martes, 4 de julio de 2023

Tentación: Capítulo 30

Le había dicho que ella no era lo que estaba buscando, y que lo único que le podían dar las mujeres era sexo. Entonces, ¿Por qué se hacía ilusiones con él? Mientras lo pensaba, se giró hacia la ventanilla y parpadeó con furia, asustada ante la posibilidad de romper a llorar.


–Está bien. Tienes razón –dijo al fin–. Salgamos del coche.


–De acuerdo, pero agárrate a mí.


Ella dudó.


–No, yo…


–Tómame del brazo, Paula –dijo Pedro con impaciencia–. Será lo mejor, si es cierto que tienes miedo de caerte con esos zapatos. Cualquier cosa es preferible a pasar la noche en la sala de urgencias de un hospital.


Paula sonrió.


–Sí, supongo que sí. Gracias.


Paula pareció tranquilizarse un poco, pero Pedro notó que estaba nerviosa por la presión de sus dedos, que se le clavaron en el brazo mientras ascendían por las escaleras de mármol del hotel Westchester entre una nube de periodistas. Sin embargo, no entendía que le preocupara su aspecto, porque estaba sencillamente arrebatadora. No la había reconocido al llamar a su puerta. Y no era solo porque su nuevo peinado acentuara la delicadeza de su perfil y la grácil línea de su cuello. No era solo porque la hubieran maquillado, ni porque su cuerpo resultara más voluptuoso que nunca bajo la tela del vestido de noche. No, era por algo más. No la había reconocido porque ya no estaba ante la vibrante joven que lo había seducido, sino ante una elegante dama de labios brillantes y pestañas con rímel. Estaba ante una versión siciliana de las mujeres con las que solía salir. Ahora bien, ¿Eso la hacía menos deseable? No estaba seguro. Pero, desde luego, la hacía más manejable. La multitud que abarrotaba el salón de baile se giró hacia ellos. Todo el mundo los estaba mirando; pero a Pedro no le extrañó, porque su presencia en ese tipo de actos siempre despertaba interés. Especialmente, si se presentaba con una mujer. La prensa llevaba años intentando emparejarlo; se comportaba como las damas de la alta sociedad, que ya no escondían precisamente a sus hijas cuando estaba presente. Sin embargo, esa vez era distinta. Había pasado tanto tiempo desde su última aparición en compañía femenina que había rumores para todos los gustos: Desde los que afirmaban que le habían partido el corazón hasta los que decían que estaba saliendo con una mujer casada. Y ninguno era cierto. En realidad, había dejado de ir acompañado porque estaba harto de que las mujeres solo se acercaran a él por su dinero. Era tan previsible que le resultaba insoportablemente aburrido. Y cuanto más dinero tenía, más se esforzaban por gustarle sus pretendientes. Se mostraban comprensivas, acomodaticias, generosas. Hacían lo que fuera por estar al tanto de sus negocios y fingirse interesadas. Por supuesto, esa actitud se extendía a la cama, donde competían por ser más apasionadas que las demás. Pero parecían estar hechas del mismo molde y, por muchos juegos eróticos que se les ocurrieran, no conseguían ocultar la verdadera razón de su desenfreno: Llegar a ser la esposa de un hombre inmensamente rico. 

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