–Menuda fiesta, ¿Eh?
–¿Te gusta? –preguntó Paula.
–Yo no he dicho eso.
–Pero lo has insinuado.
Pedro se bebió el vaso de agua y se lo dio a otro camarero.
–En absoluto –replicó–. Nunca me han gustado las entrevistas con individuos como Benjamín Forrester.
–Ni a mí.
–De hecho, tampoco me gusta que los paparazzi me persigan por todas partes.
–¿Y por qué no llevas un equipo de seguridad?
–Tienes razón. Debería llevarlo –contestó él, enfadado.
Paula sacudió la cabeza.
–Dime una cosa, Pedro. ¿Por qué has venido, si estás de tan mal humor?
–Supongo que he venido para apoyarte.
–Pues discúlpame, pero esto no me ayuda en modo alguno.
Pedro lo sabía perfectamente. Lo sabía, pero no podía detener la amargura que surgía de algún lugar profundo y oscuro de su ser. Hasta le costaba respirar.
–Has avanzado mucho desde que nos conocimos –dijo, mirando a una de las ayudantes de Silvina, que estaba escribiendo algo en su móvil–. Has cambiado, Paula.
Ella sacudió la cabeza como si no se pudiera creer lo que estaba diciendo.
–Claro que he cambiado. Tenía que cambiar. ¿O no cambiaste tú cuando llegaste a este país? –le preguntó–. ¿Crees que habría encajado en San Francisco si hubiera ido por ahí con mi motocicleta, unas viejas zapatillas de deporte y aspecto desaliñado?
Pedro guardó silencio.
–¿Habrías preferido que siguiera igual? –continuó ella–. ¿Eso es lo que querías? ¿Que siguiera siendo la misma?
Él pasó la vista por su moño, por el brazalete y los pendientes de diamantes y por la tela de su vestido, que enfatizaba todas y cada una de sus curvas.
–Sí, habría sido preferible. Ya no te pareces a la Paula que conocí.
–¿Ah, no? Entonces, ¿Por qué te enfadaste con la Paula de siempre, la que te preparó un plato siciliano para darte una sorpresa? De hecho, reaccionaste como si hubiera cometido un delito –le recordó.
–¡Porque quiero que seamos amantes, no una familia! –bramó él–. ¡No vine a los Estados Unidos para vivir recreaciones de lo que dejé atrás!
Paula lo miró con intensidad.
–¿Quieres saber una cosa?
–¿Qué?
–¡Que he cometido el error de encariñarme contigo! –contestó ella–. ¡Sí, lo admito, he caído en la trampa de tantas otras, a pesar de que me lo habías advertido! Y me importas tanto porque me gusta el hombre que se oculta en tu interior. A veces, hasta lamento que seas rico, porque te da la excusa perfecta para esconderte tras el hecho de que las mujeres solo te quieren por tu dinero, ¿Verdad?
Pedro no supo qué decir.
–Y, por si eso no fuera suficiente, tu madre te abandonó y tu padre te dejó en la estacada –prosiguió Paula–. Pero no podemos cambiar el pasado. No, no podemos, por mucho que queramos. Solo podemos curarnos las heridas, y tú no te curarás nunca porque no te quieres curar.
–Ya basta –protestó él.
–No, no basta. Me he cansado de oírte hablar de tus condiciones, y ahora me vas a oír a mí. Porque ninguna mujer podría cumplir tus expectativas, ¿No? Ninguna en absoluto. ¿Y sabes por qué? ¡Porque son absurdas, contradictorias, imposibles!
–Estás en lo cierto. Lo son. Y lo son porque no quiero sentir nada por nadie. No quiero tener una familia. No quiero tener hijos que sufran después por la desastrosa relación de sus padres. Y, desde luego, tampoco estoy buscando las cadenas matrimoniales a las que otros hombres se condenan – dijo Pedro con vehemencia–. ¿Por qué no te haces un favor a tí misma, Paula? Aléjate de mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario