Veinte minutos después, Federico conducía a los recién casados hasta la carretera de tierra que llevaba a las cabañas del Mustang Valley. Pero, como no se permitía el paso de vehículos en el rancho de recreo, tuvieron que llegar a la cabaña en un cochecito de golf.
—Ya estamos aquí —anunció Pedro, señalando la construcción de madera.
Paula miró alrededor. A unos cincuenta metros había un arroyo y, aunque estaban en invierno, el paisaje era espectacular. Una sensación de serenidad la envolvió al ver todos aquellos árboles movidos por la brisa. Una sensación que desapareció al ver otro cochecito de golf alejándose por el camino. Seguramente alguien de la familia que había ido a comprobar si todo estaba perfecto. Y lo estaba. Aquél era un sitio perfecto para dos enamorados que no querían ver a nadie… Dos enamorados. Tuvo que tragar saliva. Ellos no eran dos enamorados. Se había casado con Pedro sin apenas conocerlo y aquella era su luna de miel. Aunque no era una luna de miel de verdad. Genial. Con su maleta en la mano para que Pedro pudiera apoyarse en el bastón, subieron los escalones que llevaban a la cabaña… Pero nada la había preparado para lo que encontró en el interior. El salón estaba iluminado por velas y la chimenea, encendida. Sobre la mesa, un ramo de rosas rojas. Suspirando, entró en el dormitorio. En la cama, un edredón de raso color vino… cubierto por pétalos de rosas. Aquello sería maravilloso para dos enamorados de verdad, pero Pedro y ella…
—Muy bien. ¿Y ahora qué hacemos?
—A mí se me ocurren muchas cosas —sonrió Pedro—. Pero no creo que quieras oírlas.
—¿Cuánto tiempo tenemos que quedarnos aquí?
—No podemos volver en menos de cuatro o cinco días.
—Pero si sólo hay una cama.
Iba a matar a su hermano. Porque seguro que el culpable era él. En otras circunstancias no le importaría lo más mínimo estar encerrado con una mujer guapa, pero con Paula…
—No sabía que iban a organizar esto, te lo aseguro.
—Ya lo sé —suspiró ella—. Pero no te preocupes. Llevamos varias semanas viviendo juntos, así que no pasa nada.
—Muy bien. Tú puedes dormir en la cama, yo dormiré en el sofá.
—No puedes dormir en el sofá, es muy pequeño. Yo dormiré en el sofá.
—De eso nada —replicó Pedro.
—Pero no puedes dormir ahí, te dará un tirón en la pierna.
—Y tú y tu niño tienen que dormir bien.
—Yo no soy tan grande y mi niño está muy cómodo donde está —rió Paula.
—¿Alguna sugerencia?
—No.
—Podríamos… Compartir la cama —dijo él entonces.
—¿Qué?
—¿Por qué no? Es una cama de matrimonio, cabemos los dos. Yo podría dormir encima del edredón, si quieres. Ni siquiera notaremos que estamos durmiendo juntos.
Sí, seguro. ¿A quién quería engañar?
—No sé si es buena idea —suspiró Paula, agotada.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, bueno… La verdad es que tengo hambre. Estaba tan nerviosa en el banquete que no probé bocado.
—Venga, vamos a ver qué podemos comer.
Pedro se quedó helado al abrir la nevera. Literalmente.
—Mira esto, Paula.
Había varias tarteras con ensaladas de pasta y verduras, además de una bandeja con pollo frito. También había queso, aceitunas, fruta, zumos y una botella de vino.
—Parece que han pensado en todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario