Entonces, no se le ocurrió nada mejor que limpiar el desastre que habían dejado en el suelo y pedir a Pedro que le echara una mano, para su absoluta sorpresa. Evidentemente, no estaba acostumbrado a las tareas domésticas. Pero ella insistió, influida aún por la energía de su intenso encuentro sexual.
–¿Crees que se va a limpiar por arte de magia? ¿O pretendes dejárselo a tus empleados, para que lo limpien por la mañana? –preguntó ella de mala manera–. ¡Lo has tirado tú!
–¡Pues no recuerdo que te hayas quejado en su momento! –se defendió él.
Los dos se enfadaron, y Paula estuvo a punto de marcharse al chalet para marcar las distancias y evitar que las cosas fueran a más. Pero algo se lo impidió. Quizá, que siempre se sentía más cerca de él en la oscuridad de la noche. Y no necesariamente cuando hacían el amor, sino después, cuando él se tumbaba a su lado y le acariciaba el pelo. Durante esos momentos, se sentía como si todas las preocupaciones hubieran desaparecido y estuvieran solos en el mundo. Durante esos momentos, Pedro bajaba la guardia y se mostraba tal como era. Por eso le permitió que la tomara en brazos y la volviera a besar después de limpiar la cocina. Se sintió a salvo, segura. Pero fue una ilusión pasajera.
–Ah, mira, tu novio acaba de llegar –dijo el periodista.
Paula se giró hacia el recién llegado, que la estaba mirando desde el otro lado de la sala. Y, al verlo, se sintió tan angustiada que se hizo una promesa a sí misma: Encontrar la forma de demostrar que no lo necesitaba ni emocional ni físicamente. Pero ¿Qué podía hacer para volverse inmune a sus encantos? La pregunta ella no era muy diferente a la que se estaba formulando el propio Pedro.
No se habían visto en dos semanas, desde que se marchó a Río de Janeiro; pero el tiempo transcurrido no había enfriado lo que sentía. Ninguna mujer le había gustado tanto. Cada vez que la miraba, se le encogía el corazón. Y, por si eso fuera poco irritante, Paula tenía la curiosa habilidad de enfadarlo o excitarlo a su antojo. Y no se quería sentir así. Ni con ella ni con nadie. Justo entonces, se dió cuenta de que llevaba el vestido que se había puesto la noche de la gala benéfica, cuando no la reconoció. Pero aquella noche la reconoció sin problemas, a pesar del maquillaje, de las joyas y del rígido e intrincado moño que se había hecho. Mientras la admiraba, vió al hombre que estaba a su lado y tuvo un acceso salvaje de celos. ¿O solo era instinto de protección? Fuera lo que fuera, empezó a caminar hacia ellos sin hacer caso de los invitados que querían hablar con él ni de las muchas mujeres que intentaron llamar su atención con sonrisas sensuales. Y, cuando llegó a su altura, el hombre lo miró con intensidad y le ofreció una mano.
–Hola. Soy Benjamín Forrester, del San Francisco Daily. Nos conocimos el año pasado, en las carreras. ¿Te acuerdas?
–No, no me acuerdo –replicó Pedro con brusquedad, esperando inútilmente que se marchara.
–Bueno, ¿Qué te parecen los diseños de tu novia, Peter?
Pedro se puso en tensión al oír su diminutivo, porque nadie le llamaba así desde su infancia. Y sintió el deseo de pegarle un puñetazo, como hacía cuando el resto de los niños se burlaban de él y llamaban puttana a su madre. En cualquier caso, Paula debió de notar su incomodidad, porque le puso una mano en el brazo y dijo, mientras una mujer les sacaba fotografías:
–No es necesario que nos quedemos. Si quieres, nos podemos ir.
Pedro estuvo a punto de decirle que no necesitaba su compasión, pero se refrenó.
–¿Irnos? Es tu noche, Paula. Estoy seguro de que querrás disfrutar de tu éxito.
El periodista notó la tensión que había entre ellos, y sacó una libreta y un bolígrafo.
–¿Cómo se conocieron? –se interesó.
–Eso no es asunto de interés público –contestó Pedro.
–Los dos son sicilianos, ¿Verdad? –insistió Forrester.
–Mira, solo voy a decir que estoy encantado de que Paula Chaves triunfe en San Francisco. Es lo único que me vas a sacar.
–Pero…
–Lo único –repitió Pedro, implacable.
Su duro tono de voz consiguió que el periodista se retirara con su acompañante, dejándolos a solas. Y entonces, Pedro se dió cuenta de que Paula estaba extrañamente nerviosa, como si no supiera a qué atenerse con él. Pero él tampoco lo sabía. De hecho, no se atrevió a abrir la boca por miedo a decir algo improcedente.
–Me alegra que hayas podido venir –declaró ella, rompiendo el silencio.
Él respiró hondo, se giró hacia un camarero que pasaba y alcanzó un vaso de agua con gas para calmar su sed.
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