enrique, que seguía tirado en el césped.


–Cállate –le dijo Paula–. Otra palabra y le ordenaré a mi perra que te ataque.


Como si la hubiera entendido, Luz, que por lo general era juguetona y cariñosa, se puso a gruñirle enseñando los dientes con aire amenazador. Cuando avanzó hacia él, Enrique Bain se levantó apresuradamente y saltó la valla blanca de madera. Se alejó cojeando, y poco después se subía a su coche y se marchaba. Luz volvió con su dueña, que se arrodilló en el césped y la acarició diciéndole una y otra vez «¡Buena chica!», mientras el animal movía alegremente la cola.


–¿Sabes? –le dijo Pedro en un tono quedo–, el día que rescataste a Luz en aquel callejón… Yo habría ignorado aquellos gemidos lastimeros, habría pensado que aquello no era problema mío. No podía entender por qué te hiciste cargo de un chucho abandonado al que nadie quería – asomaron lágrimas a sus ojos–. Y ahora que lo pienso me doy cuenta de que hiciste lo mismo conmigo: Tuviste compasión de mí y me diste una oportunidad.


Paula se levantó y se abrazó a él.


–¿Podrás perdonarme? –susurró Pedro contra su cabello, rodeándola con el brazo libre–. Pensé que jamás podría ser el hombre que necesitabas, y no podía soportar la idea de defraudarte, pero jamás debería haber hecho lo que hice: Huir como un cobarde… 

Culpable: Capítulo 54

¿Problemas?, se repitió él con pesadumbre. Paula había luchado por salvar su matrimonio aquel día, semanas atrás, pero no se opondría más. No cuando él le había dejado muy claro que no había esperanza. La había perdido. ¿Perdido? No, la había echado de su vida, para siempre.


–¿Señor? –dijo Ross, señalándole de nuevo la silla.


Pedro se quedó mirándola. Solo que tenía que sentarse para iniciar los trámites del divorcio, y pronto su matrimonio quedaría oficialmente anulado sobre el papel. Perdería a Paula para siempre, y a su hija también. Nunca había sido digno del amor de ella. No era de extrañar que hubiera tenido miedo de amarla. Porque siempre había sabido que en el momento en que ella viese cómo era en realidad, la perdería. Pero la había perdido de todas maneras, se dijo. De pronto algo hizo «Clic» en su mente. Parpadeó, aturdido. La había empujado fuera de su vida porque lo aterraba volver a sentir en su interior ese vacío que había sentido en su infancia, esa angustia de ansiar el amor de alguien y que se lo negaran. Pero es que, a pesar de todo, él la amaba… La amaba… Estaba enamorado de Paula… Todos esos años había culpado a sus padres por su incapacidad de querer a nadie, incluso a sí mismo. Y quizá fuera verdad, pero llegaba un momento en la vida en que uno tenía que elegir. ¿Iba a dejar que el dolor y la culpa lo enterrasen en vida?, ¿O iba a luchar por salir de ese agujero y vivir? Decidió que iba a escoger vivir, iba a escoger a Paula.


–Tengo que irme –dijo abruptamente.


–¿Qué? –exclamó atónito el abogado–. ¿A dónde?


–A California.


Sin decir nada más, Pedro salió de allí. Tenía que ver a Paula. Tenía que contárselo todo, arrodillarse ante ella y suplicarle que lo perdonase, que le diese otra oportunidad. Cuando salió del edificio echó a correr. ¿Y si ya era demasiado tarde? 




La buganvilla que trepaba por la fachada blanca de la casita que Paula había alquilado ya estaba en flor. Llevaba tres semanas viviendo en aquel tranquilo barrio de Santa Bárbara con su bebé, y cada vez que miraba las flores rosas de la buganvilla, no podía evitar acordarse de su luna de miel en la villa griega de Leónidas. A pesar de cómo había acabado su relación, tampoco pudo evitar que se le humedecieran los ojos al pensar en él. ¿Cuándo lo superaría?, ¿cuánto tiempo tardaría en volver a sentirse verdaderamente ella?


–¿Y entonces qué?, ¿Ya te has decidido? –le preguntó Enrique Bain a sus espaldas.


Paula se volvió con una sonrisa educada.


–No, aún no. Ni siquiera sé cuánto tiempo voy a quedarme en California…


–Claro, lo entiendo.


Enrique le hablaba como un amigo, pero cuando la miró de arriba abajo Paula recordó lo que su antigua jefa le había dicho de que estaba enamorado de ella. «¡Ni hablar!», pensó con espanto, Franck era un viejo amigo de su padre… No podía estar enamorado de ella… ¿O sí? La había llamado esa mañana al móvil desde su casa en Los Ángeles, diciéndole que había oído que se había mudado allí. Ella se había sentido algo incómoda, después de lo que había pasado en la boda, pero Enrique le había explicado que su intención solo había sido evitar que cometiera un error. «Si me hubieras escuchado», le había dicho, «ahora no estarías a la espera de un divorcio». Cuando ella le había comentado que estaba sopesando la posibilidad de alquilar un local para poner un estudio de pintura y hacer retratos por encargo, como solo estaba a una hora de distancia, se había ofrecido a hacerle una visita y llevarla a dar un paseo en su coche por la ciudad. Incluso había alquilado una sillita de bebé para el coche. ¿Cómo podría haber rechazado su ofrecimiento? Además, en su situación actual necesitaba toda la ayuda que sus amigos le pudieran prestar. Cada día, durante esas tres semanas, había esperado con inquietud que le llegasen en cualquier momento los papeles de la demanda de divorcio. Claro que tampoco tenía sentido que siguieran posponiéndolo. Pedro no la quería, y tampoco quería a Olivia. Parecía que no le importaba el daño que les había hecho. Con un nudo en la garganta, bajó la vista a su hijita, de tres meses ya, que sesteaba en su hamaca a la sombra de un árbol del jardín. Se había quedado dormida en el coche y aún no se había despertado.


–Por cierto, gracias por enseñarme algunos de tus dibujos –le dijo Enrique con una sonrisa–. Se te dan muy bien los retratos.


–Gracias.


Esperaba que no fuese a pedirle que hiciese un retrato de él… Unos minutos antes, de regreso allí, la había invitado a cenar, para hablar de sus «Opciones de negocio». Ya, sí, seguro que solo era para eso… Había declinado la invitación, por supuesto. Suerte que tenía la excusa de que su perra, que en ese momento deambulaba alegremente por el jardín, olisqueándolo todo, estaba esperándola en casa y tenía que sacarla a pasear…


–Tienes talento –le dijo Enrique–. Y, ¿Sabes?, la verdad es que me estaba preguntando si… 


–¿Si qué?


–Pues… Verás, he trasladado mi negocio aquí, a California y me preguntaba si… Bueno, si estarías interesada en colaborar conmigo.


–¿Qué quieres decir?


–Podrías formar parte de algo grande. Resulta que hay un mercado muy interesante en torno a las obras de arte perdidas –dijo Enrique, ladeando la cabeza–. Particularmente en antiguos retratos.


Paula se quedó mirándolo. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Podría ser que estuviera hablando de…?


–¿Qué mercado? 


–Vamos, no finjas que no sabes a qué me refiero –le dijo él con una media sonrisa–. ¿Cómo crees que gano tanto dinero? Ayudo a clientes muy ricos a encontrar los cuadros que tanto desean.


El tiempo parecía haberse parado.


–¿Quieres decir que tú… Los pintas?


Enrique se encogió de hombros.


–Fuiste tú… –murmuró Paula–. Todo este tiempo dijiste que mi padre era inocente, pero sabías que no lo era… Tú eras su cómplice…


Enrique sacudió la cabeza, como con desdén.


–¿Cómo sino podría haber cuidado de tí después de que tu madre muriera? Era ella la que llevaba un sueldo a casa. Tu padre apenas ganaba dinero con la galería de arte.


–No puedo creerlo… –musitó Paula con voz ronca.


–Tu padre se negó durante años a colaborar conmigo, pero cuando de repente se encontró con una hija a la que tenía que sacar adelante él solo… Bueno, vino a mí desesperado. Acordamos que yo pintaría las falsificaciones y él utilizaría sus contactos para venderlas. Y nos fue muy bien, durante mucho tiempo –Enrique entornó los ojos–. Hasta que se le ocurrió que quería que hiciéramos algo a una escala mayor: Probar con un Picasso. Jamás deberíamos haberlo intentado.


–¿Y entonces por qué lo hicieron? –inquirió ella en un hilo de voz.


Enrique se encogió de hombros.


–Tu padre estaba preocupado por tí. Tu primera exposición había sido un fracaso, y él estaba cansado de vender falsificaciones a los nuevos ricos. Quería dejar Nueva York, que os mudarais a otro sitio para volver a empezar.


Los recuerdos acudieron en tropel a la mente de Paula. Recuerdos de la noche en que había llorado porque no había conseguido vender ni un cuadro. «Podemos volver a empezar», le había dicho su padre, «Mudarnos a Santa Bárbara». «Pero… ¿Y tu galería, papá», le había preguntado ella. Y él le había respondido: «Quizá a mí también me vendría bien un cambio. Solo tengo un trato importante que cerrar y luego…». 

Culpable: Capítulo 53

 –Señora Alfonso… 


Paula alzó la cabeza y vio a la señora Berry mirándola preocupada. Tragó saliva y susurró:


–Me ha dejado.


–Pobre niña… –murmuró el ama de llaves, acuclillándose junto a ella y poniéndole una mano en el hombro–. Cuánto lo siento…


–Creía… creía que si le demostraba cuánto lo quería… –balbució Paula.


La señora Berry le apretó el hombro y le dijo en un tono quedo:


–Conozco a ese hombre desde hace mucho tiempo. Nunca supo cómo querer a nadie, y menos aún a sí mismo.


–Pero… ¿Por qué? –replicó Paula–. Es una persona increíble. Es maravilloso. Es… –no pudo continuar porque se le quebró la voz.


–¿Puedo hacer algo por usted? –le preguntó la señora Berry.


Paula cerró los ojos con fuerza. En ese momento era incapaz de imaginar futuro alguno. Lo único que veía ante sí era un desolado páramo de dolor. No… no podía desmoronarse. Tenía un bebé que dependía de ella. Cinco meses atrás había decidido criar sola a su hija; había hecho planes de mudarse a California, de estudiar enfermería… ¿Qué había sido de aquella mujer fuerte e independiente? Inspiró profundamente. Fuerte, tenía que ser fuerte. Alzó la vista hacia el ama de llaves.


–Tengo que irme.


–¿Irse?


Paula se levantó y paseó la mirada por el elegante vestíbulo.


