El vuelo era a las seis, aterrizaba a las siete y media y tenían media hora para llegar al teatro. Sería un milagro si todo salía bien. Paula se detuvo en el centro de la cabina y miró hacia la puerta del dormitorio en el que estaba Pedro Alfonso. Sacudió la cabeza y se miró los brazos, donde estaban empezando a aparecerle manchas y ronchas, señal de que estaba fuera de su zona de confort. Llevaba meses sin poder bailar, esperando a que se le curase el ligamento, y en esos momentos iba en dirección a Londres, al estreno de Two Loves, donde tendría la función de convencer a su patrocinador de que merecía la pena seguir invirtiendo en el British Ballet. Era demasiada responsabilidad y ella no era la mejor persona para aquel trabajo. Si hubiese tenido que estar con Ana Alfonso no habría tenido ningún problema. Era la Gran Dama de la Danza y llevaba años apoyando a la compañía, pero en aquella ocasión iba a tener que estar con su segundo. El director la había mirado sonriendo al darle la nota que Ana Alfonso había escrito para ella: "¡Me encantó volver a verte ayer! Me he dado cuenta de repente de que serías la persona ideal para acompañar a mi hijo Pedro en la función benéfica del viernes. No es precisamente un aficionado al ballet, pero estoy segura de que tú lo vas a cautivar. Me he tomado la libertad de mandar algo de ropa para Pedro y para tí. No te disgustes si se enfada, en realidad es inofensivo. ¡Hasta pronto! Ana" Ella se había quedado mirando la nota con el corazón acelerado y después había abierto las bolsas y cajas de ropa. Había visto un vestido rojo, un chal, unos zapatos beis y un bolso de fiesta a juego. Después había encontrado una corbata roja y un pañuelo para Pedro, y un sobre con un cheque de mil libras dentro. ¡Mil libras! Eso había hecho todavía más imposible decirle que no. Nadie podía permitirse rechazar semejante cantidad. El director había sido muy directo al respecto.
–Confío en tí. Tal vez otra se habría dejado llevar, pero tú tienes la cabeza sobre los hombros. No nos defraudarás. Ni te defraudarás a tí misma.
En eso tenía razón. Llevaba en el British Ballet más tiempo que nadie, desde los once años, y no quería irse a ninguna otra parte. Se sentía segura allí. Era lo único que conocía y lo único que quería conocer. Otros llegaban, hacían amigos, amantes, y se marchaban. Tenían una vida fuera, iban a fiestas y hablaban de sus familias. Y sabían que a ella no le podían preguntar. Paula era consciente de que sentían curiosidad, pero respetaban su silencio. Y a ella no le apetecía hablar de aquel padre que no dejaba de viajar ni de la madre adolescente que no había sido capaz de aceptar el toque de queda impuesto por una recién nacida. Por suerte, tenía la danza.
–Hola, soy Pedro. Encantado de conocerte.
Se sobresaltó al oír su voz y dejó caer la bolsa de cacahuetes que había estado a punto de abrir. «Respira hondo, sonríe y gírate», se dijo.
–Hola, yo soy Paula –le respondió, recogiendo la bolsa y tendiéndole la mano.
Tenía que admitir que de cerca era muy guapo, y muy alto. Se había aflojado la corbata, tenía los hombros anchos, la mandíbula firme y unos labios generosos. La nariz era ancha y larga, y se la debía de haber roto en algún momento, y los ojos, marrones. Tenía el ceño fruncido. Pedro le dió la mano con firmeza y después la apartó. Y ella clavó la vista en su media sonrisa, se fijó en su pelo un poco largo y pensó que parecía más un poeta atrapado en un cuerpo de boxeador que un aburrido banquero.
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