–Ni tú.
–Pensaba que te gustaba este plato. Fue lo que comiste en Sicilia, el día en que nos conocimos. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer.
Él se encogió de hombros.
–Supongo que es como comprarse una camiseta cuando estás en otro país. No te gusta tanto cuando vuelves a casa.
–No, claro que no.
Derrotada, Paula retiró los platos y los llevó a la pila de la cocina, donde los dejó. Momentos más tarde, notó un cambio en el ambiente y supo que Pedro acababa de entrar. No necesitaba oírlo para saberlo. Cuando aparecía, todo se cargaba de electricidad. Era como los instantes anteriores a una tormenta. Por una vez, él no le tomó el pelo sobre su aversión a los lavavajillas, como hacía cuando fregaba tazas en el chalet. Y ella, que no se atrevió a mirarlo a los ojos por miedo a que descubriera su caos emocional, se preguntó si sería consciente de lo mal que se sentía por haberse enamorado de él a pesar de sus advertencias. ¿Lo habría adivinado? ¿Sería ese el motivo de lo que pasó a continuación, cuando cruzó la cocina, le pasó un brazo alrededor de la cintura y le apartó el cabello de la nuca para poder besarla? No lo sabía, pero ella se estremeció de todas formas.
–¿Te he dicho que mañana me voy a Río de Janeiro? –preguntó él en voz baja.
–No, no me has dicho nada –contestó Paula–. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
–Un par de semanas.
–Ah –dijo ella, pensando que era la primera vez que se iban a separar–. ¿Crees que volverás a tiempo de asistir a la fiesta?
–Haré lo posible.
No era la respuesta que Paula estaba esperando, pero supo que era la única que iba a conseguir, así que cerró los ojos y se preguntó qué intenciones tendría para aquella noche. Por una parte, quería que se acostara con ella. Por otra, que se marchara. Pedro asaltó su boca al cabo de unos instantes, y ella se entregó con un fervor que no era solo de deseo, sino también de enfado. Quería castigarle por lo que había hecho. Quería hacerle tanto daño como él a ella. Sin embargo, los besos y las caricias hicieron que perdieran el control y, al final, Pedro la sentó en la mesa de la cocina, le mordisqueó los pezones por encima del vestido y se lo quitó después. Para entonces, Paula estaba tan excitada que no prestó atención a los platos y cubiertos que cayeron al suelo. A decir verdad, nada la habría podido detener. Lo deseaba demasiado, y sintió un escalofrío de placer mientras él le quitaba el sujetador y las braguitas entre palabras de admiración. Luego, él abrió un preservativo, se lo puso, le separó las piernas y la penetró hasta el fondo. Paula pensó que nunca había tenido una erección tan impresionante o, por lo menos, que ella no lo había sentido de un modo tan contundente. Y el orgasmo la pilló por sorpresa, poco antes de que él soltara un gemido de satisfacción y diera unas acometidas más, agotado. Durante los segundos posteriores, Pedro hundió la cabeza entre sus rizos y ella contempló el desastre del suelo, que estaba lleno de restos de pasta y fragmentos de platos. Pero, afortunadamente, él no parecía arrepentido de haber perdido el control. De hecho, le dió un beso en los labios y dijo, con afecto:
–Olvídate de las comidas caseras. Solo hay una cosa que quiero que hagas en la cocina.
–¿Cuál?
–La que acabamos de hacer.
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