Era viernes por la tarde. El mejor momento del mundo. La semana laboral había terminado y la fiesta estaba a punto de empezar porque, a juzgar por lo que Pedro Alfonso había oído, iba a haber una buena fiesta. Salió del coche, se aflojó la corbata y, para terminar el día, se dirigió a su avión privado, que lo llevaría de Roma a Londres, y se dispuso a llamar a la Directora General, la signora Alfonso, su madre. Atravesó la cabina y se sentó frente a su escritorio dispuesto a beberse la cerveza de los viernes, salvo que no se la habían servido. Dejó su maletín en el asiento vacío y miró a su alrededor. Tampoco estaba su asistente, David, y eso era muy extraño. Siempre hacían lo mismo: la cerveza, la llamada, algo de agua, algo de prensa, una ducha y cambio de ropa, el coche preparado en Londres, en ocasiones una mujer, otras, no. Esa noche no. Iba a ir a ver un combate de boxeo, a apostar y a estar con los amigos, pero antes tenía que hablar con su madre y darle la noticia. Se sentó y marcó el número. Volvió a mirar a su alrededor. ¿Dónde estaba David? Oyó que abrían una botella de cerveza y se giró justo en el momento en el que empezaba a dar tono la llamada. Primero se fijó en las piernas, después, en el vestido rojo. Aquel no era David. Frunció el ceño y vio cómo le dejaban la botella delante. Alguien tendría que darle una explicación.
–Hola, mamá, soy yo.
–¡Pedro! Precisamente iba a llamarte.
–Pues ya está hecho. Tengo algo que contarte.
–De acuerdo, tú primero.
A él se le aceleró el corazón.
–Augusto Arturo ha decidido vender por fin.
–¿De verdad? ¿Después de tanto tiempo? Es una noticia increíble.
Pedro agarró la botella, estaba de acuerdo con su madre.
–¿Y cómo te has enterado?
–Ha sido sencillo. Oí unos rumores e indagué. Dicen que está harto, que quiere marcharse y que nosotros somos los únicos interesados…
Se interrumpió, a pesar de los miles de kilómetros que los separaban, Pedro pudo imaginar la expresión de su madre, de dolor y anhelo.
–¿Estás completamente seguro?
Él hizo una pausa. No merecía la pena fingir.
–Somos los únicos realmente interesados. He oído que Carlos va a darse por vencido, pero ya sabes lo malo que es. Su reputación ha llegado hasta Suiza y te garantizo que no tendrá ninguna posibilidad.
–Pedro, no quiero que te metas tú.
–Ya sabes que es el momento, mamá. Carlos se marchó con la mitad de nuestros clientes y los voy a recuperar. Si nos fusionamos con Arturo seremos imparables. Puedo hacerlo, te lo prometo.
–No quiero promesas, Pedro. No quiero que te vuelvas loco como tu padre. No merece la pena.
Él suspiró y soltó la botella. Ya había sabido lo que iba a decirle su madre y la comprendía, pero no tendrían otra oportunidad como aquella.
–No puedo dejarlo pasar, ya lo sabes –le dijo él en voz baja–. Venga, mamá. Por papá. No podemos permitir que Carlos vuelva a ganar.
Esperó a que su madre respondiera, pero el avión despegó en silencio. Él se la imaginó con el ceño fruncido por la preocupación, angustiada. Pero era Ana Alfonso y él, su hijo…
–Tienes razón. Eso no puede ocurrir –le dijo esta por fin–. No podemos quedarnos sentados esperando a que vuelva a quitárnoslo todo.
–Exacto.
–Pero tienes que prometerme que, si intenta algo, lo dejarás, Pedro. Prométemelo. No puedo perder a mi marido y a mi hijo.
Él recordó a su padre volando sobre el salpicadero del coche y apretó la mandíbula con fuerza. Algún día Carlos pagaría por ello.
–No tienes de qué preocuparte, mamá.
–Por supuesto que sí. No soportaría que te ocurriese nada.
Pedro oyó cómo se le quebraba la voz y aquello lo mató. Tenía más fuerza y resiliencia que nadie en el mundo. El hecho de ser capaces de mencionar el nombre de Carlos en una conversación era una muestra de lo lejos que habían llegado. Había sido como de la familia, el mejor amigo de su padre, su abogado de confianza y, después, su socio, y los había traicionado. Lo había vendido todo y se había marchado. Y les había destrozado la vida.
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