–No puedo quedarme aquí. Me recuerda demasiado a él. Tengo que hacer el equipaje…


Y a la mañana siguiente Luz, Olivia y ella salieron camino de California, en pos de una nueva vida.




–Lo hemos encontrado, señor Alfonso.


Pedro se quedó mirando a su abogado. Estaban los dos de pie en el espacioso despacho de este. Cuando le había llamado esa mañana, le había pedido que fuera al bufete por algo importante, pero no había querido decirle el motivo.  Llevaba tres semanas viviendo en un hotel del centro de la ciudad. Aunque le había dicho a Paula que se marchara si era lo que quería, todavía no podía creerse que hubiera abandonado Nueva York con el bebé. La señora Berry le había dicho que se había ido a California, y que había alquilado una casita allí. Solo había vuelto a la mansión una vez, cuando ella ya se había ido. No había soportado quedarse más de unos minutos por lo vacía que le parecía sin ellas, y se había vuelto al hotel, donde había estado capeando a los paparazis desde que Karina Johnson publicase la sórdida verdad sobre él en su blog. Al menos el interés de los medios por el escándalo había empezado a disiparse.


–No… –dijo en un hilo de voz–. Es imposible…


Eduardo Ross sacudió la cabeza.


–No se lo había dicho hasta ahora porque quería asegurarme. Se pusieron en contacto con nosotros hace dos semanas, y un grupo de expertos ha certificado su autenticidad. No hay duda.


–¿Quiere ver el cuadro, señor Alfonso? –le preguntó su abogado.


Pedro inspiró profundamente.


–Veámoslo.


El abogado sonrió y se acercó a un caballete que se había colocado junto a la pared y que estaba medio tapado con una tela oscura. Retiró la tela con mucho dramatismo y la dejó caer al suelo. No había duda, era el cuadro que tantos años había estado buscando. Pedro se acercó y alargó la mano para tocar la «Cicatriz» que recorría el lienzo de arriba abajo, el mismo sitio donde él había clavado las tijeras con saña. Había sido reparado toscamente con unas puntadas.


–¿Cómo lo ha encontrado? –le preguntó en un susurro.


–Lo encontró esa bloguera, Karina Johnson. Dio con una pariente del… bueno, del último amante de su madre –le explicó el abogado con una tosecita discreta–, un joven de Ankara. Había llevado el cuadro a casa de su tía el día antes de que muriera en el terremoto.


–¿Que se lo había llevado? Querrá decir «Robado».


–Según parece no. El joven le dijo a su tía que el cuadro era un regalo de una mujer rica con la que estaba saliendo. Su tía nunca supo quién era esa mujer, ni tampoco el valor que tenía el cuadro. Solo lo conservó porque quería a su sobrino. 


Pedro se quedó mirándolo con el ceño fruncido. Después de todos esos años luchando con uñas y dientes para impedir que su marido se quedara con el cuadro… ¿Su madre lo había regalado?, ¿A un joven amante al que apenas conocía? Alargó de nuevo la mano y recorrió con los dedos el roto del lienzo.


–La tía del joven intentó arreglar el corte con aguja e hilo, aunque como puede ver no con mucho éxito –le explicó Ross–. Casi le dió un ataque cuando Karina Johnson le dijo que ese cuadro que llevaba veinte años en el desván de su casa era un Picasso.


–¿Cuánto quiere por él?


–La bloguera le dijo que sería una tonta si aceptara venderlo por menos de diez millones. Me pareció un precio razonable, ya que podría venderse por mucho más en una subasta, así que tan pronto como se certificó la autenticidad del cuadro cerré un trato con ella en su nombre. Ya es suyo – anunció el abogado–. Naturalmente haremos que lo restauren como es debido en cuanto…


–No, quiero conservarlo tal y como está –lo cortó Pedro.


Escrutó en silencio aquel cuadro que había estado buscando toda su vida. No sentía nada; se sentía vacío. No eran más que unos trazos sin sentido en distintos tonos grises y beige. Se sentía engañado. Apretó los puños. Aquel cuadro no le decía nada.


–¿Ocurre algo? –le preguntó su abogado.


–No. Gracias por ocuparse de todo. Por supuesto le pagaré una buena comisión por todos los trámites.


–Gracias, señor –dijo Ross. Al ver que Leónidas no se movía, le preguntó en un tono diferente–. Eh… ¿Hay algo más de lo que quiera que hablemos? –como él no respondió, añadió con un suspiro–: Ah, es lo que me temía… No se preocupe, señor Alfonso. En nada de tiempo volverá a ser un hombre libre.


Pedro frunció el ceño.


–¿Libre?


Eduardo Ross le dijo con suavidad:


–Lleva semanas viviendo en una suite del Four Seasons; está claro que su matrimonio no va bien. Pero no se preocupe: Tenemos el acuerdo prematrimonial y no será difícil que consiga el divorcio, siempre y cuando la señora Alfonso no ponga demasiados problemas. Siéntese –dijo señalándole con un ademán la silla frente a su escritorio. 

jueves, 25 de enero de 2024

Culpable: Capítulo 52

¿Cómo podría explicarle que su hijita ya intuía, a pesar de ser solo un bebé, que tenía algún tipo de problema, que había algo raro en él?


–Da igual –murmuró.


Paula le puso una mano en el brazo.


–Me pediste que me casara contigo; insististe en que nos casáramos. Dijiste que no había nada que desearas más que formar parte de la vida de nuestra hija. ¿Qué ha cambiado?


–No lo sé –musitó él, con el corazón en un puño.


–Si vas a seguir como hasta ahora, evitándonos a las dos… ¿Para qué nos hemos casado? –lo increpó ella–. ¿Qué hago yo aquí?


Tenía que dejarlas ir, pensó Pedro, acongojado. Si no lo hacía, solo conseguiría hacerles aún más daño. ¿Pero cómo podía renunciar a ellas cuando lo eran todo para él? O les hacía daño a ellas, o se hacía daño a sí mismo. La decisión que debía tomar estaba clara, pero le dolía el corazón solo de pensarlo. Miró a su alrededor frenético.


–Necesito aire fresco…


Se dió media vuelta, bajó las escaleras a trompicones y salió fuera porque sentía que no podía respirar. La calle bordeada por árboles estaba extrañamente tranquila y silenciosa. El sol, que se estaba poniendo ya, prolongaba alargadas sombras. Se detuvo, apoyándose en las rodillas, jadeante y con el corazón latiéndole como si se le fuera a salir por la garganta. Oyó que la puerta de la casa se abría detrás de él.


–Pedro… Te quiero… –murmuró la voz de Paula a sus espaldas.


Se irguió con los puños apretados y se volvió hacia ella con un nudo en la garganta.


–No… Es imposible… no puedes querer a alguien como yo…


–Pero es que es la verdad: Siempre te he querido. Desde el día en que nos conocimos, en la cafetería, y para mí no eras más que Pepe, el dependiente de una tienda –dijo Paula. Le puso una mano en la mejilla–. Solo tengo una pregunta para tí –lo miró a los ojos–. ¿Crees que podrías llegar a quererme tú también?


A Pedro le escocían los ojos por las lágrimas que estaba conteniendo. Los cerró con fuerza. Estaba temblando por dentro. Hacía tiempo que había aprendido que suplicar amor solo provocaba el desprecio de los demás. La única manera de protegerse del dolor era guardar las distancias, endurecer su corazón. Y la única manera de no hacerle daño a Paula y a Olivia, de asegurarse de que jamás las defraudaría, era dejarlas marchar. Tenía que hacerlo. Tenía que encontrar la fortaleza suficiente para hacerlo, por su bien. Inspiró profundamente y abrió los ojos.


–No. Lo siento –dijo poniendo su mano suavemente sobre la de ella–. Creía que podría hacer esto… Pero no puedo.


–¿Hacer qué?


Pedro la miró a los ojos.


–Esto del matrimonio… –murmuró.


Paula lo miró con los ojos muy abiertos y el rostro pálido. Pedro apartó su mano.


–No… –gimió ella–. Podemos ir a una de esas terapias de pareja; podemos…


–Estás enamorada de un hombre que no existe. Yo no soy «Maravilloso», ni soy «Perfecto». Soy un bastardo insensible y egoísta.


–No, no lo eres, ¡No lo eres!


–Sí lo soy. ¿Por qué no puedes admitirlo? –exclamó él con incredulidad–. Digas lo que digas, sé que no me has perdonado por cómo acabó tu padre.


–Lo… Lo he intentado –musitó ella, con las lágrimas rodándole por las mejillas–. Mi padre era inocente, pero no es culpa tuya que muriera… 


– ¡Basta! –la cortó él. Se sentía agotado–. Es hora de afrontar la realidad. 


–¡Pero la realidad es que te quiero!


–No. Te estás obligando a pasar por alto mis defectos. Olivia y tú se merecen algo mejor que yo. Estoy cansado de sentirme así cada día, de saber que no estoy a la altura… 


–¿De qué estás hablando?


–Es mejor poner fin a esto ahora, en vez de… –le dió la espalda y añadió en un murmullo–. El bebé y tú deberían irse.


–¿Irnos? –repitió ella con una risa incrédula–. ¿A dónde?


–Donde tú quieras. Tal vez a California, como soñabas.


–Mi sueño es estar contigo, ¡Contigo!


Pedro se sentía como si de pronto hubiera envejecido cien años. ¿Por qué estaba Paula resistiéndose de aquella manera? 


–Si lo prefieres puedes quedarte con la casa –le dijo, mirando la fachada del hogar en el que habían sido tan felices–. Yo me iré a un hotel – se quedó callado un momento y añadió–: De hecho, olvídate de lo que dice el acuerdo prematrimonial. Te daré la mitad de mi fortuna, la mitad de todo. Te daré todo lo que quieras.


Ella lo miró con lágrimas en los ojos.


–Pero es que lo que yo quiero es a tí…


–Algún día me lo agradecerás –le dijo él con voz ronca. Miró una última vez sus hermosas facciones, contraídas por la angustia–. Adiós, Paula.


Se dió media vuelta y echó a andar apresuradamente por la calle desierta. «Es mejor así. Es lo mejor para todos», se repitió con fiereza, enjugándose los ojos con el dorso de la mano. Entonces, ¿Por qué se sentía como si algo hubiera muerto en su interior?


