Paula recogió el sobre que él había echado al buzón. Era grande y de color marrón. Al abrirlo vió que contenía tarjetas de felicitación. Entonces las desplegó sobre su falda. Era sus tarjetas, su trabajo acabado. «G de Guillermo» «B de Beatríz», «D de Darío», «P de Pedro». Guillermo era el cuñado de Pedro. ¿Pero quién era Beatríz? ¿Y Darío? Había una breve nota en la tarjeta con la letra P.
"Paula, me habría encantado «Construir ante vuestra puerta un cabaña de sauce», pero tengo planes para esta noche que no puedo cancelar. Mientras tanto, aquí está lo que hemos logrado hasta el momento. Pedro".
¿Planes? ¿Para qué? Si hubiera ido a cenar con Daniela y Gustavo, le habría bastado cruzar el jardín y entregarle las tarjetas personalmente. No era un hombre que comprendiera el significado de la palabra «No». «Bueno, lo que él haga no es cosa tuya», se dijo intentando no sentir celos, ni pensar que ya había encontrado a otra chica a quien pudiera mirar a los ojos sin tener que arrodillarse. Luego volvió a leer la nota. ¿Una cabaña de sauce? Vagamente la reconoció como una cita de algo que había estudiado en el colegio. Daniela tendría que saber de qué se trataba, siempre se le habían dado bien esas cosas. Al mirarse en el espejo del vestíbulo, dejó escapar un grito ahogado. Con ese aspecto de ninguna manera podía subir a cenar con ellos. Tendría que llamar a Daniela y decirle que había recibido un encargo muy urgente. Si alegaba cansancio no pasaría ni un minuto y ya la tendría a su lado, y no quería que nadie la viera con ese pelo, especialmente Fran. Le bastaría una mirada para darse cuenta de todo.
—¿Una cabaña de sauce? —repitió Daniela, minutos más tarde—. Es de Shakespeare. Noche de Epifanía, ¿No te acuerdas? Verás, Olivia pregunta a Viola qué haría si amara a alguien que no le correspondiera y... Espera, no cuelgues... —se produjo un sonido como si una mano hubiese tapado el auricular—. Lo buscaré y podrás verlo cuando subas.
—No, por eso te llamaba. Acabo de recibir un fax relacionado con las ilustraciones que he estado haciendo esta semana. Quieren que las modifique un poco y debo entregarlas a primera hora de la mañana.
—De acuerdo, si tienes que trabajar lo dejaremos para otra ocasión.
—Desde luego. ¿Y qué hay de la cita de Shakespeare? —insistió Paula.
—Me parece que dice así: «Me haría una cabaña de sauce ante vuestra puerta...»
—«Me haría una cabaña de sauce ante vuestra puerta e invocaría a mi alma dentro de vuestra casa. Escribiría sentidos versos de despreciado amor y los cantaría a toda voz...»
Paula dejó caer el auricular y se giró. Ahí estaba Pedro, apoyado en el marco de la puerta, con un esmoquin que le sentaba maravillosamente recitando los versos de Shakespeare.
—¡Para ya! —gritó, desesperada.
—«En la profundidad de la noche...»
—¡No! No sigas. Por favor, Pedro, no me hagas esto. No puedo soportarlo —imploró traicionando todos los sentimientos que había ocultado con tanto dolor.
Pedro cruzó la habitación y tomó el auricular.
—Está bien, Daniela. Gracias —dijo antes de cortar la comunicación.
—¡No está bien!
—¿Quieres decirme qué ha sucedido? —preguntó Pedro suavemente sin hacer caso de sus palabras al tiempo que deslizaba la mano por sus cabellos hasta dejarla reposar en la nuca—. ¿Un mal día para tu pelo?
—El rizo no quería acomodarse.
—¿Y decidiste matarlo?
—Eso es —afirmó. Si lograba hacerlo reír, él olvidaría su grito desesperado—. Ahora ya sabes la verdad. Soy una asesina de rizos.
Él se limitó a sonreír con una ternura conmovedora y, aunque su mano abandonó la nuca, sólo fue para tomarle ambas manos mientras se arrodillaba ante ella.
—No me refiero a lo de hoy, Paula. Lo has hecho antes, ¿Verdad?
¿Qué diablos le había contado Daniela? ¿Cómo se había atrevido?
—¿Qué...?
—Arriba —Pedro la interrumpió—, en el despacho de Daniela, hay una fotografía de ustedes. Me imagino que fue hecha cuando eran estudiantes.
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