Al día siguiente, Pedro se levantó a las seis de la mañana y fue a casa de su hermano en el coche de golf, que podía conducir sin usar las piernas. El doctor Morris había dicho que podía empezar a usar sólo una muleta y apoyar el peso del cuerpo en la pierna herida, pero sólo unos minutos al día. Y él estaba cada día más convencido de que volvería a caminar. Usando la barandilla, consiguió subir los escalones del porche y apoyar un poco el peso en la pierna izquierda. La notaba muy dura, pero no había dolor. Cuando entró en la cocina, se encontró a Federico y Romina abrazados, mirándose a los ojos.
Pedro tosió suavemente.
—Perdón…
—¡Pedro!
—¿Es que no paran nunca? Recuerden que en esta casa hay niños inocentes.
—A esta hora sólo hay hermanos inconvenientes —rió Federico.
—No seas tonto —lo regañó su mujer, que estaba un poco despeinada… Seguramente por las caricias de su marido—. Pedro, tú eres bienvenido a la hora que quieras. Por favor, siéntate. Llegas justo a tiempo para desayunar.
—Eso es lo que yo llamo una bienvenida. Gracias, Romina.
—Espera, un momento —dijo Federico entonces—. Me parece que has perdido una muleta.
Pedro se dejó caer en la silla.
—No, está fuera, en el coche. He pensado que era el momento de probar la pierna.
—¿Y qué tal?
—Regular. No voy a correr una maratón por ahora, desde luego.
—¿Y has venido para presumir o querías contarnos algo? —rió su hermano.
—¿No puedo venir a verte y a desayunar contigo?
—Paula te ha echado de casa.
—No —rió Pedor—. Sólo ha sugerido que salga un poco de casa. Además, no ha tenido un día libre desde que llegó y ya era hora.
—Pobre, ése es un castigo demasiado cruel.
Pedro fulminó a su hermano con la mirada.
—¿Estás intentando decir que soy insoportable?
—Más o menos. Pero te queremos de todas formas.
En ese momento, Catalina entró en la cocina con su pijama rosa.
—¡Tío Pedro! —gritó, echándose en sus brazos—. ¿Vas a desayunar con nosotros?
—Si no te importa…
—¡Puedes comer aquí todos los días! —exclamó la niña.
—Me parece que tus papas se cansarían de verme —rió Pedro.
—Pero yo no, yo te quiero —dijo Catalina entonces.
A él se le hizo un nudo en la garganta. No sabía por qué, pero tanto Catalina como Nicolás habían conseguido meterse en su corazón.
—Yo también te quiero. ¿Quieres ser mi chica?
—¡No puedo! Tu chica es Paula.
—No, cielo, Paula me está ayudando a caminar —dijo él entonces, un poco cortado.
—Pero te gusta, ¿Verdad?
—Sí, bueno…
—A mi mamá le gusta mi papá y van a tener un niño. A lo mejor tú también puedes tener un niño con Paula…
—¡Catalina! —exclamó Romina—. Venga, tienes que vestirte para ir al colegio. Yo subiré enseguida para peinarte.
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