Pero debía superarlo y empezar a contar sus bendiciones. Tenía amigos, una familia que la quería y se ocupaba de ella y el talento que Dios le había dado para ganarse la vida por sí misma. ¿Y Pedro? ¿Qué había de él?
—Ven sobre las siete y me hablarás de todos los que quieren alimentarte.
Cuando Daniela se hubo marchado, Paula se preguntó si Pedro también iría. «No seas paranoica» se riñó. Aunque eso no le impidió maquillarse con más cuidado de lo habitual. Luego se quedó mirando su pelo. Lo había dejado crecer para verse más femenina en la boda de Daniela. Una estilista la había peinado cuidadosamente, pero eso había durado un día. Intentó poner en su sitio un rizo que parecía tener vida propia. Era indomable y constantemente lo enrollaba en el dedo para apartarlo de la cara cuando estaba pensando, o como una distracción cuando intentaba no pensar. Desesperada, recurrió al gel fijador para domarlo, pero al cabo de cinco minutos estaba otra vez donde siempre, pero más tieso. La verdad era que el espejo le devolvía la imagen de una gallina asustada.
—Ponte a cloquear —dijo riéndose de sí misma.
¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Maquillándose con la improbable esperanza de que Pedro fuera a cenar a casa de Daniela? ¿Por un momento se había parado a pensar que por más carmín que se pusiera en los labios, por más que el pelo estuviera arreglado él se olvidaría de que no podía andar? Entonces tomó las tijeras que estaban en la cómoda y, todavía riendo aunque con los ojos empañados, cortó el rizo rebelde. A continuación, con las lágrimas corriendo por las mejillas, impulsivamente arremetió contra sus cabellos.
—¡Cloquea, cloquea! —se ordenaba a sí misma mientras los rizos caían uno tras otro hasta dejar el suelo sembrado de cabellos oscuros.
Hacía tiempo que la risa se había agotado cuando oyó el sonido del timbre de la puerta de calle. El sonido la devolvió a la realidad y se vio con las tijeras en la mano. Entonces miró su rostro en el espejo. Estaba muy pálida, con los labios rojos y el pelo... Paula cerró los ojos un instante para borrar su propia imagen y para retener las lágrimas. Era inútil llorar, ya estaba hecho. Tras dejar caer las tijeras, se acercó al portero con la videocámara recién instalada. Y allí estaba Pedro, mirando a la cámara como si supiera que ella estaba allí, observándolo.
—Vete —imploró mientras se secaba las mejillas con la palma de la mano—. Por favor, vete —insistió al tiempo que apagaba el vídeo, incapaz de soportar el dolor de verlo allí.
Tras una larga pausa, oyó que insertaban algo en el buzón. ¿Así que se rendía tan fácilmente? Era irracional sentirse enfadada. Si no había abierto la puerta era porque sencillamente no había querido abrirla. Pedro no se había rendido, sólo había aceptado su decisión. No, él no la quería, no la deseaba. No debía hacerlo. Había otros hombres buenos, más sencillos, más corrientes que podrían vivir con las limitaciones de su incapacidad, pero al igual que Pedro, ella necesitaba algo más. Por eso Paula sabía que él necesitaba alguien afín a él, tanto física como mentalmente. Él confundía la compasión con algo más profundo, y ella no quería ser responsable de sus sentimientos cuando se diera cuenta de ello. No quería ser testigo de su intento por librarse de la relación sin herirla a ella, ni odiarse a sí mismo. No, no necesitaba para nada volver a verlo. Ya había hecho todo lo posible por Coronet. De ahí en adelante, se limitaría a llamadas casuales y dejaría puesto el contestador automático para no tener que verse sorprendida por su voz. Además, estaría demasiado ocupada con otra «asesoría». Y si la necesitaba para trabajar en las ilustraciones, tendría que limitarse al correo electrónico.
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