Aturdida, Paula siguió con la mirada a su marido mientras se alejaba. Al llegar al final de la calle lo vió parar un taxi. Se subió a él… Y desapareció. Meses atrás le había hecho prometer a Pedro que si un día decidía que quería marcharse, tendría que dejarla ir. Nunca hubiera imaginado que sería él quien se marcharía. Su amor no había bastado para hacer que se quedase. Pedro le había dado la espalda. Con las lágrimas rodándole aún por las mejillas, volvió a entrar en la casa que él acababa de decirle que podía quedarse. Había renunciado a aquella mansión de cincuenta millones de dólares como si no fuese nada para él. Igual que su hija y ella. Si le hubieran importado algo, jamás las habría abandonado. Se habría esforzado por que su matrimonio funcionase, habría intentado quererla… Pero no lo había hecho. Cerró la puerta tras de sí y apoyó la espalda contra ella, pero las rodillas le flaqueaban de tal modo que se deslizó contra la madera y se quedó sentada en el suelo en un mar de lágrimas. Su perrita, que bajaba las escaleras en ese momento, como para investigar qué pasaba, soltó un gemido de preocupación y apretó su cuerpecillo peludo contra ella, como tratando de consolarla. Paula la rodeó con un brazo y se quedó con la mirada fija en el suelo.


Culpable: Capítulo 51

 –Solo encontraron el cuerpo de la mujer; no había ni rastro del cuadro – la había cortado Karina–. Aunque se encontraron otros cuerpos en la casa, los de sus sirvientes, y el de un hombre joven que nadie reclamó.


–Y entonces… ¿Podrías investigarlo? –le había insistido Paula.


–Una viuda con dinero… Umm… ¿Era guapa?


–Supongo –había contestado ella. ¿Qué importaba si Ana Alfonso había sido o no hermosa?


–¿Hay algo más que puedas contarme? –le había preguntado Karina.


Paula había tragado saliva, vacilante. Le parecía que sería como traicionar las confidencias que Pedro le había hecho, pero… ¿Cómo sino podría Karina cerciorarse de que el cuadro, si lo encontrase, era el auténtico?


–El lienzo tiene un corte –le había dicho finalmente–. Alguien lo rajó con unas tijeras.


–¿Alguien?


Paula había evadido la pregunta.


–Te estaría tan agradecida si pudieras encontrarlo… Naturalmente te pagaré…


–Me conformo con que pagues los gastos de mis pesquisas –la había cortado Karina–. Lo único que me interesa es la historia.


Así habían cerrado el trato. Paula se había sentido como si estuviera haciendo un pacto con el diablo, pero estaba desesperada. Bajó la vista a Oli, que respiraba tranquila en sus brazos, y a Luz, que ya estaba enorme y sesteaba junto a la mecedora, y se preguntó si Karina habría conseguido hacer algún avance en su investigación. Y entonces, de repente, la puerta del cuarto del bebé se abrió de par en par y golpeó la pared. Su perra se despertó y se levantó. El bebé se despertó también y se puso a llorar a pleno pulmón. Alzó la vista, sobresaltada, y vió en el umbral a Pedro, mirándola furioso.


–¿Tanto me odias? –le preguntó con voz gélida–. ¿Cómo has podido hacerme algo así?


–¿De qué hablas? –le preguntó ella, desconcertada.


–Como si no lo supieras… –Pedro soltó una risa amarga–. Debería haber imaginado que me traicionarías. 


Paula miró a Leónidas angustiada mientras el bebé lloraba y Luz daba vueltas en torno a él, moviendo la cola para llamar su atención. Ignoró al animal y se quedó mirando a su esposa, que se había puesto a acunar a su hija, arrullándola para que se calmase. Le había hecho daño, mucho daño. No debería haberle contado las cosas que le había contado de su pasado. Cuando Oli se quedó dormida, Pala alzó la vista hacia él.


–¿Qué es eso de que te he traicionado? –le preguntó, mirándolo con el ceño fruncido.


Pedro trató de no alzar la voz para no despertar a la niña.


–Sé que has estado hablando con Karina Johnson.


–Ah, eso –Paula pareció relajarse y esbozó una sonrisa–. Estaba intentando ayudarte. Sé lo que ese Picasso significa para tí, y le pedí que tratara de encontrarlo. No pensé que…


–No, no lo pensaste –la cortó él, furioso–, porque si lo hubieras pensado no le habrías contado a esa mujer, que se dedica a buscar basura sobre los demás, que había rajado el lienzo con unas tijeras.


–¿Qué? –gimió Paula–. ¡Yo no le dije que hubieras sido tú!


–Pues sabe que fui yo. Me ha llamado cuando estaba en la oficina. Ha estado hurgando en el pasado de mi madre.


Paula palideció y le preguntó en un susurro:


–¿Y qué es lo que ha descubierto?


–Según parece mi madre tenía varios amantes, tanto en Grecia como en Turquía. Ha averiguado el paradero de todos excepto del último, que aparentemente también murió en el terremoto. Uno de esos hombres sabía quién era mi verdadero padre porque mi madre se lo había confesado. Así que ahora esa mujer sabe que no soy hijo de Horacio Alfonso, sino de su hermano drogadicto. ¡Me pidió que lo confirmara o lo desmintiera!


–¿Y qué le dijiste? –musitó Paula.


–¡Le colgué el teléfono! –casi rugió Leónidas. Se pasó una mano por el cabello y se puso a pasearse arriba y abajo–. ¿Cómo pudiste pedirle que revolviera en mi pasado?


–¡No lo hice! ¡Solo le pedí que buscara el cuadro!


–A esa mujer lo único que le importa es destapar escándalos sórdidos para entretener a sus seguidores –le espetó él–. Dentro de unas horas esto se habrá difundido por todo Internet.


Paula lo miró con los ojos llenos de lágrimas.


–Lo siento tanto… Yo solo quería ayudarte…


–¿Ayudarme? Pues gracias tí ahora el mundo entero conocerá mi más oscuro secreto, un secreto que me he pasado toda mi vida intentando ocultar –masculló él, apretando los puños–. Jamás debí confiar en tí.


–Lo siento… –repitió ella angustiada–. No pretendía hacerte daño. ¡Solo intentaba recuperarte!


–¿De qué hablas?


–¡Desde el día en que nació Olivia ya nunca estás en casa, y cuando estás, es como si no estuvieras!


El bebé dió un respingo al oírla subir la voz. Paula se levantó, la acostó en la cuna y ordenó a su perrita que se echara en el suelo. Luego le pidió a Pedro que la siguiera. Salieron al pasillo y entornó la puerta.


–Te necesito –le susurró–. Nuestra hija te necesita. ¿Por qué no quieres siquiera tomarla en brazos? Solo la tomaste en brazos aquel día, en el hospital, y desde entonces has estado evitándola. Y a mí también.


La expresión dolida de su esposa lo corría por dentro, como el ácido. Apartó la vista.


–He estado muy ocupado con el trabajo –mintió.


–Por favor –le suplicó ella–, te necesito.


–No, no me necesitas. Y Olivia estará mejor contigo que conmigo.


–¿Qué quieres decir? 

Culpable: Capítulo 50

Habían pasado ya dos meses, y Paula estaba en el cuarto del bebé, sentada en la mecedora con su pequeña acurrucada contra su pecho. Acababa de darle de mamar y se había quedado dormida. Tenía el cabello oscuro, igual que su padre. Su padre… Que seguía negándose a tomarla en brazos, incluso cuando ella le pedía que lo hiciera para poder prepararle el baño, por ejemplo. Pedro se negaba y llamaba a voces a la señora Berry para que la ayudara y él se apresuraba a desaparecer. Además, últimamente apenas estaba en casa, aduciendo que tenía mucho trabajo. Muchos días volvía tarde de la oficina, después de estar todo el día fuera, y dormía en la habitación de invitados. En el mes de marzo, durante su luna de miel, cuando le había hablado de su trágica infancia, se le había partido el corazón, pero aquello también le había dado esperanza. Pedro debía sentir algún afecto por ella para haberse abierto así con ella, se había dicho. De hecho, durante los meses siguientes la había hecho sentirse querida, cuidando de ella todo el tiempo, haciéndole tiernamente el amor… Hasta había dejado que le hiciera varios retratos más… Y ahora tenía la sensación de que esos retratos eran lo único que le quedaba de él. En esos dos meses desde el nacimiento de Oli, había hecho docenas de bocetos de la pequeña y el día anterior, cuando había estado repasándolos, se había maravillado al ver lo mucho que había cambiado en tan poco tiempo. La señora Berry, al verlos, le había preguntado tímidamente si podría hacer también un retrato de ella para regalárselo a su esposo por su cumpleaños, y ella lo había hecho encantada una tarde, mientras Oli dormía. Algunos amigos que habían ido a visitarla habían visto también los dibujos, y le habían pedido retratos de sus nietos, su pareja y hasta de sus mascotas. Paula no acababa de creérselo.


–Y pudiendo hacer unos retratos tan increíbles, ¿Cómo perdiste tanto tiempo pintando esos horribles cuadros de arte moderno? –le había preguntado un día su antigua jefa, la dueña de la cafetería. 


Paula se había reído. Desde luego Leticia no destacaba, precisamente, por su diplomacia, pero sus palabras la habían hecho pensar. Durante sus años en la Escuela de Bellas Artes había estado ansiosa por triunfar. Pintar la había estresado porque siempre había intentado pintar algo que los demás admirasen, y pintar esos cuadros nunca le había provocado gozo alguno. Pero aquellos retratos eran distintos. No eran un amasijo de trazos abstractos; eran retratos de gente con alma, y transmitían lo que veía en esas personas. ¿Podía ser que sí tuviera talento, pero no para la pintura abstracta, sino para el retrato, porque tenía facilidad para llegar a los demás? ¿Para llegar a los demás?, se había repetido, resoplando y sacudiendo la cabeza. ¡Si ni siquiera conseguía que su marido la hablase! ¡O que tomase en brazos a su hija! Hacía un par de semanas había estado pensando en lo que Leónidas le había contado sobre el Picasso que había rajado con unas tijeras, presa de la angustia, a los catorce años, y de pronto se le había ocurrido una idea descabellada. ¿Y si consiguiera encontrar aquel cuadro para él? Parecía un imposible porque él llevaba veinte años buscándolo, pero… ¿Y si no lo hubiera hecho por los cauces adecuados? Ella tenía unos cuantos contactos en el mundo del arte, y tal vez, si pudiera darle lo que tanto ansiaba, lograría recuperar a su marido. Así que había llamado a Karina Johnson, una joven bloguera de arte que conocía. Tenía un montón de seguidores y la reputación de ser implacable en lo que hacía. Era como un sabueso buscando historias sobre obras de arte de un valor incalculable relacionadas con escándalos de la gente rica y famosa. Le contó la historia del Picasso perdido, aunque no le dió todos los detalles, por supuesto. No le dijo cómo había sido concebido Leónidas; ese era un secreto que se llevaría a la tumba. Solo le dijo que el cuadro había desaparecido al morir su madre en el gran terremoto de Turquía veinte años atrás.


