Fue una caricia breve, como el fogonazo de un relámpago. El beso fue leve, pero su energía la dejó clavada en el asiento. La había tomado por sorpresa, eso era todo.
—¿Así está bien, señor?
—No podría estar mejor —respondió Pedro mientras se enderezaba para volverse a la agente de tráfico, que aún sostenía la puerta—. Sólo un minuto mientras voy a buscar la silla de Paula.
—No hay problema, señor.
Para él no había ningún problema. Estaba claro que Pedro la tenía en la palma de su mano.
—No te olvides de mi bolso. Está en el sofá. ¡Y cuando salgas, cierra la puerta con llave! —dijo a voces.
Y cuando se dió cuenta de que parecía una esposa mandona, optó por cerrar la boca.
—Lamento mucho haberle puesto una multa el otro día. Si hubiera sabido que era tu amigo, habría llamado a tu puerta.
—No te preocupes, Carla.
Tras saludar a Pedro con la cabeza cuando se acercaba a ellas, la agente se alejó.
—¿Es éste? —le preguntó a Paula al tiempo que le entregaba el bolso. Entonces acomodó la silla en la parte trasera del coche y luego se sentó ante el volante—. Y no olvidé cerrar la puerta con llave —añadió al tiempo que le alborotaba el pelo—. Bonito corte de pelo a lo garçon.
El día anterior, Paula se había apresurado a ir a la peluquería antes de que Daniela se diese cuenta del desastre que había hecho con su pelo.
—Se supone que estas cosas a los hombres les pasan inadvertidas.
—¿De veras? ¿Y ahora qué vas a hacer con las manos? Siempre estás jugando con tu pelo.
—Entonces tendré que pensar en otra cosa.
—¿Por qué no pones música? Los discos compactos están en la guantera —Pedro se volvió a ella con una sonrisa antes de concentrarse en la carretera.
Al verse sin su silla de ruedas, de pronto Paula se dió cuenta de que se había entregado totalmente en manos de Pedro. No había tenido intenciones de acompañarlo, incluso le había dicho que no era necesario. Pero Leticia la había llamado por teléfono con un montón de preguntas de parte del ingeniero de programación. Pedro no se encontraba en la oficina y nadie sabía dónde se había metido. Entonces, ella empezó a temer que todo el proyecto fracasara. Después había tenido que preocuparse del material gráfico para el resto de los artículos de la gama del abecedario. Luego, del papel de envolver, del friso y de otras iniciativas que finalmente tuvo que llevar ella misma a la oficina para asegurarse de que Leticia lograra tenerlo todo a tiempo. Empezaba a quedarle claro que Pedro se había arrepentido de su intento por sacar a flote la compañía y, a pesar de que le había pedido que dejara el sábado libre para él, fue ella la que tuvo que llamarlo finalmente y verificar a qué hora partirían. Después de haber hablado con él empezó a sospechar que, tal vez, le hubiera permitido deliberadamente tomar la iniciativa. Aunque aquello era ridículo; todo saldría bien. Podría conducir su propio coche y de ese modo marcharse cuando quisiera, sin Pedro. Sin embargo, a pesar de sus intenciones, la intoxicación sensorial producida por él había hecho que olvidara todo lo relacionado con el sentido común. Repentinamente, una ola de pánico se apoderó de ella y por más que intentó ocultarlo, debió de hacer algún ruido, porque Pedro se volvió hacia ella.
—¿Pasa algo?
—No —dijo, pero de inmediato se arrepintió porque no era verdad—. Sí.
Pedro se detuvo en el bordillo sin hacer caso del cartel que lo prohibía.
—Dime qué sucede. ¿No te acostumbras a mi modo de conducir? —preguntó, preocupado.
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