—No, cariño, con un teléfono y una tarjeta de crédito cualquier tonto puede encargar una pizza. La verdad es que necesito con urgencia demostrarte que no todos los hombres somos unos inútiles y...
—¿Me has llamado tonta?
—Y si tienes suerte dejaré que me ayudes en la cocina —continuó como si no la hubiera oído.
—¿Dónde vamos exactamente? —preguntó Paula bruscamente el sábado por la mañana.
No lo había visto ni hablado con él desde la noche en que intentó ahuyentarlo y en cambio terminaron cenando un sorprendente plato de espaguetis a la carbonara que Pedro preparó para ella. Más tarde, se despidió con un beso en la frente, como si ella hubiera sido una niña de seis años. A partir de entonces, a falta de invitaciones para comer, cenar u otros compromisos relacionados con la alimentación, le pareció que él se había arrepentido de haberla alentado a dar rienda suelta a sus emociones sobre su camisa de etiqueta. La única razón que lo había hecho volver esa mañana era porque la necesitaba para dar los últimos retoques a las tarjetas. Negocios, simplemente.
—Te seguiré, pero prefiero que me des la dirección por si te pierdo de vista.
—¿Seguirme? ¿Y para qué querrías seguirme?
Estaba claro. Sería una soberana estupidez compartir con él durante largo rato el estrecho espacio de un coche. Aquella noche, con la cara apoyada en su pecho, había oído los violentos latidos del corazón bajo su mejilla, así que no ignoraba el peligro. El único motivo para acompañarlo era Leticia y el resto del personal de Coronet. Y quizá también lo hiciera un poco por ella. Tenía que pensar en su propio futuro. Un futuro que no incluía a Pedro Alfonso.
—Por supuesto que me agradaría que viajaras conmigo si quieres, pero sé que muchos hombres odian que los lleve una mujer.
—No es el sexo del conductor lo que podría objetar, sólo su forma de conducir. En todo caso, había pensado que vinieras en mi coche.
—Desgraciadamente, no es tan sencillo, Pedro. Para empezar, algunos coches son más cómodos que otros para entrar y salir. Por otra parte, mi silla de ruedas ocupa mucho espacio. ¿No dijiste que el coche que te habían prestado era viejo?
—Y lo es. Pero no dije que fuera pequeño. Si puedo meter tu silla sin dificultad, ¿Vendrás conmigo?
—De acuerdo, trato hecho —accedió antes de empezar a moverse.
—Espera un poco. ¿No sería mejor comenzar con la silla de ruedas? Así que lo primero que haremos será esto —decidió al tiempo que se inclinaba y ponía las manos bajo los brazos de Paula—. Sería mucho más fácil si me rodearas el cuello con los brazos.
—¿Qué? No hace falta... Yo...
—Confía en mí, Paula, sé lo que hago —aseguró al tiempo que la izaba de la silla.
Entonces, sin poderlo evitar, los brazos de Paula volaron alrededor de su cuello y, antes de darse cuenta, estaba en posición vertical, con los brazos de Pedro sosteniéndola con firmeza contra su pecho.
—Tú no puedes... Yo no debería... —empezó a decir.
—Podemos hacer todo lo que deseemos, Paula. No es tan malo, ¿Verdad?
¿Malo? ¿Cómo iba a ser malo sentir el cálido aliento en la mejilla y su rostro a unos centímetros del suyo? Aunque sí, era malo. La mano en torno a la cintura la ceñía contra su cuerpo de tal modo que entre su piel y la de Pedro no hubo nada más que seda y algodón. De pronto, sintió que sus pechos se excitaban mientras su instinto femenino, tan antiguo como el tiempo, la urgía a besarlo, a atraerlo hacia sí y nunca dejarlo marchar. Era demasiado para sus buenas intenciones. ¿Podía sentir Pedro la respuesta de su cuerpo? ¿Sabía el efecto que ejercía en ella?
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