jueves, 13 de julio de 2023

Tentación: Capítulo 44

La tienda estaba decorada como si ya fuera Navidad, y casi no había sitio para moverse. Paula se había quedado cerca de la entrada, para echar un vistazo a la gente que se abría paso entre los guardias de seguridad. Pero no estaba tan interesada en los invitados como en la persona que echaba en falta. ¿Dónde se habría metido? Acababa de mirar la hora por enésima vez cuando Silvina se le acercó con su vestido de gasa, que flotaba a su alrededor como una nube.


–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó la diseñadora con una sonrisa–. Deberías estar dentro, disfrutando de las mieles de tu triunfo.


Paula también sonrió. No había hecho otra cosa que sonreír desde que empezó a sonar la música siciliana entre luces de colores y camareros con bandejas llenas de champán. Pero, naturalmente, era una sonrisa forzada, porque sus pensamientos estaban en otra parte. Sin embargo, Silvina no necesitaba saber que echaba de menos a Pedro y que estaba preocupada porque no había hablado con él en dos días y porque su última conversación había sido bastante extraña. Tenía la impresión de que se habían separado un poco más desde que hicieron el amor en la cocina. Y empezaba a sospechar que esa brecha creciente era el principio del fin.


–Estaba mirando la calle, por si aparece el coche de Pedro –respondió, encogiéndose de hombros–. Es muy famoso, y la gente querrá verlo.


–Sí, la gente siempre quiere ver a Pedro Alfonso–replicó Silvina, jugueteando con su collar de perlas–. Pero no debes olvidar que tú eres la estrella de esta noche. Puedes tener éxito de todas formas, con o sin tu amante multimillonario.


Paula tuvo la sensación de que la estaba intentando advertir contra el error de depender de un hombre que solo sería una presencia temporal en su vida, y agradeció que confiara en su talento, aunque ella no se sentía particularmente segura.


–Gracias, Silvina.


–Vas a hablar con el periodista, ¿Verdad? Está un poco preocupado. Dice que le has estado rehuyendo desde que llegó.


–Oh, vamos… Ya he concedido una entrevista a los de Trend.


–Sí, soy consciente de ello –dijo la diseñadora, sin apartar la mano de su collar–, pero Benjamín Forrester es de un periódico local, donde tiene una columna de ecos sociales que todo el mundo lee. Además, no es para tanto. Solo tienes que hablarle un poco de tí, contarle cómo empezaste y añadir un par de detalles sobre lo que haces en tu tiempo libre. Los lectores adoran ese tipo de cosas.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta, porque ese tipo de cosas le daban miedo. ¿Qué podía decir sobre su vida? ¿Qué disfrutaba cosiendo abalorios de distintos tamaños y colores en pedazos de terciopelo? ¿Qué le encantaba pasear por los enormes jardines de Pedro? ¿Qué había conseguido que su estirado mayordomo se relajara un poco con ella? ¿Qué su principal pasión era el propio Pedro? Fuera como fuera, esa pasión se había convertido en un problema, porque había desarrollado sentimientos imprevistos. De hecho, sospechaba que ese era el motivo de que su relación se hubiera desequilibrado de forma radical, dándole la impresión de que Pedro y ella vivían en dimensiones diferentes. Y todo había empezado cuando le preparó esa maldita cena. Precisamente, para intentar cambiar su relación.


–¿Tengo que hablar con él? ¿En serio? –dijo, nerviosa.


Silvina asintió.


–Es esencial. Y hablando del rey de Roma, viene hacia aquí en este mismo momento… ¿Por qué no te lo llevas a algún lugar tranquilo, lejos del equipo de música? Por ejemplo, a la zona de los abrigos.


Paula tragó saliva. Benjamín Forrester era un cuarentón rubio de chaqueta de cuero y vaqueros ajustados que llevaba un flequillo largo, como recién salido de la década de los sesenta. En lugar de tomar champán, estaba bebiendo whisky en grandes cantidades. Y, cuando Silvina los presentó, lanzó una mirada escéptica a la mujer que pretendía entrevistar. La diseñadora se marchó entonces, y el periodista alzó una mano para llamar la atención de su acompañante, una mujer con una cámara gigantesca.


–Te sacaremos unas cuantas fotos de inmediato, y unas cuantas más cuando llegue tu novio –anunció.


Paula se ruborizó.


–No creo que…


–Lámete los labios, querida –la interrumpió el periodista–. Y borra esa cara de susto, que la cámara no te va a comer. Además, todo esto es por tí.


Paula ya no estaba tan segura de que lo fuera. Se sentía como si hubiera abierto la jaula de un monstruo. ¿Quién iba a decir que la tienda de Silvina se llenaría de gente hasta el punto de que parecían sardinas en lata? Por no mencionar que la música estaba demasiado alta y que el champán rosado se le estaba subiendo a la cabeza. La única cara amable que había visto en toda la noche era la de Sean MacCormack, el actor al que había conocido durante la gala benéfica de Pedro, cuando se puso el vestido que él le había comprado. Un vestido que no había usado desde entonces, y que solo se había puesto aquella noche porque no tenía más prendas adecuadas para una fiesta. Además, Silvina se había empeñado en que se pusiera algunas de las joyas que vendía en la tienda, lo cual la había obligado a recogerse el pelo para lucir dos largos pendientes de diamantes. Y, por si eso fuera poco, le había puesto un brazalete a juego que soltaba destellos de todos los colores cada vez que se movía. Sin embargo, debía admitir que la fiesta la había distraído de sus preocupaciones. Como no había tenido tiempo ni para pensar, tampoco lo había tenido para torturarse con sus problemas sentimentales, que habían empeorado notablemente desde la noche de la cena, después de hacer el amor. 

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