–Sí, conozco esa historia –le había dicho Karina–. La gente lleva años buscando ese cuadro; misión imposible. ¿Por qué sino se le habría ocurrido a tu padre que podría falsificarlo?


–Mi padre no… 

Culpable: Capítulo 49

 –Pepe, mírame… –le dijo Paula. Él inspiró profundamente y levantó la cabeza. Los ojos verdes de ella se habían vuelto a llenar de lágrimas–.Todo eso ya pasó; ahora tienes una familia, una hija que está por nacer y te necesita, y una esposa que… Que… –tomó su rostro entre ambas manos y susurró–: Una esposa que te quiere.


Pedro parpadeó y escrutó su rostro, aturdido. ¿Paula lo quería? ¿Después de todo lo que acababa de contarle?


–Pero… ¿Cómo…? –balbució con el corazón encogido–. ¿Cómo puedes quererme… Siendo como soy… después de lo que te hice…?


Los labios de Daisy se curvaron en una cálida sonrisa.


–Siempre te he querido, desde el momento mismo en que nos conocimos. Seguí queriéndote incluso contra mi voluntad, cuando estaba furiosa contigo. Tus padres te hicieron daño, pero eres un hombre maravilloso, maravilloso y perfecto.


El corazón de Pedro rebosaba felicidad. Atrajo a Paula hacia sí y la besó apasionadamente. Luego la llevó dentro y la condujo a su dormitorio, donde le hizo el amor con ternura mientras la suave brisa del mar agitaba las cortinas. Poco después, con ella entre sus brazos, pensó que por primera vez se sentía como si aquella casa de verdad fuera un hogar. Por primera vez se sentía querido. Pero… ¿Y si un día Paula dejaba de quererlo? Un vértigo repentino lo asaltó; se le revolvió el estómago como si la tierra se hubiera abierto bajo sus pies. Si dejara de quererlo no podría soportarlo. Porque dijera lo que dijera, sabía que no la merecía. Y en cuanto a su hija… «¡Basta!», se reprendió desesperado, cerrando los ojos con fuerza. Tenía que apartar esos pensamientos, se dijo, vivir el momento presente. Ella lo amaba, e iba a asegurarse de que aquel fuese el viaje de luna de miel perfecto.


Cuando volvieron a Nueva York unos días después, Pedro se prometió a sí mismo que Paula jamás lamentaría haberse casado con él. Aunque su frío corazón no fuera capaz de amar, al menos podría demostrarle que le importaba cada día mediante sus actos.  Y durante los tres primeros meses de su matrimonio Paula parecía muy feliz mientras planeaban cómo iba a ser el cuarto del bebé, iban al teatro o iban juntos a unas clases de preparación para el parto. Para poder pasar más tiempo con ella empezó a poner en un segundo plano el trabajo, y no se arrepentía de ello. De hecho, descubrió, para su sorpresa, que era más feliz dedicándole menos horas al trabajo. Sin embargo, todo cambió el día que nació el bebé. Ese día, a principios de junio, Pedro tomó finalmente en brazos a su hijita en la habitación del hospital. La pequeña parpadeó y abrió los ojos, frunció el ceño y empezó a berrear de repente, como si le doliera algo.


–No es nada, solo que tiene hambre –le dijo la enfermera.


Pero a Pedro las manos se le habían puesto frías y sudosas.


–Tómala. Contigo está mejor… –le dijo balbuceante a Paula, acercando el bebé a sus brazos.


Paula tomó a la pequeña, arrullándola con suaves palabras. Le ofreció el pecho, y al poco la niña estaba mamando. Pedro se sintió aliviado cuando cesaron los llantos. Ella sonrió a su bebé, acariciando sus deditos maravillada. Alzó la vista hacia él y le dijo:


–No te lo tomes como algo personal.


–No te preocupes –masculló él.


Pero sabía que sí era personal. Su propia hija no podía soportar que la tocara. De algún modo la pequeña recién nacida sabía, igual que lo habían sabido sus padres, que no era digno de su amor. Aunque Paula, con su buen corazón, estuviera ciega a sus defectos, estaba seguro de que su amor por él no duraría. Y tampoco lo salvaría. Era cuestión de tiempo que Paula se diera cuenta de lo que su hija ya sabía. Y hacia el final del verano la profecía de Pedro se cumplió. A medida que pasaban las semanas y se negaba una y otra vez a tomar en brazos al bebé porque no quería que se alterase como el primer día, vió con desesperación como la expresión de su esposa pasó de la incomprensión al dolor.


El día en que había nacido su hija había sido el día más feliz en la vida de Paula. O al menos debería haberlo sido. El parto había sido difícil, pero ya se le había olvidado cuando por fin tuvo al bebé en sus brazos. Su hijita Oli, a la que habían llamado Olivia por su madre, Olivia Bianchi Chaves, era un milagro, con sus perfectas manitas, sus piececitos y su preciosa carita. Pero entonces, cuando había alzado la vista hacia su marido, queriendo compartir su dicha con él, lo había encontrado pálido, como si acabara de ver un fantasma. 

martes, 23 de enero de 2024

Culpable: Capítulo 48

 –Y entonces naciste tú…


–Exacto –asintió él con una sonrisa amarga–. Nueve meses después nací yo… Y eso salvó su matrimonio. Pero en realidad no.


Paula dejó el cuaderno y el lápiz en la mesa, se levantó y fue junto a él.


–¿Qué ocurrió?


Pedro bajó la vista a la playa.


–Desde que tengo memoria, cada cosa que hacía o decía alteraba a mi padre, que no hacía más que gritarme que era un estúpido y un inútil. Mi madre se limitaba a evitarme. No descubrí el porqué hasta que cumplí los catorce años, después del funeral de mi padre. Me compraban la ropa más cara, estudiaba en los mejores colegios… Era lo único que les importaba: Las apariencias –hizo una pausa y añadió–: Si no hubiera sido por María, no sé si habría sobrevivido.


–Pepe… –murmuró Paula, poniendo su mano sobre la de él.


–Por más que me esforzara, jamás lograba complacer a mis padres. Y aunque todo el mundo creía que seguían enamorados, en casa se ignoraban o se gritaban y se tiraban los trastos a la cabeza. Todo por mi culpa.


–¿Por qué ibas a tener tú la culpa de sus problemas matrimoniales?


Pedro se quedó callado un momento y se volvió hacia ella.


–A veces los oía discutiendo por la noche, cuando estaba en casa durante las vacaciones –murmuró–. Siempre andaban amenazándose el uno al otro con el divorcio, pero ninguno estaba dispuesto a renunciar al Picasso. Esa era la manzana de la discordia: quién se quedaría con el cuadro, no conmigo –le explicó. Ella lo miró espantada y Pedro se quedó callado un momento antes de añadir en un tono quedo–: Cuando les pregunté si podía quedarme también en el internado durante las vacaciones, no pusieron objeción alguna. Así ellos podían seguir con sus vidas, sin estorbos, fingiendo que eran felices.


–¿Pero cómo podían vivir así?


-Mi padre cavó su tumba poco a poco con la bebida –le explicó él–. Cuando volví a casa para asistir a su funeral, me quedé aturdido cuando mi madre me abrazó llorosa. Yo tenía catorce años y aún ansiaba desesperadamente el amor de una madre. Creí que tal vez por fin me necesitaba, que me… que me quería –esbozó una sonrisa amarga–. Pero cuando el servicio terminó y sus amigos se hubieron marchado, dejó de fingir que estaba rota de dolor y me dijo con una frialdad estremecedora que se marchaba, y que me dejaba a cargo de un tutor legal que se ocuparía de mí hasta que cumpliera la mayoría de edad y heredara la fortuna y la compañía de mi padre. Se iba a Turquía con su amante, y me dijo que no había razón alguna para que volviéramos a vernos.


–¿Te dijo eso?, ¿Después del funeral de tu padre? –gimió Paula horrorizada–. ¿Cómo pudo hacer algo así?


Pedro se rió con amargura.


–Eso me preguntaba yo también. Le pregunté: «¿Por qué, mamá?, ¿Por qué siempre me has odiado?». Y por fin me lo explicó –le dijo–. Mi padre se había enfurecido al saber que, a sus espaldas, mi madre iba diciéndole a sus amigas que él tenía la culpa de que no pudieran tener hijos, que era impotente. Él quería cerrarle la boca y que volvieran a ser una pareja modélica de cara a la galería. Tenía un hermano gemelo, Francisco. Eran idénticos. Mi abuelo le había cerrado el grifo a Francisco por los escándalos que protagonizaba constantemente, y no le había quedado un céntimo para comprarse drogas… Hasta que mi padre le hizo una oferta a cambio de dinero. Le pidió que se acostara con mi madre, haciéndose pasar por él, para que se quedara embarazada y tuviera ese hijo sin saber que el padre no era él. Mi tío accedió… Y lo consiguió.


–¿Qué estás diciendo?


–Que mi padre biológico era mi tío –Pedro inspiró profundamente antes de continuar–. No llegué a conocerlo. Antes de que naciera murió por una sobredosis. Mi padre había creído que, criándome como si fuera hijo suyo, llegaría a verme como tal, pero era incapaz de olvidar que su hermano se había acostado con su esposa, y no podía perdonar que ella no se hubiese dado cuenta del engaño. Poco después de que yo naciera mi madre lo increpó por ignorar a su hijo, y mi padre explotó y la acusó de ser una «Furcia».


Paula contrajo el rostro.


–Dios mío…


–Mi madre lo obligó a explicarse. Y cuando lo supo no pudo perdonarle lo que le había hecho, que se hubiera acostado con su hermano drogadicto sin ser consciente de ello, que su propio marido le hubiese tendido una trampa así. Cada vez que miraba a su bebé recién nacido, a mí, se sentía sucia y traicionada.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.


–Pero no era culpa tuya… ¡Nada de eso era culpa tuya!


Pedro alzó la vista y miró desolado a las gaviotas que sobrevolaban el cielo azul.


–Cuando mi madre me dijo que no tendríamos que volver a vernos nunca más, justo después de que me hubiera abrazado, llorosa, durante el funeral, algo se rompió dentro de mí y… y… 


Las lágrimas rodaban ya por las mejillas de Paula.


–Cuéntamelo, dime qué ocurrió.


–Mis ojos se posaron en el Picasso, que estaba cerca de mí, en el suelo, esperando a ser embalado. La ira se apoderó de mí y agarré unas tijeras de una mesa. Oía a mi madre chillar y, cuando la furia que me cegaba se disipó, ví que había rajado de arriba abajo el lienzo. Mi madre me arrancó las tijeras de la mano y me dijo que era un monstruo y que jamás debería haber nacido –Pedro miró a Paula–. Esas fueron las últimas palabras que me dijo. Unas semanas después murió en el terremoto de Turquía. Encontraron su cuerpo, pero el cuadro había desaparecido.


