—¡No! No se trata de tí. Soy yo, Pedro. No me acostumbro a estar sin mi silla. No tengo control sobre lo que pueda ocurrirme —explicó con ansia, intentando hacerle comprender lo que sentía—. Para todo lo que quiera o necesite tendré que depender de tí, y no te conozco lo suficiente como para hacerlo.
—Es cierto. Pero hago lo imposible para remediarlo. Pensé que empezábamos a hacer progresos en ese sentido.
Ella negó con la cabeza.
—Por favor, no me lo pongas más difícil. Sabes que nunca podrá ser así.
—¿Tienes miedo?
—Sí. Realmente tengo mucho miedo —Paula optó por decir la verdad, porque era importante que él la comprendiera—. Sé que nunca harías nada para hacerme daño deliberadamente, Pedro. Sólo que no lo has pensado a fondo.
—Durante los últimos dos días he pensado mucho, Paula. Sea lo que sea lo que desees, lo que necesites, tú marcarás el ritmo. ¿Te sentirías mejor si te llevo a casa? —preguntó—. Cuando te presioné para que me acompañaras, sólo pensaba en mí y lo siento. No volveré a hacerlo. Si prefieres que utilicemos tu coche para que te sientas más segura, lo haremos.
—¿Estás preparado para llevarme de vuelta a casa y cambiar el coche?
—No quiero que te sientas incómoda. Esperaba que hoy nos divirtiéramos. Algo así como un nuevo comienzo para ambos, pero al parecer no he empezado con buen pie —confesó. Matty se dijo que no debía olvidar que se trataba de un nuevo comienzo... en los negocios—. Tú decides, Paula. ¿Qué dirección tomamos? ¿Adelante o hacia atrás?
—Adelante. La vida es demasiado corta para volver sobre nuestros pasos —declaró dando la conversación por terminada. Luego abrió la guantera para sacar un disco.
Durante un segundo Pedro no se movió, con la vista fija en ella; pero al verla concentrada en los discos, puso el coche en marcha y continuaron el trayecto. Ella había intentado protegerlo. Ser su amiga. Enviarlo lejos antes de que la novedad dejara de serlo y él recordara que su verdadera vida estaba en Nueva York. ¿Podría amarrarse a una mujer necesitada, pegajosa y exigente?
Con manos temblorosas, puso uno de sus discos favoritos y cuando la voz de Sinatra la invitaba a volar hacia la luna, se volvió hacia Pedro.
—Háblame de Nueva York —le pidió con una sonrisa mientras sentía que de pronto su tensión se evaporaba tras haber decidido dejar de proteger a ambos del futuro.
Era mejor disfrutar del presente. Disfrutar de un viaje en un coche como aquél. Disfrutar del hecho de que, para variar, la miraran con envidia y no con piedad. Cualquier cosa que sucediera ese día, o en el resto de su vida, tendría que agradecérsela a Pedro.
—¿Nunca has estado allí? —preguntó, mirándola más aliviado.
—No, pero había hecho planes... —alcanzó a decir antes de que desapareciera su sonrisa.
—No hay nada que te impida ir cuando quieras —afirmó en un intento por recuperar la sensación de que estaban juntos, de que eran dos personas viviendo una aventura—. Los planes se pueden volver a hacer. Todo lo que se necesita es un poco de organización.
Sabía muchas cosas de ella, pero todavía había campos minados que podían explotarle en la cara al primer descuido. Necesitaba que Paula confiara de él, que le contara cuáles habían sido sus sueños antes del accidente para demostrarle que la mayoría de ellos todavía podían convertirse en realidad.
—Lo sé. Y lo haré algún día. Muy pronto, si tu treta con las tarjetas me convierte en una mujer rica.
—Te encantará —comentó callándose el ofrecimiento de llevarla—. Es una ciudad llena de vida y de energía.
No quería que se ocultara tras esa máscara protectora que utilizaba como un escudo. La próxima vez que le preguntara si quería tontear con ella en los arbustos no lo diría bromeando. Quería que lo dijese porque verdaderamente lo sentía.
—¿Dónde vives? —preguntó.
Pedro reconoció el truco. Hacerle hablar para permanecer en silencio. Muy bien, al menos era un comienzo, pensó. Le habló de su amplio departamento, de su trabajo, de su vida, de los fines de semana en la playa y de los veranos en Cape Cod, Paula lo escuchaba con atención y era tan fácil conversar con ella que llegó a olvidar que era él quien tenía que hacerle hablar.
—¿Con quién sueles viajar? No creo que te falte compañía.
De pronto, Pedro pensó que hacía mucho tiempo que le faltaba. No se trataba de citas, sino de la auténtica compañía de una mujer con la que un hombre pudiera conversar.