–¿Qué le parece? –le preguntó en un susurro.
–Me parece que estoy enganchado, que he descubierto una nueva pasión.
Su gesto era indescifrable, pero sus palabras hicieron que Paula sintiese todavía más calor. Observó la escena final como aturdida. Y, por fin, terminó. El público aplaudió, vitoreó y golpeó el suelo con los pies. Y ella se quedó allí sentada, a su lado.
–Ahora tengo entendido que tengo que ir a conocer a los bailarines –le dijo él–. Y después…
Y le dedicó una mirada que la sacudió por dentro.
Paula se giró hacia el escenario y aplaudió. Él se puso de pie a su lado mientras los bailarines miraban hacia el palco real. Les sonrió, los saludó y aplaudió una vez más. Paula se levantó también. Le temblaban las piernas. Las luces se encendieron y el público empezó a salir. Ella siguió a Pedro, que se dirigía a la parte trasera del escenario. Vió los ojos brillantes de sus compañeros, los cuerpos sudorosos, y la adrenalina que había en el ambiente después de la actuación. Se sintió casi tan emocionada como ellos mientras se los presentaba a Pedro. Vió cejas arqueadas y sonrisas amplias. Supo que la estaban observando y que comentarían que la rarita de Paula, que nunca se salía del guion, estaba coqueteando con el patrocinador. No le importó. No iba a defraudar a nadie, ni a ella misma. Lo tenía muy claro. Había varias mesas con bebida y comida. Sintió que alguien le ponía la mano en la espalda y la guiaba hacia ellas, su cuerpo se puso tenso, se derritió. Pedro. Él la miró y sonrió con indulgencia, como queriendo decirle que aquello iba a durar un poco más. Y Paula no tuvo sed de champán. Le costó concentrarse mientras intentaba resistirse a la atracción física que sentía por él. Cuando éste inclinaba la oreja sobre el hombro derecho, para indicarle que quería más información acerca de alguien o de algo, ella se ponía de puntillas con gusto e intentaba alargar el momento para disfrutar de la sensación. Él apoyaba la mano en su cintura, la acercaba más a su cuerpo, y ella dejaba que sus labios le rozasen la mejilla. Pedro tenía la piel suave y su olor era increíblemente sutil al tiempo que magnético e irresistible.
–Repíteme eso –le pidió cuando Paula le dijo un nombre.
Entonces se acercó un camarero con una bandeja llena de canapés y Pedro se apartó para dejarle pasar y pegó a Paula contra su cuerpo. Ella se quedó inmóvil, presa del deseo. Supo que debía apartarse, pero no pudo. El camarero volvió a pasar y, por fin, se apartaron.
–¿Quién es esa mujer de verde, que viene hacia aquí con el director?
Paula miró hacia donde estaba mirando Pedro y se sintió culpable. El director había confiado en ella porque era la más sensata del grupo y no podía defraudarlo.
–Diana Cicely Bartlett –le respondió, centrándose–. Actriz convertida en política. Al parecer va a hablar de la falta de financiación a las artes…
–Estoy impresionado. Lo sabes todo de tu mundo. Con o sin las notas – comentó Pedro, acercándose otra vez–. ¿Estás bien? De repente, te has puesto pálida.
Tomó su mano, le frotó el interior de la muñeca con los dedos y ella se quedó sin habla. Intentó mantener la mente fría, pero estaba ciega de deseo, se sentía más débil con cada momento que pasaba. Tenía que poner fin a aquello antes de que se le fuese de las manos.
–Si no le importa, necesito sentarme. Creo que he tomado demasiado champán.
Él la acompañó hasta una silla.
–Lo siento. No sé en qué estaba pensando. En cuanto termine de hablar con Diana Cicely podremos irnos a cenar.
¿A cenar? Seguro que Pedro no quería cenar, sino acostarse con ella. La idea le aceleró el corazón. No podía continuar con aquello. ¿A quién estaba intentando engañar? Acabaría en su casa y entonces empezarían a besarse. Y a tocarse. Entonces ella se daría cuenta de lo que estaba haciendo y querría marcharse de allí. Él se sorprendería y se preguntaría el motivo. Y ella llamaría un taxi y se marcharía. Siempre terminaba así. Y después no pasaba nada más porque no volvía a verlos, pero Pedro Alfonso era su patrocinador y no podía hacer el ridículo con él.
–No pienso que eso sea buena idea.
–¿Qué ocurre? –le preguntó él, acercándose de nuevo.
Ella pensó que tal vez aquella vez fuese diferente. Tenía la sensación de que aquello era diferente.
–Paula, es muy buena idea –le dijo Pedro en voz baja.
–No, sinceramente, no. Estoy cansada. Debería marcharme a casa.
Él la estudió con la mirada y la miró a los ojos como si pudiese ver en su interior.
–No estás cansada. Estás nerviosa. Te preocupa que los demás te puedan juzgar.
Pedro miró por encima de su hombro y frunció el ceño.
–Espera aquí. No te muevas.
Se alejó y ella se quedó sola entre la multitud. Sintió como si la noche se hubiese cernido sobre ella sin luna y deseó que volviese Pedro y la iluminase con su luz.
–Bien. El banco se ha comprometido a apoyar el programa de estudios de danza y tu director está encantado. Me ha pedido que te lo diga. Así que mi trabajo aquí ya ha terminado. Vamos a ir a cenar y no voy a aceptar un no por respuesta.
Sus palabras la animaron, aplastaron la poca fuerza de voluntad que le quedaba.
–Está bien –respondió–. Será estupendo ir a cenar.
Él tomó su mano y ella no se apartó. Unos minutos después estaban saliendo del teatro. Varias personas se acercaron sonrientes a despedirse de Pedro, que les dijo adiós, les dió la mano y sonrió, o les dio una palmadita en el hombro y siguió avanzando. La inevitabilidad de lo que iba a ocurrir después tenía a Paula completamente aturdida. Salieron a la calle y llegaron hasta donde los esperaba el coche. Entonces Pedro se giró y le sonrió de manera encantadora.
–¿Preparada? –le preguntó.
–Más que nunca –susurró ella.
La puerta se abrió y ella entró.
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