–Por eso sabías que el cuadro que intentó venderte mi padre era una falsificación –murmuró Paula.


Pedro bajó la vista y dijo con voz ronca:


–Creía que si encontraba el cuadro quizá podría llegar a comprenderlo.


–¿El qué?


–Cómo podía ser que les importara tanto y que yo… –a Pedro se le quebró la voz.


–Y que tú no les importaras –terminó ella en un murmullo.


A Pedro le temblaban las rodillas; no podía mirar siquiera a Paula. ¿Y si veía desdén en sus ojos? ¿O peor aún… Lástima? Había crecido teniendo que tragar tanto de lo uno y de lo otro… Desdén por parte de sus padres y lástima por parte de los sirvientes. 

Culpable: Capítulo 47

 –¿No tendrás papel, para dibujar? –le preguntó de improviso.


Pedro se volvió hacia ella riéndose.


–¿Para qué?


–Quiero hacer un retrato tuyo.


–¿Ahora?


–Sí, ahora.


Pedro entró en la casa y volvió al cabo de un rato con un cuaderno de hojas blancas y un lápiz.


–Es lo mejor que he podido encontrar.


–Servirá –le contestó ella, tomándolos–. Venga, pon la silla frente a la mía y siéntate.


–¿Por qué quieres dibujarme? –le preguntó él, como incómodo.


¿Cómo podría explicarle la necesidad que sentía de comprenderlo, de aferrarse a aquel momento?


–Pues porque… No sé, porque sí.


Pedro colocó la silla de mimbre a unos pasos delante de la de Paula, mirando hacia la casa, y volvió a sentarse con un suspiro. Ella comenzó a dibujar, concentrándose en las luces y las sombras. La expresión de él, que parecía absorto en sus pensamientos, se tornó sombría mientras miraba la casa. En un intento por que se relajara de nuevo, Paula trató de sacarle conversación:


–Entonces… ¿Pasaste tus primeros años aquí?


–Sí –respondió él con desgana.


–Sé que me has dicho que no fuiste muy feliz aquí, pero… Algún buen recuerdo tendrás de este lugar, ¿No?


–Tengo buenos recuerdos de María –murmuró él, y la luz volvió a sus ojos–. También de la comida, del pueblo y de su gente… Me dejaban corretear por la isla todo lo que quisiera. A veces me pasaba fuera horas. 


–¿Y tus padres no se preocupaban? –inquirió Paula, enarcando las cejas sin levantar la vista del papel.


–No. Se alegraban de perderme de vista.


Paula resopló.


–Anda ya… Seguro que eso no es verdad –replicó, dándole los últimos toques a su dibujo. Levantó el cuaderno y se lo tendió–. Toma, ya puedes verlo.


Pedro lo tomó y Paula sonrió, orgullosa de sí misma. Era el mejor dibujo que había hecho en mucho tiempo. Él lo escrutó en silencio.


–¿Es así como me ves?


–Sí –respondió ella. Lo había pintado tal y como lo veía, con los ojos del corazón.


Se hizo un largo y pesado silencio antes de que Pedro le devolviera bruscamente el cuaderno.


–Pues estás completamente equivocada con respecto a mí –le dijo con voz ronca–. Creo que ya va siendo hora de que sepas quién soy en realidad. 



Pedro llevaba varios días intentando mentalizarse para contárselo todo a Paula. Ahora era su esposa, e iban a ser padres. Si no podía bajar la guardia con ella, ¿Entonces con quién? Estaba cansado de fingir. Quería contarle la verdad, aunque la idea de hacerlo lo aterrase.


–¿Qué quieres decir? –inquirió ella, vacilante.


Pedro inspiró profundamente antes de empezar a hablar.


–Se suponía que yo ni siquiera debía haber nacido. Mi propia existencia es una mentira. Crees que soy Pedro Horacio Alfonso, el hijo de Horacio Alfonso.


Ella lo miró aturdida.


–¿Y no lo eres?


Aquello era más difícil de lo que había pensado. Pedro se levantó de la silla y se paseó por la amplia terraza. Sentía los ojos de Paula sobre él. Probablemente parecía un loco. Y podría decirse que lo estaba. Haber mantenido todo aquello enterrado en su interior durante tantos años lo había vuelto loco. Se apoyó en la barandilla y fijó la vista en el mar bañado por el sol.


–Mis padres se casaron por amor –continuó–. Era algo inusual entre la gente rica de la época, aquí en Grecia. Y los dos eran muy jóvenes. Mi padre era el heredero de la compañía Alfonso, que fabricaba productos de lujo en cuero, mientras que mi madre, a su vez, era la heredera de una fortuna que su familia había acumulado gracias a una compañía naviera que habían vendido. La dote que aportó al matrimonio no fue solo su fortuna, sino también un valioso Picasso.


–Afrodita con pájaros… –susurró Paula.


–Sí –asintió él, girando la cabeza hacia ella–. Según parece mis padres estaban locos el uno por el otro –prosiguió, fijando la vista en el mar de nuevo–, pero los años fueron pasando y no conseguían concebir un hijo. La que todos habían tenido por la pareja perfecta… No lo era. Sus amigos, que habían envidiado la ardiente pasión entre ellos, ahora se burlaban de ellos con muestras de fingida lástima. Y cuando resultó que la culpa de que no pudieran concebir era de mi padre, mi madre se lo contó a sus amigas y el amor entre ellos se evaporó en una nube venenosa de ira y acusaciones. Claro que de todo eso yo me enteré solo años después – añadió, girando un momento la cabeza hacia Paula.


Ésta se había puesto pálida. 

Culpable: Capítulo 46

Estacionaron en un garaje separado de la casa principal. Pedro sacó su equipaje del maletero y fueron hasta la entrada. Los recibió una mujer bajita de pelo blanco que saludó efusivamente a Pedro en griego, con lágrimas de alegría y un gran abrazo.


–Te presento a María, mi vieja niñera –le dijo Pedro a Paula–. Ahora su marido y ella son los guardeses de la villa.


–Encantada –la saludó Paula afectuosamente, tendiéndole la mano.


La mujer bajó la vista a su vientre hinchado y la miró confundida. Pedro le dijo en su idioma algo que hizo que a la mujer se le escapara un gemido de sorpresa. Ignoró la mano tendida de Paula y le dió un abrazo, soltándole una retahíla en griego.


–Dice que ella también está encantada de conocerte –le tradujo Pedro, sonriente–, y que ya iba siendo hora de que me casara.


Apareció un criado joven para llevarse sus maletas, y tras cruzar unas palabras más con Pedro, María se marchó a sus quehaceres.


–Ven, almorzaremos en la terraza –le dijo Pedro a Paula–. Te encantará.


Mientras la conducía por la enorme casa, Paula iba mirándolo todo con curiosidad. Era una vivienda elegante y bien cuidada, pero algo anticuada y fría, casi como un museo.


–¿Cuánto hace que no venías? –le preguntó cuando entraron en lo que él le dijo que era la sala de música.


Era impresionante, con altos techos, un piano de cola, grandes ventanales, y unas puertas cristaleras.


–Unos cuantos años. Cinco, tal vez –contestó Pedro, rascándose la cabeza.


–¿Cinco años? –repitió ella, anonadada.


Pedro apartó la vista.


–No tengo demasiados buenos recuerdos de este lugar. A los nueve años me mandaron a un internado, y no he venido demasiado por aquí desde que murieron mis padres.


–¿Qué edad tenías?


–Catorce años.


Paula se quedó callada un momento antes de preguntarle con suavidad: 


–¿Y por qué escogiste este sitio para nuestro viaje de luna de miel?


–Porque… –Pedro inspiró profundamente–, porque ya iba siendo hora de que volviera. Además –añadió con una sonrisa que no resultó demasiado alegre–, ¿No es el sueño de cualquier novia?, ¿Pasar la luna de miel en una isla griega?


–Esto es mucho más de lo que jamás habría soñado –respondió ella, entrelazando su mano con la de él–. Siento lo de tus padres. Mi madre murió cuando yo tenía solo siete años, de cáncer. Fue muy duro. Y luego, cuando mi padre…


Paula se calló, pero ya era demasiado tarde, y se sintió mal cuando sus ojos se encontraron. ¿Se interpondría siempre entre ellos el trágico recuerdo de su padre?


–Ven, es aquí –murmuró Pedro, soltándole la mano.


Cuando cruzaron las puertas cristaleras Paula se detuvo boquiabierta. La amplia terraza, bordeada por una barandilla blanca de piedra, se asomaba al brillante mar azul, y a sus espaldas la buganvilla trepaba por las paredes de la casa.


–Es precioso… –murmuró Paula con emoción–. Nunca imaginé que pudiera haber algo tan hermoso.


–Sí que lo hay –dijo Pedro con voz ronca, rodeándola con sus brazos.


Mientras la besaba, con el aroma de las flores y el olor a mar flotando en el aire, Paula sintió el calor del sol en los hombros y la brisa que agitaba su vestido y su cabello. Pedro la deseaba, la idolatraba… ¿Pero podría llegar a amarla? Una vez le había dicho que era incapaz de amar. Y, sin embargo, ¿No le había dicho ella también a él que no podría volver a amarlo cuando descubrió quién era en realidad? Sí, se lo había dicho y se había equivocado, porque en ese momento, mientras él la besaba con pasión, sintió que lo amaba más que nunca. Una voz de mujer dijo algo a sus espaldas, y cuando se separaron vieron a María, que sostenía una bandeja con una sonrisa de oreja a oreja. Pedro le dió las gracias con una sonrisa y tomó la bandeja de sus manos. Devoraron con apetito el almuerzo que les habían preparado – pescado frito, ensalada, aceitunas y una tabla de quesos–, y estaba todo tan delicioso que cuando ya no podía comer más Paula se echó hacia atrás en la silla de mimbre y suspiró, sintiéndose maravillosamente dichosa. Miró a su marido, que tenía la mirada perdida en el mar azul. Sus facciones estaban tan relajadas que hasta parecía más joven… Como distinto. 

