Paula no quería que la noche terminara. La comida era deliciosa y la conversación interesante. Se había dejado hechizar por Pedro. Estaba totalmente encantada. Pero era hora de retroceder.
–Lo he pasado muy bien –le dijo él, tomándola de la mano.
Estaban en el estacionamiento, a punto de marcharse.
–¿Quieres que vayamos a comprar corbatas mañana?
El corazón de Paula dió un salto. El sentido común prevalecía, no obstante. Se rió. No sabía si hablaba en serio o no.
–Lo digo de verdad.
–Deberías pedírselo a tu hermana. Yo no sé nada sobre corbatas.
Él le acarició el cabello con los labios.
–Carolina sabe de moda, pero tú me conoces a mí.
–Me encantaría ir, pero mañana voy a ver a mis padres.
–¿Vas a pasar la noche con ellos?
–No. Voy a pasar el día. Tengo que volver por los perros.
–Ah, sí. Los perros... Te gustan los perros más de lo que te gusto yo –añadió en un tono bromista.
–Es distinto –dijo ella, siguiéndole la corriente–. Los perros son fieles y protectores y creen que soy el centro del universo.
–Cierto, pero un perro no puede hacer esto.
Le dió un beso.
–Tienes razón –Paula se tocó los labios–. Un perro no puede hacer eso –se rió–. Gracias por la cena. Ha sido una noche fantástica.
–No tiene por qué terminar todavía.
–No hay ninguna prisa, ¿No?
–No. Pero me gustaría verte mañana. ¿Y si te acompaño a casa de tus padres?
–¿En serio?
Él asintió.
–Ya conoces a la abuela. Lo justo es que yo conozca a tus padres también.
–Claro –dijo Paula, entusiasmada–. Eso sería estupendo.
El sábado por la tarde, Pedro llegó al camping de caravanas que estaba a las afueras de Twin Falls. No sabía muy bien qué esperar, pero hasta ese momento todo parecía estándar. Los vehículos estaban aparcados de cualquier manera en las estrechas calles. Los gatos tomaban el sol sobre el asfalto. Los perros ladraban.
–Gira a la izquierda en la Estatua de la Libertad. La vas a ver seguro.
Había una réplica de la famosa estatua en una intersección. Dos hombres con tupidos bigotes y tatuajes en los brazos miraron el deportivo con interés. Una anciana se mecía suavemente en su sillón en el porche de otra caravana. Tenía a un pequeño chihuahua en el regazo. Paula señaló al frente.
–Mis padres viven en la caravana que tiene la valla de alambre y la bandera de Jolly Roger.
Pedro agarró el volante con fuerza y estacionó. En el recinto delimitado por la valla había gallinas. ¿Sería legal en la ciudad? Apagó el motor.
–Mis padres son gente muy normal, así que no te pongas nervioso.
Un pensamiento fugaz pasó volando por la mente de Pedro. Tendría suerte si volvía a ver los tapacubos de su coche.
–No estoy nervioso.
–Si mi padre trata de enseñarte su colección de armas y navajas, dile que no. De lo contrario, querrá intimidarte.
Pedro recordaba que su padre había estado en la cárcel por una pelea, así que no era de extrañar que tuviera semejante colección en su casa.
–Es bueno saberlo.
–Si mi madre dice algo sobre los ovnis y las conspiraciones militares, limítate a sonreír. Hagas lo que hagas, no se te ocurra mencionar Roswell o el vuelo 800.
–Tal vez debería haber traído un gorro de papel de aluminio.
Había un hombre y una mujer de unos cuarenta y pocos años en el porche. Les saludaban con la mano.
–Esos son mis padres. Alejandra y Miguel.
–Parecen muy jóvenes.
–Mi madre tenía diecisiete años y mi padre dieciocho cuando se casaron. Yo llegué una semana más tarde, cuando ella cumplía dieciocho.
–Niños que tienen niños.
–Se creían adultos en aquella época, pero los dos siempre me han dicho que espere para casarme.
Pedro le abrió la puerta de la verja.
–Buen consejo.
–Que no se escape ninguna gallina.
Pedro se aseguró de cerrar bien y entonces llegó el momento de las presentaciones. Los padres de Paula resultaron ser muy agradables. Alejandra le abrazó y Miguel le dió un buen apretón de manos. La caravana era pequeña, pero acogedora.
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