–Pues yo no busco el matrimonio –dijo en voz baja, temiendo que alguien los oyera–. No estoy aquí por eso, sino por los sueños de los que te hablé en Sicilia. Y Silvina me ha demostrado que se pueden hacer realidad. No soy tan tonta como para creer que voy a conquistar el mundo; pero, si puedo ganarme la vida y ser independiente, me daré por satisfecha.
Él asintió.
–Me alegra que nos entendamos, Paula. Y, ya que has sacado el asunto de la satisfacción, ¿Qué te parece si vamos más allá? Por lo visto, ni tú ni yo estamos particularmente interesados en la comida que nos han servido. ¿Por qué no volvemos a mi casa y pasamos el resto de la tarde en el dormitorio?
A ella se le encogió el corazón. Pedro hablaba del sexo con tanta naturalidad como si estuviera pidiendo la cuenta y, aunque lo encontrara demasiado prosaico, Paula no podía negar que le gustaba. Además, ahora lo conocía mejor y comprendía mejor su forma de ser. ¿Cómo no iba a tener aversión a las relaciones amorosas, si su propia madre le había dado la espalda? Había abandonado a su hijo y había dejado a su marido porque era un simple pescador, un hombre sin dinero. En cambio, a ella no le habría importado que Pedro fuera pobre. De hecho, se habría sentido más cómoda si no hubiera tenido mansiones, aviones y servidumbre. Pero, en cualquier caso, era obvio que él no estaba buscando comprensión. Sus necesidades eran puramente físicas y, como quería seguir adelante, aceptaba sus condiciones sin dudarlo. No iba a permitir que unas cuantas nociones románticas destruyeran su primera relación sexual. Sin embargo, eso no le daba derecho a tratarla mal. Pedro debía comprender que no estaba a su entera disposición, que no podía chasquear los dedos y esperar que cayera rendida a sus pies, que el deseo implicaba lo mismo que el amor: respeto.
–Es una idea tentadora, pero imposible.
–¿Imposible? –preguntó él, desconcertado–. ¿Estás bromeando?
Paula sacudió la cabeza.
–Tengo que comprar una máquina de coser y los materiales que necesito para hacer bolsos. Le he prometido a Silvina que le llevaré tres propuestas tan pronto como pueda, y voy a cumplir mi palabra –respondió, con una sonrisa en los labios–. Y, como tú conoces San Francisco mejor que yo, se me ha ocurrido que podrías acompañarme. Si te apetece, claro.
La luz roja del intercomunicador de Pedro se encendió repentinamente. Era su secretaria, Mariana, cuya voz resonó en el despacho.
–La señorita Chaves está en la línea tres –le informó–. ¿Qué hago? ¿Te paso la llamada? ¿O le digo que has salido?
Su secretaria le había hecho muchas veces esa pregunta, cuya respuesta daba inevitablemente pistas sobre el estado de la relación amorosa que Pedro mantenía. Durante sus primeras fases, se mostraba indulgente con ellas y permitía que llamaran al despacho, aunque no las animaba a llamar. Pero, al cabo de un mes, se enfadaba cuando lo interrumpían, porque ya sabían que estaba trabajando y eran incapaces de esperar. Sin embargo, con Paula era distinto. Y lo era desde el principio, todo el tiempo. Incluso había rechazado acostarse con él para comprar una máquina de coser y llevarlo a tiendas de telas en zonas de la ciudad que desconocía hasta entonces. Además, no podía negar que trabajaba mucho. Trabajaba día y noche en el pequeño chalet de invitados y, cuando por fin salía de la casa, tenía los ojos cansados y una sonrisa de inmensa satisfacción por haber terminado más bolsos.
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