Paula salió a la terraza y se acercó al muro que separaba el ático de Pedro del resto del increíble paisaje urbano londinense. A sus pies miles de luces iluminaban el Támesis. Los barcos se deslizaban por la superficie y el cielo estaba completamente descubierto. Una ligera brisa le acarició la piel y se tocó los brazos. Miró la copa de champán medio vacía que había dejado sobre el muro y escuchó la voz apagada de él, que atendía en el interior la tercera llamada de la noche. Era la vida de un banquero. Ella no había tenido ni idea de que hubiese personas que vivían así, esclavas del teléfono día y noche, y se imaginó, por un instante, que formaba parte de aquello, que tenía dinero y una casa con vistas, que asistía a fiestas. Se imaginó las reuniones en las salas de juntas y a Pedro haciendo una presentación mientras todo el mundo lo observaba. Era un mundo muy distinto al suyo. Ella siempre se había imaginado sola, sobre el escenario, intentando esforzarse lo máximo posible, bailando. No había pensado más allá. No se había imaginado que se casaría con un hombre guapo, ni que tendría hijos. Nunca había visto aquellas cosas en su futuro y, hasta aquel momento, jamás había pensado que las echaría de menos. Su sueño siempre había sido el mismo desde que tenía memoria. Desde que había dado las primeras clases de ballet en el salón de la iglesia y la profesora le había dicho a su madre que tenía mucho talento. Había bailado en todas partes: en la parada del autobús, en el supermercado, y todo el mundo la había mirado con una sonrisa. Todo el mundo, menos su madre, que había estado ausente, en su propio mundo, siempre con el teléfono cerca, con el corazón roto. Hasta que había conocido a Gustavo. Para ella había sido como subirse a una colina y ver, desde allí, que el camino se dividía en dos. Había tenido que elegir entre una vida nueva en Cornwall, con su madre y Gustavo, aunque su madre solo estaría pendiente de él y allí ella no habría podido bailar; y… Volvió al presente al oír que Pedro terminaba la llamada y se acercaba a ella. Se le aceleró el corazón y se le hizo un nudo en el estómago. Había sido todo un caballero desde que habían salido del restaurante. Demasiado. Atento, amable… Lo vió detenerse en la puerta, con el primer botón de la camisa desabrochado y sintió deseo por él, pero no intentó contenerlo. Aquella batalla ya estaba perdida.
–Lo siento –se disculpó Pedro, acercándose y agarrándola por la cintura.
Le dió otro beso en los labios y después se apartó y sonrió, como había hecho en varias ocasiones durante la última hora.
–Espero que no te importe, y que no vuelvan a molestarme hasta mañana por la mañana.
–Supongo que un banquero nunca descansa. Siempre tiene que ocuparse de algo. La gente rica debe ser difícil de mantener.
–Tienes razón. No es precisamente lo que más me gusta de mi trabajo. En verano estaré casi todos los fines de semana en la Riviera francesa, organizamos una regata allí y vienen muchas personas importantes. Suena muy bien, pero yo estoy hasta arriba. Es agotador.
–Ya me he dado cuenta esta noche.
–Pero tú podrías ser un buen antídoto –le dijo Pedro, inclinándose a darle otro beso–. Jamás habría pensado que diría que me he divertido en el ballet, pero es verdad.
La acercó a él y empezó a darle besos en el cuello.
–Gracias a tí…
Ella volvió a sentir que se derretía entre sus manos. Se giró entre sus brazos, ansiosa porque la besase en los labios, porque la acariciase, pero cuando parecía que se la iba a llevar a la cama, Pedro paraba, como un director de orquesta, estableciendo el ritmo de su pasión. Era la primera vez que Paula se sentía así. Él se acercó hasta donde estaba enfriándose el champán, tomó la botella llenó una copa y se la ofreció. Después hizo lo mismo con la suya. No habían probado los pequeños pasteles ni las fresas. Ella le dió un sorbo a su copa, pero lo cierto era que en esos momentos lo único que quería era a Pedro.
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