–Entonces, ¿Por qué me llamas al trabajo? Estoy ocupado.
–Sí, ya lo sé.
Ella lo dijo de una forma extraña, como si se sintiera insegura por alguna razón, y Pedro se tuvo que resistir al impulso de decir algo cariñoso. Tenía que aprender que no debía llamar al despacho.
–¿Qué puedo hacer por tí, Paula?
–¿A qué hora llegarás a casa?
Pedro frunció el ceño.
–¿Has llamado para preguntarme eso? –dijo con incredulidad–. Llegaré hacia las siete, como siempre. ¿Por qué quieres saberlo?
–No importa –contestó ella con rapidez–. Nos veremos luego.
Paula cortó la comunicación, pensando que había hecho mal al llamarle a la oficina. Sin embargo, no tenía intención de convertirlo en costumbre. Le había llamado porque le estaba preparando una sorpresa, y necesitaba saber a qué hora llegaba. Pedro había sido enormemente generoso con ella; la había aceptado bajo su techo y la había ayudado a salir adelante, y había llegado el momento de darle algo a cambio. Tras cascar unos huevos y echarlos en un plato con harina, empezó a hacer la masa. Mientras trabajaba, se acordó de la pasta casera que preparaba su madre y, aunque tuvo un acceso de nostalgia, se alegró de haberse alejado de ella. Ya no era la jovencita apocada que había sido. Había cambiado. Y su nueva vida se debía en gran parte a Pedro, el hombre que le hacía sentirse sexy, deseable y divertida en cualquier caso, hasta sin intentarlo. A veces, cuando volvía pronto, se acercaba al chalet con alguno de sus impresionantes trajes y llamaba a la puerta. Sabía que no debían verse hasta más tarde, pero lo invitaba a entrar con naturalidad, como si fuera un vecino o un amigo que estaba de visita. Y, en cuanto entraba, la apretaba contra la pared y la besaba con toda su alma mientras ella se afanaba por quitarle la ropa, desesperadamente. A veces, ni siquiera llegaban a la cama. Su relación era tan física e intensa que se ruborizaba cada vez que lo pensaba. ¿Les pasaría lo mismo a todas las mujeres? ¿Sentirían lo mismo? Había descubierto un nuevo tipo de poder, el de su atractivo sexual. Pero, al mismo tiempo, estaba sumida en un mar de dudas que no se podía quitar de la cabeza, por mucho que lo intentara; dudas que se escondían en los rincones de su mente y la asaltaban en cualquier momento, sin previo aviso. ¿Se estaría engañando a sí misma? ¿Se habría convertido en víctima de sus propios deseos? ¿O era algo natural? En cualquier caso, no podía compartimentar su vida de tal manera que sus partes no entraran en contacto. Si trabajaba todo el día y llevaba sus creaciones a Silvina, era inevitable que acabaran en el brazo de un maniquí o en un estante de cristal con un precio desconcertantemente alto. No podía hacer lo primero sin pasar por lo segundo. Y Pedro estaba en el centro de su existencia, presente en todos sus espacios. Además, algo había cambiado entre sus comidas, paseos turísticos y noches de amor. Ya no estaba tan segura de poder mantener una relación sexual sin esperar otra cosa. Cada vez le costaba más, y le costaba porque había desarrollado sentimientos más complejos y profundos. No había sido de la noche a la mañana. Había sido un proceso más lento, como un goteo. Pero no lo podía negar. Al principio, pensó que era consecuencia del sexo, de que su hambriento cuerpo estaba rompiendo su equilibrio emocional. Sin embargo, ni los orgasmos ni la preciosa calma posterior podían explicar que ardiera en deseos de pronunciar palabras de amor, de acariciarle el pelo con dulzura o de rozar los labios contra su boca en los momentos más inapropiados. Se sentía como si se estuviera enamorando de él.
–Maldita sea…
Sus dedos se volvieron a hundir en la masa. Sus sentimientos eran demasiado complicados para un hombre que huía de las emociones, y también lo eran para ella, porque no quería sentirse así. Quería despertarse una mañana y descubrir que se había liberado de la angustia que atenazaba su corazón; pero el instinto le decía que eso era imposible, y que su relación terminaría pronto si no la encauzaba en una dirección diferente. Por fortuna, su éxito profesional le había dado una seguridad de la que antes carecía, y estaba dispuesta a probar. Sus bolsos eran muy populares. Las mujeres ricas se peleaban por pagar sumas asombrosas por un producto artesanal, y Silvina Simon la apreciaba tanto que se había puesto en contacto con la directora de una de las revistas de moda más importantes del país, con un resultado indiscutiblemente positivo. Esa era la segunda razón de la cena que estaba preparando. Quería celebrar su buena suerte. Pero, sobre todo, quería dar a Pedro lo que sus millones no le podían dar: Cariño y atención, ya que el amor le habría asustado. Una demostración de gratitud mediante un gesto tan sencillo como una comida casera. Terminados los preparativos culinarios, se giró hacia el espejo de la cocina y se miró el pelo, que se había recogido por miedo a que se le metiera en la salsa. Al verse, sonrió con malicia y se apartó un mechón que se le había soltado del moño. Sería mejor que se quitara las horquillas antes de que Pedro apareciera.
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