La entrevista que Paula tuvo a continuación fue una de las cosas más abrumadoras que había hecho en su vida, pero también de las más satisfactorias. Duró poco menos de una hora y, cuando salió de la tienda, se sentía la mujer más afortunada del mundo. Casi se había desmayado cuando Silvina le informó de lo que pensaba cobrar por sus bolsos artesanales y le pidió que hiciera tantos como pudiera. Había conseguido un trabajo, o algo parecido. Había dado el primer paso en el camino de la independencia. Aún desconcertada, dudó entre almorzar en alguna parte o ir a comprar una máquina de coser. Ya había decidido que la segunda opción era la más sensata cuando se fijó en un hombre alto que se acercaba por la acera. Y caminaba hacia ella. Lo reconoció un segundo después, visual y visceralmente. Había hecho lo posible por no pensar en él, decidida a concentrarse en la entrevista con Silvina y su futuro profesional, pero se le encogió el corazón en cuanto le puso los ojos encima, y todo lo demás desapareció como por arte de magia. ¿Qué tenía aquel hombre? Cuando estaba cerca, no podía ni pensar.
–Hola, Pedro –dijo ella, sobreponiéndose a su sorpresa–. ¿Qué haces aquí?
–He venido a buscarte.
Paula se lamió los labios como una gata hambrienta.
–¿A buscarme? Pero si no sabías dónde iba a estar…
–Es obvio que lo sabía. De lo contrario, no estaría delante de tí –respondió él, mirándola con humor–. Me dijiste que tenías una cita con Silvina. ¿O es que lo has olvidado?
–Ah, es verdad –declaró ella, mirándolo con desconcierto–. Pero sigo sin entender por qué has venido.
Pedro se encogió de hombros. La voz de la razón le había advertido contra la tentación de ir a buscarla. Había intentado que esperara hasta la noche, para tener unas horas de tranquilidad e intentar romper el hechizo que pesaba sobre él. Pero luego se preguntó por qué tenía que esperar, si quería acostarse con ella cuanto antes. Y a juzgar por la mirada de Paula, ella también lo quería.
–He pensado que podíamos comer juntos.
–¿Comer?
–Lo dices con tal tono de desconfianza que cualquiera diría que te he hecho una proposición deshonesta –ironizó Pedro–. Pero solo se trata de eso, de comer, aunque estoy dispuesto a pasar a otras cosas cuando terminemos.
–Oh –dijo ella.
–Te has ruborizado otra vez, Paula. Deberías aprender a controlar tus emociones.
–No lo puedo evitar –replicó ella en voz baja–. Pero no puedo comer contigo. Tengo que comprar una máquina de coser.
–Ya la comprarás después. Venga, sube al coche.
Paula comprendió que no aceptaría un «No» por respuesta y se subió a regañadientes; pero su reticencia alimentó el deseo de Pedro, que la encontró sorprendentemente encantadora. De repente, estaba tan excitado que no se podía controlar y, cuando el chófer arrancó, la tomó entre sus brazos y la empezó a besar.
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