Silvina Simon estaba encantada con ella. Pedro lo sabía porque le había preguntado, y había descubierto que los bolsos de Paula tenían mucho éxito. Y no solo en San Francisco, sino también en otras ciudades. Cuanto más tiempo pasaba, más perplejo estaba. Era la primera vez que vivía con una mujer, descontando a su madre, y le parecía increíble que lo disfrutara tanto. ¿Sería porque, al estar en la misma propiedad, no podía mantener las distancias con ella? ¿O porque le hablaba en dialecto siciliano, un dialecto que ninguna de las personas de su entorno comprendía? Quizá fuera por eso. A fin de cuentas, el idioma los unía en una especie de mundo privado y maravillosamente familiar, aunque a veces resultara claustrofóbico. En todo caso, esperaba cansarse de ella en pocas semanas, pensando que las luces de la gran ciudad destruirían el atractivo de una simple chica de provincias. Pero no lo habían destruido, y empezaba a estar preocupado. Se había obsesionado con la modista de Sicilia. Estaba hechizado, hasta el punto de que la miraba con fascinación cuando se cepillaba su rizada melena negra. Y ella, que sabía que la estaba mirando, sonreía de forma coqueta, como si fuera perfectamente consciente de que la prefería con el pelo suelto. Había roto muchas de sus normas por Paula Chaves. La llevaba a sitios turísticos de la ciudad y le enseñaba las fantásticas vistas de los alrededores. Hacía lo que fuera por contentarla. Pero nada era tan satisfactorio como estar con ella en la habitación y mirar sus ojos mientras llegaba al clímax, porque no los cerraba cuando hacían el amor. Y, por supuesto, adoraba su voluptuoso cuerpo y su generosidad como amante. Además, Paula no utilizaba el sexo como arma. Ni siquiera lo usaba como instrumento para conseguir algún fin. Nunca le había pedido nada. No dejaba caer que le gustaban los diamantes o las perlas. No insinuaba que quisiera un coche como los suyos. Y, para un hombre acostumbrado a que lo quisieran por su dinero, su actitud era toda una novedad. Desgraciadamente, había descubierto un inquietante paralelismo entre su difunto padre y él. ¿O no era verdad que se había obsesionado con una mujer y había permitido que lo controlara? Pedro había pensado mucho en la relación de sus padres. De niño, no podía entender que su madre hubiera sido tan cruel con su marido; pero luego, cuando se fue a los Estados Unidos, descubrió que algunas mujeres despreciaban a los hombres que las querían demasiado y se sentían atraídas por los que no. Lo había visto mil veces. Y él era un buen ejemplo, porque su indiferencia las atraía constantemente. Pero no iba a cometer el error de su padre. No bajaría la guardia. No permitiría que otra mujer le hiciera daño.
–¿Pedro? ¿Sigues ahí? –insistió Mariana, sacándolo de sus pensamientos–. ¿Quieres que te la pase?
Pedro suspiró, tentado con la idea de decirle que no. Sin embargo, era la primera vez que le llamaba a la oficina y, por otra parte, cabía la posibilidad de que necesitara algo o se hubiera metido en algún lío.
–Pásamela.
–Como quieras.
Su secretaria le pasó la llamada, y él se estremeció al oír la voz de Paula.
–Hola, Pedro.
–¿Ha pasado algo? –preguntó él, inquieto.
–No, nada.
Pedro sintió una mezcla de alivio y deseo, aunque sin dejar de estar preocupado por la influencia que Paula tenía sobre él.
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