Luego fueron al tráiler de Pedro para que sacase algo de ropa y los cinturones de campeón que iba a enseñarle a Nicolás. También pasaron por el establo para echarle un vistazo a su caballo.
—Hola, amigo —sonrió, acariciando a Cheyenne.
El animal levantó la cabeza para saludarlo y Pedro intentó mantener el equilibrio, pero Cheyenne estaba demasiado emocionado. Afortunadamente, su hermano lo sujetó.
—Parece que te ha echado de menos.
—No puedo darle lo que necesita, una buena carrera.
—Está todo el día en el corral, no te preocupes. Y lo monta uno de los peones para que haga ejercicio. ¿Alguna cosa más?
—No, nada —suspiró él.
Al salir del establo, se subió el cuello de la chaqueta vaquera porque hacía frío, pero le gustaba sentir aquel viento fresco en la cara.
—Mira, son de raza Hereford —dijo su hermano, señalando unas vacas.
—No me puedo creer que te dediques al ganado.
—¿Por qué? Nuestro abuelo materno fue un ganadero muy conocido.
—Ya.
—Mira, Pedro, sé que no quieres reconocer a nuestro padre biológico, pero Alberto Ramírez no tuvo nada que ver con las circunstancias de nuestro nacimiento. Él no era un canalla, como Francisco. Además, el ganado da buenos beneficios. Y soy socio del Mustang Valley.
—Parece que los Ramírez y tú se llevan muy bien, ¿No?
Pedro sentía cierta envidia, no lo podía evitar. Toda su vida habían sido Federico y él, nada más. Y de repente…
—Sí, nos hemos hecho amigos. Si hicieras un esfuerzo por conocerlos verías que son muy buena gente.
—No tengo nada contra los Ramírez, pero mi vida no está aquí. Está en el rodeo y tú lo sabes.
Federico asintió.
—Muy bien, pero cuando decidas retirarte podrías vivir aquí. Podemos dividir el rancho.
—¿Y qué haría yo en un rancho?
—Lo que mejor se te da, enseñar a montar. Abrir una escuela. Tu nombre atraería a muchísima gente —contestó su hermano—. Además, podrías ayudarme a comprar ganado. Tú sabes bien cuando un toro es bueno y cuándo no.
Pedro no quería reconocer que se sentía entusiasmado con la idea.
—Te agradezco la oferta, pero ya veremos.
—Como tú quieras. Pero es mejor que volvamos a casa antes de que Paula envíe una expedición de búsqueda.
Pedro llegó alrededor de las diez. El salón estaba desierto, pero oyó ruido en el cuarto de baño. Paula estaba vomitando.
—Paula, ¿Te encuentras mal?
La respuesta fue un gemido.
—Paula, voy a entrar —le advirtió.
La encontró tumbada sobre la alfombra, al lado de la bañera, aún en pijama.
—¿Qué ha pasado?
—Por favor, déjame —murmuró ella.
—Voy a llamar al médico.
—No, por favor. No hace falta.
—¿Cómo que no? Voy a llamar ahora mismo.
Usando la muleta, Pedro salió del baño. Entonces empezó a pensar… Paula estaba vomitando y el otro día, cuando le dijo que alguien estaba embarazada, ella se puso pálida… Sin decir nada, entró en su habitación y tomó una almohada. Luego volvió al cuarto de baño y se fijó en su abdomen. Parecía ligeramente abultado.
—Toma, ponte esto bajo la cabeza —murmuró.
Cuando lo miró a los ojos, Pedro tuvo la respuesta. No se había equivocado.
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