Luego, el silencio. Un silencio maravilloso, roto sólo por el sonido de la lluvia que entraba por la ventana del baño, empapándolo. Pedro apartó el edredón.
—¿Estás bien, Paula? —casi tenía miedo de preguntar.
—Sí, estoy bien.
—Gracias a Dios.
Consiguió incorporarse y mirar alrededor, pero no veía nada.Todo estaba a oscuras.
—Vamos a comprobar los daños.
—¿Crees que podemos salir de aquí?
—Parece que el tornado ha pasado muy cerca —en ese momento, volvió a sonar el móvil—. ¿Cristian?
—Sí, soy yo. ¿Están bien?
—Sí, pero creo que la cabaña está hecha polvo —suspiró Pedro, pasándose una mano por el pelo.
—Eso da igual. Diego va para allá en el jeep. Voy a llamar a Federico para decirle que están bien.
—Gracias, Cristian.
Cuando por fin consiguieron salir de] baño, los dos se quedaron de piedra. Había un árbol en medio del salón y faltaba parte del tejado. Todo estaba lleno de agua y barro.
—Qué horror. ¿Y si hubiéramos estado aquí? —murmuró Paula, llevándose una mano al corazón.
—Pero no estábamos aquí. Tú estás a salvo, nuestro niño está a salvo…
En ese momento oyeron un claxon.
—Es Diego. Vamos, Paula.
—¡Menos mal que no les ha pasado nada! Estábamos muy preocupados.
—Gracias por venir. Sí, ha sido tremendo.
El viaje pareció durar un siglo, pero por fin llegaron a casa. Después de despedirse de Diego Ramírez, Pedro subió los escalones del porche, apoyándose pesadamente en el bastón.
—Tienes que darte una ducha de agua caliente, Pau. Estás temblando.
Sin decir nada, ella entró en el cuarto de baño y se quitó el camisón que su madre había guardado para su noche de bodas. Su noche de bodas… Qué ironía, pensó. Podrían haber muerto aquella noche. Su hijo también. Su hijo… La emoción hizo que se pusiera a llorar de una forma tan desgarradora que le fallaron las piernas. Pero cuando estaba a punto de caer, unos fuertes brazos la levantaron.
—No pasa nada, cielo —oyó la voz de Pedro.
—Podríamos haber muerto —murmuró.
No le importaba que Pedro la viera desnuda. Sólo le importaba que estaba allí, con ella.
—Lo sé. Pero ya estamos a salvo. Los tres —musitó él, sacándola de la ducha y envolviéndola en una toalla—. Tienes que meterte en la cama, cariño.
Prácticamente saltando sobre la pierna derecha, la llevó al dormitorio y la ayudó a tumbarse, pero ella seguía temblando. Sacó entonces una camiseta del cajón y se la puso a toda prisa, pero Paula estaba muy pálida. Quizá debería llevarla al hospital, pensó.
—Tengo mucho frío…
—Lo sé, cariño. Espera, voy a secarte el pelo.
Pedro frotó su pelo vigorosamente con una toalla y luego sacó otra manta del armario.
—¿Mejor?
—No, sigo teniendo… Frío.
Entonces supo que debía llamar a Federico. Pero cuando iba a salir de la habitación, ella lo retuvo.
—No, por favor. No te vayas. Abrázame.
—Tengo los pantalones mojados, Pau.
—Quítatelos y métete en la cama conmigo.
Él obedeció y la estrechó en sus brazos para hacerla entrar en calor.
—¿Mejor ahora?
—Sí, estás tan calentito…
Pedro no se movía, pero ella parecía tener otras ideas. Y cuando le pasó una pierna por encima, creyó que se iba a desmayar.
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