Hasta la noche en que le habían dado la noticia de la muerte de su padre. Aquella noche había perdido toda la fuerza y la confianza en sí mismo. Había sentido que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. Había pensado que su padre era un hombre fuerte y seguro. Siempre había tenido todas las respuestas. Había sido un hombre inteligente y honrado, había querido a su madre… y Carlos había sido su mejor amigo. Habían sido casi inseparables, más que hermanos. Lo único que se había interpuesto entre sus padres había sido la sofocante presencia de Carlos en sus vidas, hasta que había ocurrido algo y todo había cambiado. Pedro había tenido la sospecha de que Carlos había intentado acercarse a su madre y su padre se había enterado. Tenía que haber sido algo así. Su padre había luchado para salvar el banco. Había trabajado incansablemente durante semanas, pero había sido muy difícil. Las personas con mucho dinero querían todavía más, mucho más. Y Carlos les había ofrecido un dividendo que no habían podido rechazar. Pero había sido la muerte de su padre lo que lo había destrozado, más que las pérdidas del banco. La pena de su madre había sido inconsolable y él se había quedado a su lado, la había cuidado y había tomado las riendas del banco a sabiendas de que habría sido lo que habría querido su padre. Y había pasado por todo aquello sabiendo que no podía ir a peor. Sabiendo que Macarena estaba a su lado. Por eso había decidido tomar un avión aquella noche, sabiendo que su cuerpo caliente lo estaría esperando, y después un taxi que dos horas más tarde lo dejaría en St Andrew’s en aquella mañana lluviosa y fría. Pensando en meterse a su lado en la cama, sentir su abrazo y enterrarse en ella para aliviar su dolor… ¿Cuántas veces reviviría aquellos momentos? El ruido de la gravilla, su aliento helado. El frío de la llave al meterla en la cerradura, las luces encendidas en el pasillo, la televisión, las gafas encima de la mesa. Había andado como un autómata en dirección al ruido del agua de la ducha al caer. Y entonces había visto a su preciosa Sophia, desnuda y mojada, abrazando con las piernas a otro hombre. Al entrenador del equipo nacional de rugby, que había ido hasta Escocia para pedirle a él que jugase para su país. ¿Cómo no iba a estar emocionalmente atrofiado? Lo estaría durante elresto de su vida.
–La mayoría de las personas no se creen todo lo que leen. Yo no lo hago. No sé si te sirve de consuelo.
Él miró a Paula, con su rostro de ángel, con esos enormes ojos marrones y esos labios rojos. Tan dulce. Y pensó que, si se estaba preocupando por él, estaba perdiendo el tiempo.
–No te preocupes por mí, por favor –le dijo, abrochándose el último botón de la chaqueta–. Soy un chico grande.
Le guiñó un ojo y sonrió. Apoyó una mano en su hombro, un hombro delicado y suave como la seda. Se acercó un paso más a ella y vio cómo se le dilatan las pupilas, era lo que solía ocurrir siempre que se acercaba a dar su primer beso a una mujer… ¿Acaso no sería perfecto empezar la velada dándole un beso a Paula? Se había sentido tentado nada más verla, y ella parecía corresponderlo. Al fin y al cabo, aquella podía terminar siendo la noche perfecta. Su erección se lo corroboró. Solo quedaba una cosa por hacer.
–Pero a su madre debe de dolerle leer esas cosas –dijo ella, girando elrostro.
Él se quedó inmóvil, se dió cuenta de que acababan de rechazarlo.
–Lo que sienta mi madre no es asunto tuyo ni de nadie más –se oyó decir–. Ojalá todo el mundo se ocupase solo de sus problemas.
Ella se ruborizó y Pedro se arrepintió inmediatamente de haber utilizado un tono tan duro. Paula no parecía dada a hablar de los demás. Solo había querido ser amable. Y lo peor de todo era que tenía razón. Él sabía que a su madre le dolía leer esas noticias en la prensa, y la culpa era solo suya.
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