De pronto le sonó el teléfono móvil.
–Hola.
–Ven a casa, por favor.
Había urgencia en la voz de Betty, así que soltó la fregona de inmediato.
–Voy.
Corrió hasta la casa. No había nadie en el salón, ni tampoco en la cocina.
–¿Betty?
–Arriba.
Paula subió los peldaños de dos en dos. Entró en la habitación de la anciana y miró a su alrededor. Había algo nuevo sobre la cama. Era un montón de ropa, y también zapatos. Betty tenía una sonrisa radiante en los labios. Carolina estaba a su lado, y también la señora Harrison y María.
–¿Qué pasa?
Carolina señaló el montón de ropa.
–Tengo muchísima ropa que no me sienta bien. Creo que tenemos más o menos la misma talla. Y María también. A lo mejor hay algo que les guste.
Paula se cubrió el rostro con las dos manos. Le estaba tan agradecida. Betty la rodeó con el brazo.
–¿Qué sucede, cariño?
–Son tan amables. Es el momento perfecto –contuvo un sollozo–. Tengo una cita hoy, pero no tengo nada que ponerme, así que he pensado en cancelarla.
–No te preocupes –dijo Betty, como si todo tuviera arreglo aunque el mundo acabara esa noche.
–Y, por favor, no canceles la cita –dijo Carolina–. Te vamos a buscar un vestido increíble para esta noche. Algunas de las prendas todavía tienen la etiqueta.
Paula se frotó los ojos. No era capaz de entender a la gente rica.
–Carolina es adicta a las compras. Puede que lo haya heredado de mí –dijo Betty–. Ya es hora de que otros se beneficien de la adicción de mi nieta. ¿Adónde vas esta noche? –le preguntó.
En cuanto les dijera adónde iba, sabrían que iba con Pedro, pero no podía mentirles.
–A Pacifica.
La señora Harrison y María suspiraron. Una sonrisa se dibujó en los labios de Carolina.
–Un restaurante extraordinario –rebosante de alegría, Betty condujo a Paula hasta la cama–. A ver si encontramos algo para que a Pedro se le salgan los ojos y quiera pasar directamente al postre.
La cena en Pacifica fue mucho mejor de lo que Pedro esperaba. Apretó la mano de Paula.
–¿Te he dicho que estás muy guapa esta noche?
–Unas diez veces –dijo ella, sonriendo solo para él–. Pero no me importa.
–Entonces voy a seguir diciéndotelo. Eres la mujer más guapa de la ciudad.
–Bueno, eso fue porque tu hermana me ayudó.
–No necesitas ropa elegante y maquillaje para ser preciosa. Lo llevas dentro. Lo demás son accesorios. Nada más.
No había sitio en su vida para una novia, pero le gustaba estar con Paula. A lo mejor ella también querría tener una relación ligera... Le dió un beso en el dorso de la mano.
–Pero aunque llevas un vestido espectacular, tengo que admitir que echo de menos todo ese pelo de perro que sueles llevar en la ropa.
Ella se rió. Su voz le acariciaba el corazón.
–Dudo mucho que me hubieran dejado entrar si tuviera algo de pelo en la ropa –miró a su alrededor y entonces bajó la voz–. Me alegro mucho de haber sobrevivido a la cena. No hacía más que pensar que podían echarme en cualquier momento, si cometía un error, o si usaba el tenedor incorrecto, o algo así.
–No has cometido ningún error.
Ella le dió un beso en la mano.
–No ha sido tan difícil como pensaba.
El camarero, vestido de traje, dejó el recibo y la tarjeta de Pedro sobre la mesa.
–Gracias –le dijo ella, acariciándole la mano–. Por esta noche. Nunca la olvidaré.
–Tendremos que repetir.
–Me gustaría, pero...
–¿Qué?
La mirada de Paula se volvió traviesa.
–Me has dejado ver algo de tu mundo. Si volvemos a hacer esto, quiero enseñarte mi mundo.
–No digas «Sí». ¿Cuándo quieres hacerlo? El plan suena bien... ¿Qué tal el viernes?
–¿Este viernes?
–Sí.
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