-¿Estás preparada?
Paula clavó la vista en los preciosos ojos azules de su esposo y asintió.
–Claro –dijo.
La limusina los estaba esperando en el exterior para llevarlos al aeropuerto. En cuestión de minutos, cruzarían los cielos de California en dirección a Caltarina, en el primer viaje que hacían durante el año que llevaban de casados. Había sido una de las bodas más maravillosas que Paula se habría podido imaginar, una ceremonia sencilla, sin más invitados que varios amigos suyos y de Pedro. Silvina, que no había quitado ojo a un millonario griego, había estado presente, y también lo habían estado Gerardo, Carmen y el chef de Pedro, Ricardo. Además, todos se habían quedado encantados con la inesperada presencia del jeque Kadir al Marara, y hasta la madre de Paula se lo había pasado en grande, presumiendo de que su hija se había casado con uno de los hombres más ricos e importantes del mundo. Pero no permitió que eso le molestara. Estaba tan feliz que nada le habría podido molestar. Reconciliadas tras el anuncio de la boda y decidida a olvidar sus desencuentros, pidió a su madre que la ayudara a hacer el vestido de novia y, mientras lo hacían, hablaron con más sinceridad que nunca. Gracias a ello, supo que su madre se había sentido tan sola tras la muerte de su marido que había volcado en ella todo su dolor y su amargura. Pero también le confesó que su marcha la había obligado a reflexionar sobre su vida y cambiar de actitud. El vestido de novia fue un gran éxito y, por supuesto, lo llevó con el pelo suelto. De hecho, se había visto en medio mundo, porque las fotografías se habían vendido a varios periódicos, generando unos beneficios que Pedro invirtió en su fundación. Una fundación en la que ella trabajaba ahora, porque había decidido que ayudar a niños necesitados era más importante que hacer bolsos para mujeres ricas. Sin embargo, no había renunciado completamente a sus diseños. Bien alcontrario, había dejado la producción en manos de un equipo de empleados tan comprometidos como bien pagados, y ya estaban considerando la posibilidad de diversificar el negocio con zapatos y mantones que llevarían la firma de Paula. Incluso habían pensado en sacar una colonia sencilla, una fragancia de limón que evocara los soleados días sicilianos. Naturalmente, ella estaba encantada con la fundación, pero lo estaba todavía más con Pedro, que la amaba con toda su alma y se lo decía todos los días, cada vez que surgía la ocasión. Pero había pasado algo. Algo importante. Y, como ya no podía guardarlo en secreto, dijo:
–¿Te gustaría tener hijos?
Pedro no contestó inmediatamente, pero ella no se lo tomó a mal. Al fin y al cabo, era un asunto sobre el que debía reflexionar. Por eso se llevó una sorpresa cuando abrió la boca y le dio la respuesta que esperaba.
–Por supuesto que sí.
A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.
–¿Estás seguro?
Él asintió.
–Tan seguro como de que quiero estar el resto de mi vida contigo. Pero no lo preguntas por curiosidad, ¿Verdad? Estás embarazada.
Paula se quedó atónita.
–¡No sé cómo ha podido pasar!
–¿Ah, no? –dijo Pedro, sonriendo.
–Sí, bueno, claro que lo sé, pero no quiero que pienses…
–Calla –la interrumpió él, tomándola entre sus brazos–. Sé que últimamente no he prestado mucha atención con los preservativos, pero ya no me parecía importante. De hecho, es posible que haya pecado de descuidado. O que me haya relajado a propósito.
Ella se apartó un poco y lo miró a los ojos.
–¿Estás insinuando que…?
–Estoy diciendo que me parece muy bien, tan bien como tú misma.
–¿Y crees que seremos buenos padres? ¿No te asusta la paternidad? – preguntó ella.
Pedro carraspeó.
–Por supuesto que me asusta –dijo, retomando su nueva costumbre de confesarle sus dudas y temores–. Pero los dos sabemos lo que queremos para nuestros hijos y, sobre todo, lo que no queremos. Por no mencionar que nos tenemos el uno al otro y que nos ayudaremos constantemente.
Paula sonrió.
–Te amo, Pedro Alfonso. ¿Lo sabías? Te amo con locura.
Para entonces, Paula había empezado a llorar, pero él la besó apasionadamente y puso fin a sus lágrimas. Momentos después, miró la hora y dijo, mirándola a los ojos:
–El coche puede esperar un poco más. ¿No crees?
–Eso depende –contestó ella.
–¿De qué?
–De lo que tengas en mente.
–Lo sabes de sobra. Te deseo. Y necesito tenerte ahora mismo.
La voz de Pedro sonó intensa, sensual, profunda. No era la primera vezque pronunciaba esas palabras, ni mucho menos; pero Paula se excitó más que nunca porque ahora significaban algo diferente. Ya no era una simple cuestión de sexo. Ahora, eran palabras de amor.
FIN
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