Culpable: Capítulo 45

Estaba ligada a Pedro, no solo por su hija, sino también por su palabra, dada libremente cuatro días antes. Lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y respondió con un asentimiento de cabeza al juez, que retomó la ceremonia. Él la besó cuando el juez los declaró marido y mujer, pero fue un beso extrañamente formal. Cuando estaban recibiendo las felicitaciones de los invitados, los amigos de Paula parecían tan incómodos como se sentía ella. Algunos incluso desviaban la mirada mientras le dirigían una sonrisa fingida. Durante el banquete se sirvieron el mejor champán, los mejores vinos y un menú elaborado por un prestigioso chef, pero a pesar de la deliciosa comida, de la música y de que todos los invitados se reían, charlaban y bailaban como si estuvieran pasándolo en grande, ella se sentía vacía por dentro. Pedro se mostraba extrañamente distante, y después de varias horas con una sonrisa forzada en la cara le dolían las mejillas. Cuando por fin todos los invitados se hubieron marchado y ya solo quedaban ellos dos en el salón de baile, él se volvió hacia Paula.


–Al fin solos… Señora Alfonso –le dijo en un tono quedo.


Paula tragó saliva. El corazón le palpitó con fuerza cuando su marido la atrajo hacia sí. Se sentía tan bien entre sus fuertes brazos… Aquel matrimonio no podía ser un error.


–¿Sabías que iba a venir Bain? –le preguntó Pedro, enarcando una ceja.


Paula sacudió la cabeza.


–Lo siento –murmuró azorada–. No sé cómo pudo enterarse de que nos casábamos. Yo no le dije…


–No pasa nada –la cortó él–. No lo culpo por sentirse atraído por tí. Cualquiera se sentiría atraído por tí –le susurró. Inclinó la cabeza para besarla con ternura y cuando se irguió añadió con una sonrisa–: El piloto nos está esperando. 


–¿El piloto?


–Voy a llevarte a Grecia de luna de miel, a la isla en la que nací –le explicó él. Luego, añadió con una media sonrisa–: Quería que fuera una sorpresa. La señora Berry ya ha preparado tu equipaje. Volaremos de noche y llegaremos allí por la mañana.


–Pero… ¿Y Luz?


–La señora Berry se ocupará de ella. Me ha prometido que la cuidará muy bien.


Pocos minutos después despegaban a bordo del jet privado de Pedro. Paula, que estaba agotada por el estrés de los últimos días, se quedó dormida en los brazos de su marido, y no volvió a despertarse hasta una hora antes de que aterrizaran en la pequeña isla del Egeo. Mientras bajaban del avión, ella miró a su alrededor, parpadeando por el brillante sol. Se alegraba de haberse cambiado la ropa antes de que aterrizaran por un vestido de tirantes blanco y sandalias. Él también se había cambiado, e iba vestido con un aire más informal, con una camisablanca con las mangas dobladas y unos chinos en color beige. Para su sorpresa, no los recogió un chófer, sino que los esperaba un descapotable, aparcado cerca del hangar. Tomaron una carretera que discurría junto al acantilado, y Paula, con el cabello azotado por la cálida brisa, miró maravillada el pueblo que asomó a su izquierda. Nunca había visto nada tan bonito, pensó, fijándose en las casas encaladas de tejados azules, con el mar turquesa de fondo. Al poco rato tomaron un desvío, y Pedro paró frente a las puertas de una verja y se bajó para teclear un código en el panel de seguridad. Mientras las puertas se abrían volvió a subirse al coche, y cuando cruzaron la verja Paula se quedó boquiabierta. Ante ellos se alzaba una villa preciosa cuyos terrenos se extendían hasta una playa privada.


–¿Aquí es donde te criaste? –preguntó, volviéndose hacia Pedro–. Pues eras el niño más afortunado de la tierra.


Él esbozó una sonrisa algo forzada.


–Es un sitio muy bonito, sí, pero no puedo decir que fuera muy feliz aquí. 

martes, 16 de enero de 2024

Culpable: Capítulo 44

Y cuando ya habían decidido que celebrarían la boda en casa, Paula no había podido dejar de preguntarse si sus amigos podrían pasar con todo ese enjambre de reporteros y fotógrafos. Pero entonces había ocurrido un milagro: El día antes de la boda había saltado un escándalo sobre una actriz y se habían marchado para ir a acosarla como habían hecho con ellos. Ella había pasado el día antes de la boda ultimando todos los detalles de la ceremonia y el banquete con la organizadora de eventos y luego fueron al despacho de un abogado a firmar el acuerdo prematrimonial, que en su opinión era demasiado generoso.


–Pero yo no quiero más dinero… –había protestado–. ¡Ya me has dado un millón de dólares!


–Ese dinero no significa nada para mí –había replicado él–. Lo que quiero es que a nuestra hija y a tí no les falte de nada. Además, no entra en mis planes que nos divorciemos –había añadido sonriente, rodeándola con sus brazos–. Me has hecho tan feliz… –le había susurrado, inclinando la cabeza.


El día de la boda, mientras se preparaba, Paula se alegró de ver que se habían ido las nubes y lucía el sol. Había invitado solo a unos veinte amigos, y no se había atrevido a llamar a Enrique, que seguía en California, para decirle que se iba a casar, y había pensado que lo llamaría cuando hubieran pasado unos días y ya estuvieran casados. Bastante desleal se sentía ya, pensando que iba a casarse con el hombre que había mandado a su padre a prisión… ¿Podría ser que su padre hubiera intentado venderle, a sabiendas, una falsificación, como aseguraba le había dicho Pedro? No, era imposible… Su padre le había jurado que era inocente. ¿Cómo podía dudar de su palabra, incluso ahora que estaba muerto? Cuando bajó las escaleras se detuvo en el silencioso vestíbulo, delante del salón de baile, y dirigió una sonrisa nerviosa a los dos sirvientes apostados a ambos lados de las puertas de doble hoja que estaban esperándola. Apretó el ramo de lirios contra el sencillo vestido de seda blanca e inspiró profundamente antes de indicar con un asentimiento a los sirvientes que podían abrir las puertas. Empezó a oírse la marcha nupcial, y todos los invitados se volvieron para mirarla. Mientras avanzaba por el pasillo central entre las sillas de los invitados, notó que le temblaban las piernas, y deseó haber seguido el consejo de la señora Berry de que Luz la acompañara al entrar. Claro que su perrita aún era un cachorro y no había conseguido disciplinarla del todo, con lo cual podría haberse puesto a corretear por el salón o a olisquearlo todo, en vez de estar sentada tranquilamente, como estaba, en primera fila, a los pies del ama de llaves. En el lado izquierdo estaban sus amigos –la mayoría artistas–, vestidos con ropas coloridas y extravagantes, y en el lado derecho los amigos de Pedro –magnates de Wall Street, gente importante de Park Avenue y miembros de la jet set internacional con trajes a medida y vestidos de alta costura. Lo único en lo que probablemente estarían de acuerdo los invitados de ambas partes era en que era una cazafortunas sin escrúpulos que iba a casarse con el hombre que había hecho que su padre acabara en la cárcel. No, se replicó, eso no era más que una paranoia suya; seguro que ninguno estaría pensando eso de ella. Cuando sus ojos se encontraron con los de Pedro, que estaba al frente, junto al juez que los iba a casar, recordó todos los buenos momentos de la semana anterior: Los besos, las caricias y las risas que habían compartido, el voto de confianza que había decidido darle a Pedro… Al fin y al cabo, iban a ser una familia… Apretó el ramo con fuerza entre sus manos y se detuvo a su lado. El juez inspiró y comenzó a hablar.


–Queridos amigos, nos hemos reunido hoy aquí…


De pronto un tremendo revuelo a sus espaldas. Paula se volvió y vió a un hombre de pelo cano forcejeando con dos guardias de seguridad, intentando entrar en el salón. ¡Enrique! ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Cómo se había enterado de que…?


–¡No puedes casarte con él! –gritó Enrique–. ¡No lo hagas, Paula! ¡Yo puedo cuidar de tí!


Pedro le hizo un gesto a otros dos guardias de seguridad cerca de ellos y se apresuraron a ayudar a sus compañeros. Entre los cuatro lo agarraron y se lo llevaron, forcejeando aún y gritando:


–¡No te cases con él! ¡Es un mentiroso! ¡Tu padre era inocente! ¡Fue a la cárcel por su culpa!


Las puertas del salón se cerraron con un golpe seco que retumbó y se hizo un incómodo silencio.


–Eh… ¿Quieren que siga? –les preguntó el juez, vacilante. 


Los invitados se miraban unos a otros y miraban a Paula y a Pedro. Ella habría querido arrojar el ramo a un lado y salir corriendo, huir de la sensación de culpa y de las miradas que parecían estar juzgándola, pero al bajar la vista sus ojos se posaron en su anillo de compromiso. ¿Salir corriendo? Eso sería un acto de cobardía. Por mucho que la criticaran, ya había tomado una decisión.



Culpable: Capítulo 43

Frotó los pezones con los pulgares y bajó la cabeza hacia uno de ellos. Paula sintió el calor húmedo de su boca engullendo su areola, y gimió cuando la lengua de Pedro empezó a trazar círculos en torno al tirante pezón. Pedro le separó las piernas y se arrodilló entre sus muslos para bajarle lentamente las braguitas. Al ver como las arrojaba al suelo, ella se estremeció de deseo. Cerró los ojos y empujó la cabeza contra los almohadones cuando él se inclinó, agachando la cabeza entre sus piernas, y notó el calor de su aliento. Y entonces, por fin, hizo lo que ansiaba que hiciera. La lengua de Pedro acarició sus pliegues, lamiéndola sensualmente, primero con delicadeza, luego con más insistencia, deslizándose entre ellos y haciéndola gemir de placer. Una tensión exquisita la atenazaba por dentro, excitándola más y más, hasta que alcanzó el éxtasis con un grito ahogado. Aún estaba jadeante, tratando de recobrar el aliento, cuando Pedro se incorporó y, colocándose entre sus piernas, la penetró de una embestida certera con un gruñido de placer. Se quedó quieto un momento, permitiendo que su sexo se adaptara a aquella invasión, y luego se retiró un poco para hundirse de nuevo en ella más despacio. Sin embargo, los músculos de sus brazos, apoyados a ambos lados de ella, parecía que fuesen a estallar por el esfuerzo que le estaba costando contenerse, y una gota de sudor le rodó por la frente. Y entonces, de repente, sacó su miembro de ella, y los hizo rodar a ambos sobre el colchón para que Paula quedara encima de él.


–Tómame –le dijo con voz ronca y los ojos brillantes de deseo.


Nunca antes le había pedido que tomara el control en la cama. Paula vaciló. Su miembro erecto era tan grande… Se colocó con cuidado, bajando sobre él poco a poco y lo notó hundiéndose dentro de ella, centímetro a centímetro. El placer que sentía era casi insoportable. Bajó la vista al rostro de Pedro. Estaba mirándola con adoración, como conteniendo el aliento, como si apenas pudiese contenerse, y ella sintió que su confianza en sí misma aumentaba. Empezó a cabalgar sobre él, despacio al principio, y cuando comenzó a moverse más deprisa. Pedro emitió un gemido ahogado y la agarró por los muslos con sus grandes manos.


