Por desgracia para ellas, Pedro no buscaba esposa. Nunca la había buscado. Y el hecho de que algunos de sus mejores amigos hubieran sucumbido al matrimonio no había cambiado su opinión sobre él. ¿Qué le importaba a él lo que hicieran Lucas Conway o Mateo Valenti? Siempre había desconfiado de las mujeres. Mientras lo pensaba, llegó a la conclusión de que esa desconfianza estaba en el origen de su negativa inicial a acostarse con una mujer como Paula, una simple chica de campo. No se parecía nada a sus amantes. Era tan natural que suponía un peligro, como demostraba lo sucedido con posterioridad. Había logrado que perdiera el control. Primero, en Sicilia y luego, durante el vuelo a San Francisco. Además, Pedro ya no se hacía ilusiones sobre su propia fuerza de voluntad. Se había resistido al deseo de besarla después de la cena, pero había flaqueado por completo cuando la vio con el vestido de noche. La deseaba con locura. Se habría acostado con ella en ese mismo instante.
–¿Pedro?
El suave acento siciliano de Paula lo sacó de sus pensamientos, y Pedro clavó la vista en los destellos azules de su pelo, provocados por la luz de una lámpara de araña.
–¿Qué pasa?
–¿Esa de allí es Silvina Simon?
Él se giró hacia la elegante mujer de vestido claro que estaba al otro lado de la sala, entre una nube de jóvenes pretendientes.
–Sí. ¿Por qué lo preguntas?
–Porque me encantaría conocerla.
Pedro sonrió. Por lo visto, la famosa diseñadora era una especie de heroína para ella. Y no era de extrañar, porque todas las sicilianas estaban locas por las prendas de la firma SiSi, aunque pocas se las pudieran permitir.
–Pues acércate y salúdala.
–¡No puedo acercarme y presentarme sin más!
–¿Por qué no? Puedes hacer cualquier cosa que te propongas. Y es lo que debes hacer si quieres sobrevivir en una gran ciudad –declaró él, intentando animarla–. Venga, atrévete.
Las palabras de Pedro no aliviaron su ansiedad cuando se abrió camino entre los invitados y esperó junto al círculo que rodeaba a la diseñadora hasta que uno de los jóvenes reparó en ella y le presentó a Silvina Simon. Entonces, la diseñadora sonrió y le estrechó la mano, mirando su bolso de terciopelo con curiosidad.
–Se parece mucho a los míos –comentó.
–Es que las imitaciones de tus bolsos son muy populares en Sicilia –replicó Paula, sin saber si había hecho bien al decírselo.
Para su sorpresa, Silvina soltó una carcajada.
–Me alegra saberlo –declaró la diseñadora–. A fin de cuentas, dicen que la imitación es una de las mejores formas de halago.
Tras charlar un rato con Silvina, Paula se sintió tan segura que se atrevió a conocer a más personas. Y la velada pasó entre conversaciones, champán y una cena maravillosa, donde le tocó sentarse entre un empresario australiano y un actor llamado Sean MacCormack que, aparentemente, trabajaba en una serie muy conocida, aunque ella no la había visto.
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