Al principio, Paula tuvo miedo de que su inglés la traicionara y no pudiera hacerse entender, pero los dos hombres fueron encantadores, y Sean MacCormack la invitó a pasar por el estudio de televisión cuando quisiera. Terminada la cena, la banda de música empezó a tocar, y ella se llevó una alegría al ver que Pedro se detenía a su lado.
–¿Ya nos podemos ir? –preguntó ella.
Él la miró con asombro.
–¿Te quieres marchar? Va a empezar el baile.
–Lo sé.
–Pues bailemos.
–¿Estás seguro? Dijiste que no quieres pasar la noche en urgencias. Y, por otra parte, te arriesgarías a que te clave un tacón en el pie.
Pedro se encogió de hombros.
–Bueno, estoy dispuesto a arriesgarme.
Paula estuvo tentada de aceptar la oferta, pero pensó que no tenía sentido. Desde su encuentro íntimo en el avión, Pedro había hecho lo posible por mantener las distancias, y había dejado claro que no la quería tocar. Además, era lo más sensato para los dos, aunque ardiera en deseos de volver a probar sus labios. No, no podía bailar con él. Habría sido una locura, una verdadera tortura. Sus cuerpos entrarían en contacto, recordándole todas las caricias que intentaba olvidar. Se rozarían, se frotarían, se seducirían sin remedio. Y empezaba a estar cansada de los mensajes contradictorios que le enviaba él.
–Si no te importa, prefiero que no bailemos. Los zapatos me están matando.
El asombro de Pedro se transformó en absoluta perplejidad. Fue como si ninguna mujer se hubiera atrevido nunca a rechazarlo, y Paula tuvo una intensa sensación de triunfo cuando salieron de la abarrotada sala. Sin embargo, su satisfacción se esfumó al llegar a la limusina. Entonces, le dió por pensar en todos los bailes a los que iría sin ella, lo cual le provocó un ataque de celos y una duda más: ¿Era normal que se sintiera así? ¿Todas las mujeres se sentían tan conectadas con el hombre con el que habían perdido la virginidad? Fuera como fuera, la penumbra del interior del coche avivó el deseo que intentaba controlar, y tuvo que apartar la vista del escultural perfil de Pedro.
–¿Ha sido una velada útil? –preguntó él, rompiendo el silencio.
Ella asintió, deseosa de entablar una conversación. Hablar con él era más fácil que afrontar sus turbulentas emociones.
–Sí, mucho. Silvina se interesó por mi bolso.
–¿Por qué bolso?
–Por el que llevo –respondió Paula–. Me preguntó de dónde lo había sacado y, cuando le dije que lo había hecho yo misma, no se lo podía creer. Quiere que me pase mañana por su estudio. Puede que me dé trabajo.
–Vaya, eso es tener éxito.
Paula asintió otra vez.
–Sí que lo es. Pero no quiero pensarlo demasiado, por lo menos, hasta que hablemos de nuevo –declaró.
–Una decisión muy sabia.
–Supongo.
Paula volvió a apartar la vista de su perfil y se giró hacia la ventanilla, marcando las distancias. Pedro se dió cuenta de lo que estaba haciendo y pensó que debía estarle agradecido, porque le facilitaba las cosas. Además, era lo mejor para los dos. Si se resistían al deseo, había menos posibilidades de que ella se hiciera ilusiones con su relación y, en cuanto a él, podría convencerse de que la podía tomar o dejar como a cualquier otra mujer, sin complicaciones añadidas.
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