Paula recordaba la fotografía. Estaba en un tablero donde Daniela había pegado varias fotos. La mayoría eran nuevas, pero había una que les habían hecho tras la graduación, cuando fueron de gira por Europa con las mochilas a la espalda, en esos últimos meses antes de empezar a tomarse la vida en serio. Dos jovencitas sonrientes con toda la vida por delante.
—¿Qué hacías en el despacho de Daniela?
—La llave del apartamento de Gustavo estaba en la caja fuerte. Nos sentamos a conversar un rato y, mientras nos tomábamos una copa, intentamos sacar conclusiones de lo que había sido nuestra vida en los últimos diez años. Entonces llevabas el cabello largo, casi hasta la cintura.
—¿Y desde cuándo es un crimen cortarse el pelo? —preguntó, y de inmediato se dió cuenta de que había reaccionado exageradamente—. No es nada importante, Pedro. Simplemente no podía arreglarme una melena tan larga tras el accidente. Eso es todo.
—¿Así que te la cortaste sola ante un espejo? ¿Adivinaba lo ocurrido?
¿O tal vez Daniela le hubiera contado a Gustavo los detalles de esa triste historia?
—Bueno...
—¿Eso fue lo que sucedió?
Tenía un nudo en la garganta y, a pesar de que deseaba decirle que la dejara sola, que dejara de perturbarla, que dejara de obligarla a pensar en lo que había sucedido, su lengua se negó a responderle.
—Confía en mí, Paula.
¿Confiar en él? ¿Para qué? ¿Para que escuchara con atención lo que había hecho y quedarse mirándola como si de verdad le importara? Y de pronto sintió que sí, que eso era lo que tenía que hacer. Contárselo todo.
—Estaba embarazada —murmuró, con voz apagada. Las palabras lograron atravesar la barrera del nudo en la garganta y de la lengua inerte—. Cuando me estrellé contra el muro estaba embarazada. No sólo perdí las piernas. También maté a mi bebé.
Pedro le soltó las manos, se puso de pie y se alejó. Ella cerró los ojos para no ver cómo se marchaba. Era lo que había deseado, aunque se sentía como si fuera a la deriva en las frías aguas de un mar oscuro.
—Paula, toma.
Sorprendida, alzó la vista.
—Pensé que te habías marchado.
Pedro le tomó la mano y se la puso alrededor del vaso que le tendía.
—Bebe esto.
—Yo no...
—Ahora sí que beberás —dijo con suave firmeza—. Te lo prescribo como una medicina.
—No eres médico.
—No, pero de todos modos te pido que confíes en mí —declaró—. Con calma. Sorbo a sorbo —le advirtió al ver que apuraba la copa. Entonces, sacó el móvil de un bolsillo—. ¿Ignacio? Soy Pedro Alfonso. ¿Podrías hacerme el favor de decirle al presidente que no podré ir a la cena esta noche...?
—No hagas eso —pidió Paula, con la voz ahogada.
—Sí —continuó él, sin hacerle caso—. Una emergencia familiar.
—¿Qué has hecho? —preguntó cuando él hubo cortado la comunicación.
—Me he escapado de una tediosa cena con un grupo de tediosos hombres de negocios.
—¿No ibas a cenar con Daniela y Gustavo?
—Voy demasiado bien vestido para eso, ¿No te parece? ¿Te sientes mejor ahora?
—No deberías estar aquí.
—¿Crees que me voy a marchar sólo con la mitad de la historia? — preguntó al tiempo que se inclinaba y le ponía las manos en la cintura.
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