–Paula… Más despacio… No puedo… No puedo…


Pero ella siguió moviéndose, inmisericorde, cada vez más deprisa. Sus pechos se balanceaban mientras sacudía las caderas adelante y atrás hasta que, clavándole las uñas en los hombros a Pedro con un grito de placer, alcanzó un nuevo orgasmo, aún más increíble. Él explotó también, derramando su semilla en ella con un intenso gruñido y Paula se derrumbó sobre él, sudorosa y maravillosamente agotada.


–Paula… Mi Paula… –murmuró él, rodeándola con sus fuertes brazos y besándola en la sien.


El corazón de Paula palpitaba con fuerza. ¿Cómo podía haber pensado que no sería capaz de volver a amarlo? Abrió los ojos en la penumbra, agitada por la revelación que la sacudió en ese momento: Seguía enamorada de él, siempre lo había estado, incluso en el abismo del resentimiento y el dolor al saber que la había engañado. Jamás había dejado de amarlo. Se volvió hacia él y contempló un instante su apuesto rostro, iluminado por la luz plateada de la luna que entraba por la ventana, antes de decirle en un susurro:


–Sí.


Pedro se quedó muy quieto.


–¿Sí?


Los ojos de DaisPaulay se llenaron de lágrimas, lágrimas que no comprendía. ¿Eran lágrimas de dolor… O de alegría? Enredó sus dedos en el pelo negro de Pedro y trató de creer que eran de alegría.


 –Sí, me casaré contigo –respondió.





Se casaron cuatro días después. La boda fue una ceremonia sencilla e íntima, que se celebró en el salón de baile de la mansión de Pedro. A Paula le pareció que era lo mejor. Lo último que quería era que el evento atrajese la atención de los medios. La prensa había publicado fotos de ellos del día de la fiesta benéfica junto con el «Bombazo» de que Pedro Alfonso había dejado embarazada a la hija del hombre al que había demandado por una falsificación y que había acabado en prisión. Y a raíz de eso, durante unos cuantos días, los paparazis habían estado apostados en su calle. Paula casi se había sentido prisionera, temiendo salir fuera. 

Culpable: Capítulo 42

Cuando sus labios se separaron, los ojos de Paula estaban llenos de lágrimas y había una sonrisa trémula en sus labios.


–Pepe… –susurró.


El corazón de Pedro palpitó con fuerza. Pepe… Lo había llamado Pepe… Era cómo lo había llamado tiempo atrás, antes de saber quién era en realidad, cuando aún lo amaba… Él se estremeció por la emoción que lo embargaba y la besó de nuevo, estrechándola con fuerza entre sus brazos mientras lo asaltaban recuerdos del otoño pasado, de los momentos felices que había pasado junto a ella. Pero ahora… Ahora Paula sabía quién era y aun así había sido ella quien había dado el primer paso, había sido ella quien lo había besado. A pesar de saber la verdad, aún lo deseaba… No, no conocía toda la verdad, se dijo tragando saliva. Y jamás debía llegar a conocerla. No quería ni siquiera pensar en ello. Hizo el beso más profundo, más apasionado, en un intento por bloquear esos pensamientos. Casi esperaba que Paula lo detuviera, que se apartase de él, pero no lo hizo, sino que respondió a su beso con idéntico ardor. Despegó sus labios de los de ella y descendió, beso a beso por su cuello mientras Paula alargaba las manos para desabrocharle la camisa. Como se le resistían, deslizó las manos por dentro de la prenda y acarició su pecho desnudo. Pedro se incorporó y se arrancó literalmente la camisa, haciendo que los botones saltaran y se desperdigaran ruidosamente por el suelo de madera. Luego le bajó a Paula la cremallera del vestido y tiró de él hacia abajo con delicadeza, dejando al descubierto un sujetador blanco sin tirantes, su vientre hinchado y unas braguitas de encaje blancas. Le sacó el vestido por los pies y lo arrojó al suelo. Casi no podía respirar cuando la miró de arriba abajo. Era tan hermosa…


–Bésame –le pidió ella en un susurro. 


Pedro no se hizo de rogar. Sus labios dejaron un reguero de besos desde su garganta hasta el borde del sujetador blanco de satén. Se lo desabrochó, se lo quitó, y se quedó mirando sus voluptuosos senos extasiado. Conteniendo el aliento, los asió por debajo con las palmas de las manos. Paula entreabrió los labios y cerró los ojos con una expresión de placer. Él le acarició los pezones, haciendo que se endurecieran. Luego bajó la cabeza, tomó uno en su boca y empezó a lamerlo y succionarlo, mientras ella se aferraba a la colcha con ambas manos. Levantó la cabeza y besó con ternura su vientre hinchado antes de besarla también en los labios. Y entonces, le puso una mano en la mejilla y, mirándola a los ojos, le susurró:


–Cásate conmigo, Paula. 


¿Casarse con él? Paula abrió los ojos sobresaltada. Estaba desnuda debajo de él, derritiéndose con sus caricias y sus besos. Lo deseaba… ¡Cómo lo deseaba!, pero… ¿Casarse con él?


–Yo… No creo que…


Se estremeció de placer cuando la mano de Pedro bajó lentamente por su cuello hasta llegar al valle entre sus senos. Y entonces, de pronto, al mirarlo, vió al hombre del que se había enamorado el otoño pasado. Pepe… su Pepe… El maravilloso Pepe con el que tanto se había reído, charlado, con el que había paseado de la mano por las calles de Nueva York alfombradas de hojas. No era verdad que le hubiera arrancado su virginidad. Era ella quien se había entregado a él. Y, sin embargo, casarse con él… Eso sería como traicionarse a sí misma después de cómo la había engañado. ¿Podría perdonarse alguna vez si lo hiciese?


–No puedo casarme contigo –le respondió en un murmullo.


–¿Por qué no? –le insistió él, apoyando la cabeza en su pecho–. Quiero estar contigo… siempre… –murmuró con voz trémula.


Cuando volvió a levantar la cabeza para mirarla, Paula vió que sus ojos se habían humedecido. No, era imposible… ¿Pedro Alfonso, el implacable hombre de negocios, al borde de las lágrimas? Si él mismo le había dicho que no tenía corazón… Y, sin embargo, era como si, de algún modo, de pronto volviera a ser su Pepe. Bajó la vista a su torso bronceado y no pudo resistirse a tocarlo. Su piel era como una capa de satén sobre duro acero, se dijo mientras sus dedos acariciaban el vello oscuro y los duros pezones antes de bajar hacia los músculos de su abdomen. ¿Era una ilusión la sombra de vulnerabilidad que veía en sus ojos? Tenía que serlo, se dijo. Pedro inclinó la cabeza y empezó a besarla de nuevo al tiempo que sus manos se cerraban ardorosamente sobre sus senos. 

Culpable: Capítulo 41

Cuando todo el mundo volvió a sus asientos, Pedro se volvió hacia ella y le dijo:


–¿Nos vamos? Solo tengo que firmarles un cheque por el cuadro y podremos irnos.


Paula asintió y unos minutos después abandonaban el hotel. Fuera llovía, y corrieron para no mojarse hasta la calle adyacente, donde les esperaba el Rolls-Royce, aunque se mojaron de todos modos, y se subieron a él entre risas.


–Llévenos a casa, José –le dijo Pedro al chófer, que asintió y puso el vehículo en marcha.


–A casa… –murmuró Paula, y pensó que, de repente, la mansión del West Village sí le parecía casi su hogar.


Por un momento se quedaron mirándose el uno al otro, sonrientes, y fue como si el aire se cargara de electricidad. Paula apartó la vista abruptamente y giró la cabeza hacia la ventanilla. Sentía los ojos de Pedro fijos en ella, pero no se atrevía a mirarlo. Emociones contradictorias se agitaban en su interior.  Cuando llegaron, la casa estaba en silencio y a oscuras. Todos los miembros del servicio se habían ido ya.


–Tu perrita debe estar dormida –le dijo Pedro a Paula, riéndose suavemente mientras cerraba tras ellos–; si estuviera despierta habría salido corriendo a recibirnos.


Pulsó el interruptor y se encendió la lámpara de araña sobre sus cabezas. Pedro le quitó de los hombros la estola, la colgó en el armario y bajó la vista a Paula, que seguía callada. Contrajo el rostro, como preocupado, y le preguntó:


–Paula, ¿He hecho algo que te haya molestado? Si es así, te pido perdón. Pensé que si…


–No tienes que pedirme perdón –replicó ella en un murmullo–. Me has demostrado que crees en mí, cuando ni siquiera yo creía en mí misma.


Pedro la miró a los ojos.


–Pues claro que creo en tí –le dijo con sencillez–. Siempre lo he hecho.


Paula puso las manos en los hombros de su chaqueta, húmeda por la lluvia, y apretó sus labios contra los de él. Cuando los suaves labios de ella tocaron los suyos, Pedro sintió como si lo recorriera una corriente eléctrica, desde la punta del cabello, hasta los dedos de los pies. Había estado obligándose a cumplir la promesa que le había hecho de que no la tocaría, pero cada día, cada hora, había sido una agonía. Lo único que quería hacer era precisamente eso: Acariciarla, besarla… Hacerla suya otra vez. Y ahora, de repente, era ella la que estaba besándolo a él. Enredó las manos en su cabello y la atrajo hacia sí, besándola con ardor y enroscando su lengua con la de ella. Se sentía fuera de control, como si el ansia desatada en su interior pudiera consumirlos a ambos. Se apartó y la miró con el corazón desbocado.


–Ven a la cama conmigo –le susurró, deslizando el dorso de los dedos por su garganta. Notó como se estremecía. Agachó la cabeza para besarla en el cuello y le susurró al oído de nuevo–: Vente conmigo…


Cuando volvió a mirarla, había un fuego salvaje en los ojos de Paula, que asintió en silencio. Sin embargo, cuando la tomó de la mano para conducirla a las escaleras, se tambaleó ligeramente, como si le flaquearan las rodillas. Pedro la alzó en volandas y la llevó al piso de arriba, a su dormitorio. La depositó de un modo casi reverencial en la enorme cama de matrimonio, iluminada tenuemente por las farolas de la calle. El cabello castaño de ella se desparramó sobre los almohadones. Él se quitó la chaqueta del esmoquin y la corbata y las arrojó al suelo. Luego se descalzó y se sentó en la cama, junto a ella. Le quitó una sandalia y luego la otra, arrojándolas también al suelo, y se inclinó para besarla con ternura. 

jueves, 11 de enero de 2024

Culpable: Capítulo 40

 –Piensa que es para recaudar dinero para los niños sin hogar –le recordó.


