–Ya sabes qué quiero decir.
Ella asintió.
–Es un poco... Abrumador.
–¿La fiesta?
–La gente, los invitados, los camareros, el DJ... Betty me ha presentado a unas cien personas esta noche. No soy capaz de recordar todos los nombres y rostros.
–Así que te has escapado.
–Éste es mi lugar favorito de toda la finca. Es donde...
–Te sientes más cómoda.
–Sí. Es donde encajo mejor.
Se puso delante de ella de una zancada.
–Te encantan los perros, pero también encajas en la casa, junto con todos los demás.
–No sé.
–Yo sí que lo sé –Pedro le agarró la barbilla con la punta de los dedos–. Eres inteligente, hermosa, agradable.
–No pares –le dijo ella, ruborizándose.
–No pienso parar a menos que me lo pidas. Querría retomarlo justo donde lo dejamos.
Ella entreabrió los labios.
–Voy a tomármelo como una invitación.
–Por favor.
Pedro la besó. Le dió ese beso que tenía intención de darle desde el sábado por la noche. Se apretó contra ella y absorbió todo su sabor y su calor. Ella respondía con dulzura, como si hubiera anhelado ese momento tanto como él. La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. Sus curvas suaves se amoldaban con facilidad. Sintió sus manos en el pelo, en la espalda, por todas partes. Exploraba su boca con la lengua, con los labios. Nada parecía ser suficiente. Le agarró el dobladillo de la falda, se la levantó y le tocó el muslo. Su piel era tan suave y aterciopelada como había imaginado. Siguió subiendo la mano.
–Bueno, esto sí que no me lo esperaba.
La abuela.
Pedro sacó la mano de inmediato y dió un salto atrás. Pero era demasiado tarde. Se volvió hacia la mujer que le había criado. Carolina estaba junto a ella. Betty tenía las manos entrelazadas. Era como si el genio de la lámpara acabara de concederle tres deseos juntos.
–Con que amigos, ¿Eh?
–Bueno, entonces esto es lo que se siente cuando no eres tú quien se ha metido en líos. Creo que me gusta –dijo Carolina.
Pedro se puso entre Paula y su familia.
–No es lo que crees.
–Sí que lo es –dijo la abuela, frotándose las palmas de las manos–. Y no podría alegrarme más.
A Paula se le salía el corazón del pecho. Sentía una extraña mezcla de vergüenza, pasión y orgullo. Pedro la protegía de su familia como si fuera su caballero ejecutivo particular. A lo mejor no era todo lo que quería en un hombre, pero en ese momento no hubiera querido estar con ningún otro. Los labios le palpitaban. Seguía faltándole el aliento. Dio un paso adelante y se colocó a su lado. Betty se puso de puntillas. Parecía un niño con un juguete nuevo. La expresión pícara de Carolina se transformó en una sonrisa.
–La gente quiere ver a Rocky –dijo la abuela.
Paula miró al perrito. El animalito estaba junto a su puerta, siempre preparado para salir.
–Está listo.
-Le llevaremos dentro de unos minutos –dijo Pedro.
Betty les guiñó un ojo.
–No tarden demasiado.
–No lo haremos –dijo Pedro. Una vena se tensó en su mandíbula.
Betty y Carolina los dejaron solos. Apenas podían contener la risa. En cuanto la puerta se cerró, Pedro bajó la vista y sacudió la cabeza. Paula le tocó el hombro.
–Lo siento.
Él la miró a los ojos.
–No tienes nada de qué avergonzarte.
–Pero Betty va a pensar que...
Pedro le dió un beso suave y sutil y entonces retrocedió, como si no quisiera ponerle fin. Paula reprimió un suspiro. Quería seguir besándole para siempre.
–No te preocupes por mi abuela ni por mi hermana –deslizó el pulgar a lo largo de su barbilla–. No importa lo que piensen.
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