Sólo cuando sacó el móvil del bolsillo se le ocurrió pensar que ignoraba si ella podía manejarse en un taxi o si los restaurantes que conocía tenían una rampa de acceso. Mientras vacilaba, confrontado a una realidad totalmente nueva para él, Gustavo llegó en su rescate.
—Pau, Dani quiere que te acerques al toldo. Parece que hay una periodista babeando por echar una mirada al abecedario que hiciste para Nico.
—¿Qué? ¡Una periodista en la fiesta de su boda, por amor de Dios!
—Oye, no me culpes a mí. Sólo soy el mensajero.
Cuando Pedro se dispuso a acompañarla, Gustavo lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.
—Oh, no. Mi amada esposa tiene planes para tí también. ¿No te importa si me lo llevo un momento, Pau?
—Puedes quedarte con él, querido. He descuidado mis obligaciones demasiado tiempo —declaró al tiempo que extendía la mano en un claro gesto de despedida—. Ha sido un placer conocerte, Pedro.
En lugar de estrecharla, él le sostuvo la mano.
—Creí que íbamos a cenar juntos.
—Gracias, pero ha sido un largo día. Tal vez la próxima vez que vengas a Londres —replicó al tiempo que liberaba la mano—. Mis recuerdos a Nueva York. Ah, y sé bueno con tus hermanas.
Y sin esperar respuesta, giró rápidamente la moderna silla de ruedas y se alejó por el sendero del jardín.
Pedro no le quitó los ojos de encima hasta que la vió perderse entre la multitud y luego se volvió a Gustavo.
—Una mujer extraordinaria.
—Sí lo es. Si he interrumpido algo, lo siento.
—Ya oíste lo que dijo. Cenaremos la próxima vez que vuelva a Londres.
—¿No sabe que has venido para quedarte?
—No creo haberlo mencionado.
¿Hadas del Bosque?
Pedro cerró los ojos. Quizá todo fuera un mal sueño. Si se concentraba mucho, tal vez despertara en la zona color pastel de su departamento de Nueva York. Pero no sucedió nada. Cuando volvió a abrir los ojos, el despliegue de brillantes tarjetas de cumpleaños decoradas con motivos mágicos, como hadas del bosque, todavía estaban allí. Una semana atrás, se encontraba en su oficina de Wall Street, con el destino de grandes corporaciones en sus manos. Y una sola llamada telefónica había cambiado su vida. Había pasado del sueño americano a la tontería británica. Lo único que deseaba era que Paula Chaves estuviera allí para que viera en qué se había convertido el «Pez gordo de la banca de Nueva York». Estaba seguro de que ella habría disfrutado de la broma.
—Las Hadas del Bosque era nuestra línea de productos más rentable.
Leticia Appleby, secretaria de su tío Alberto desde tiempos inmemoriales, vaciló un instante sin saber cómo dirigirse a ese hombre que le sacaba una cabeza y además era vicepresidente de un banco internacional.
—Todavía me llamo Pedro, Leticia.
Ella se relajó un tanto.
—Hacía muchos años que no te llamaba así, Pedro.
—Lo sé, pero no tienes que darme un tratamiento formal sólo porque he crecido y ahora soy más alto que tú. Todavía voy a necesitar que me eches una mano en esto. No sé nada acerca del negocio de tarjetas de felicitación.
No sabía nada y le importaba menos.
—¿Y los otros miembros del personal?
—Hablaré con ellos más tarde, cuando me haga una idea...
—No me refiero a eso. ¿Cómo quieres que te llamen?
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