–No recaudarán nada con eso –siseó ella–. Nadie pujará por él.


Se sentía como si Pedro le hubiera tendido una emboscada, justo cuando había empezado a confiar en él. ¿Que creía en ella? ¿Cómo, cuando ni ella creía en sí misma? Poco después, cuando se sentaron en su mesa para la cena, Paula apenas probó bocado y apenas habló con los otros invitados por lo nerviosa que estaba. En los días que llevaba en casa de Pedro, éste se había desvivido para que se sintiera cómoda. En vez de pasarse el día en el trabajo, como se esperaría de un magnate empresarial, había pasado con ella todo el tiempo que había podido, ya fuera viendo alguna película en la tele con ella, sacando juntos a Luz de paseo o jugando con ella a algún juego de mesa. Había empezado a pensar que le importaba, que… Sentía algo por ella. ¿Por qué entonces ahora le estaba haciendo aquello?


–No te preocupes más –le susurró Pedro entre plato y plato. Y luego, con una sonrisa y un brillo juguetón en los ojos, añadió–: Todo irá bien, ya lo verás.


–¿Están preparados para pujar? –canturreó el subastador desde el estrado.


Los invitados, sentados alrededor de las mesas, de las que se habían retirado los platos, respondieron con un murmullo excitado. Pedro rodeó a Paula con el brazo y le susurró:


–No te agobies; intenta disfrutar de la subasta.


Paula bebió un sorbo de agua para intentar calmarse y se dijo que pronto aquello habría acabado.


–Bien, ¡Pues vamos allá! –dijo el subastador por el micrófono–. Para empezar tenemos este…


Todo lo que se fue subastando se vendía rápidamente. El público era todo sonrisas mientras unos pujaban contra otros, como si estuviesen haciéndolo con dinero ajeno y ninguna suma fuese demasiado elevada. Y entonces…


–El último objeto de la noche es este cuadro de un artista anónimo – anunció el subastador–. ¿Alguien quiere pujar por él? –preguntó en un tono vacilante–. Eh… Empecemos la puja por… doscientos dólares.


Era la puja más baja de la noche, con mucho. Y Paula sabía que nadie estaría dispuesto siquiera a pagar eso. Se preparó para un largo e incómodo silencio, después del cual Pedro seguramente pujaría por lástima, para ahorrarle la vergüenza. Hasta él se vería obligado a admitir que no tenía ningún talento. Estaba ya al borde de las lágrimas cuando de repente…


 –¡Doscientos dólares! –gritó alguien detrás de ellos.


¿Quién había sido?, se preguntó Paula, girando la cabeza y parpadeando.


–¡Trescientos! –ofreció una mujer de una mesa próxima.


Era una completa extraña para ella. No conocía a nadie allí, a excepción de Pedro. 


–¡Quinientos! –dijo otra persona.


–¡Mil dólares! –gritó un hombre mayor.


La puja se volvió cada vez más rápida y más reñida, y Paula vió anonadada cómo iba subiendo la cifra: Cinco mil… Diez mil… Veinte mil… Cincuenta mil… ¡Cien mil dólares! Paula ya estaba hiperventilando. Y Pedro seguía callado, hasta que… 


–¡Un millón de dólares! 


Su profunda voz resonó junto a ella. Paula giró la cabeza hacia él, aturdida, y él le dedicó una cálida sonrisa.


–¡Vendido al caballero de la mesa número trece! –anunció el subastador.


El resto de ocupantes de su mesa se arremolinaron en torno a Pedro para estrecharle la mano y felicitarle por haber ganado aquella puja. Paula estaba temblando de emoción. No podía creerse lo que acababa de ocurrir. Pedro había comprado su cuadro, pero no lo había hecho por lástima. No había intervenido en la puja hasta el final, y habían sido otros los que habían pujado antes que él, un puñado de extraños que no tenían ni idea de que ella era la autora del cuadro. ¿Podría ser que estuviera equivocada y sí que tenía algo de talento después de todo…? 

Culpable: Capítulo 39

 –Antes o después lo iban a averiguar –contestó él, mirándola con mucha calma–. Es mejor así.


–¿Cómo puedes decir eso?


–Siempre habrá rumores en torno a nosotros; mejor que circulen ahora y no cuando nazca nuestra hija –le dijo él, poniendo la mano sobre su vientre–. De ese modo solo nos afectará a nosotros, no a ella.


Era la primera vez que Pedro tocaba su vientre hinchado, y la conmovió su delicadeza y la sensación que le transmitía de que quería protegerlas al bebé y a ella.


–¿Estás lista? –le preguntó.


Ella contuvo el aliento y asintió. El salón de baile del hotel era enorme. Una orquesta tocaba baladas de los años cuarenta y varias parejas giraban por la pista. Alrededor de esta había colocadas grandes mesas redondas, cada una con un elaborado centro de rosas rojas y blancas. Pedro tomó un par de copas de la bandeja de un camarero que pasaba: Una de champán para él y otra de mosto para ella. Le tendió a Paula la suya y le señaló una mesa alargada en el otro extremo del salón.


–Mira, ahí están los objetos para la subasta benéfica de esta noche. ¿Quieres que vayamos a echarles un vistazo?


–Claro.


Lo que fuera con tal de sentirse menos fuera de lugar, pensó Paula mientras lo seguía. Mientras avanzaban junto a la larga mesa, observó con incredulidad cada objeto: Una guitarra que supuestamente había pertenecido a Johnny Cash, una primera edición firmada de James Bond, unos pendientes vintage de diamantes, una pequeña escultura de un famoso artista… Tan embobada estaba que casi se chocó con Pedro, que se había parado al final de la mesa, delante del último objeto.


–Oye –se quejó Paula frunciendo el ceño–. Casi haces que derrame mi…


Pedro lanzó una mirada hacia la mesa y luego la miró a ella con las cejas enarcadas. Paula miró también hacia la mesa y de pronto sintió que se iba a desmayar.


–Es mi… Es mi…


–Sí, es tu cuadro –asintió él. 


Su cuadro, su patético desastre de proyecto final para la Escuela de Bellas Artes estaba ahí, junto a todos esos objetos tan increíbles por los que aquella gente rica sí estaría dispuesta a pujar. Se sentía como en una de esas horribles pesadillas en las que estás en medio de un montón de gente que se ríe y te señala hasta que te das cuenta de que estás desnuda. Miró a Pedro horrorizada.


–¿Pero qué has hecho?


–Darte otra oportunidad.


–¿Otra oportunidad? –gimió ella–. ¿Para qué?, ¿Para humillarme delante de toda esta gente?


–No, otra oportunidad para que vuelvas a soñar –le dijo él con suavidad–, a creer en tí misma.


A Paula, que estaba temblando por dentro, le entraron ganas de agarrar el cuadro y salir corriendo de allí, antes de que ninguna de aquellas personas tan sofisticadas pudiera burlarse de él. Demasiado tarde, pensó, tensándose cuando una pareja se acercó por detrás.


–¿De quién es este cuadro? –murmuró la mujer–. No está firmado.


El hombre escudriñó la tarjeta que acompañaba al cuadro.


–Aquí dice que el artista desea permanecer en el anonimato.


–¡Qué extraño! –murmuró la mujer, volviéndose para llamar a una amiga–. ¡Nancy!, ven, a ver de quién crees que puede ser este cuadro…


A Paula le ardían las mejillas y el corazón le latía tan deprisa como si hubiese corrido varios kilómetros sin parar. Pedro la asió del brazo con suavidad y se la llevó lejos de allí. 

Culpable: Capítulo 38

Paula se sentía culpable porque no le había dicho a Enrique que dejaba el departamento y que se había ido a vivir con el padre de su bebé. Sabía que le horrorizaría si se enterase quién era el padre. Y si algún día llegase a casarse con Pedro… Inspiró profundamente. No, no quería ni imaginárselo. Bastante nerviosa estaba ya por la fiesta de esa noche. Probablemente los amigos de Pedro se preguntarían qué había visto en ella. Tragó saliva y se miró una última vez en el espejo. Se irguió sobre las sandalias de tacón, levantó la barbilla y salió de la habitación. Al pie de la escalera de mármol estaba esperándola él, de lo más elegante con un esmoquin a medida.


–Estás preciosa –le dijo. Tragó saliva y añadió–: ¡Y menudo vestido…!


Paula sonrió con timidez.


–¿Te gusta?


Él se inclinó hacia delante y le susurró con voz ronca: 


–Hace que me entren ganas de que nos quedemos en vez de ir a la fiesta.


Paula se echó sobre los hombros su estola de piel sintética, se agarró al brazo de Pedro y salieron a la calle, donde estaba esperándolos José, junto al Rolls-Royce. Cuando llegaron al hotel de Midtown Manhattan, donde se celebraba la fiesta, a ella la alarmó ver la alfombra roja que había a la entrada, con fotógrafos a ambos lados, tomando instantáneas de los invitados que iban llegando.


–No me dijiste que esta fiesta benéfica fuera algo tan mediático –le dijo a Pedro, en tono acusador.


–¿Ah, no? –respondió él, con una sonrisa traviesa–. Bueno, piensa que es por los niños sin hogar.


Paula miró nerviosa por la ventanilla a los elegantes invitados que iban desfilando por la alfombra roja mientras los fotógrafos disparaban sus cámaras.


–¡Llamaré la atención entre toda esa gente! –exclamó con ansiedad.


–Ya lo creo –murmuró Pedro, mirándola de un modo ardiente–. Eres la más hermosa de todas las mujeres que pisarán esta noche esa alfombra.


El chófer detuvo el vehículo, se bajó para abrirles la puerta, y cuando Pedro se hubo apeado le tendió la mano a Paula y le dijo:


–¿Vamos?


Nerviosa, ella tomó su mano y dejó que la ayudara a salir del coche. Mientras avanzaban por la alfombra roja, se agarró de su brazo, intentando ignorar los gritos y los flashes de los fotógrafos.


–¡Señor Alfonso!, ¿Es su novia?


–¿El bebé que espera es suyo?


Pedro no contestó, sino que miró a Paula con una sonrisa tranquilizadora. Pero, entonces, ella oyó que alguien exclamaba:


–¡Madre mía! ¡Es esa chica… Chaves, la hija del marchante de arte que trató de estafarle!


Aquello desató una ráfaga de preguntas, y Paula apretó el paso y no respiró con calma hasta que estuvieron dentro del hotel.


–¿Cómo… Cómo han sabido quién era? –le preguntó a Pedro.