jueves, 27 de enero de 2022

A Mi Medida: Capítulo 8

 —¿Lo dices por la cojera? Te aseguro que, si me lo propongo, te voy a hacer sudar.


De eso estaba segura. No hacía falta que la pusiera a hacer deporte. Ya estaba sudando de solo tenerlo delante. Le estaba subiendo la temperatura corporal solo porque la estaba mirando. De todas formas, no lo había dicho por la cojera. Aquel hombre parecía un tanto obsesionado con el asunto y aquello la incomodaba. Por un momento deseó que no la hubiera salvado de la caída, pero no lo dijo.


—Lo decía porque no encajas con la imagen corporativa —dijo nerviosa—. ¿Tienes el uniforme nuevo en la lavadora?


Pedro sintió tremendos deseos de reír, pero se controló. Paula Chaves estaba gorda, en baja forma, sin maquillar, con el pelo recogido únicamente para que no se le metiera en los ojos y con las uñas sin pintar. Obviamente no se cuidaba mucho ni le interesaba cazar a un hombre. Su carácter, sin embargo, era refrescante. Incluso estimulante. Tendría que haberla echado de su centro de vanguardia por estropear la imagen. Por otra parte, hacía mucho tiempo que nadie le hablaba así, sin importarle la impresión que pudiera darle. Estaba claro que a Paula le importaba muy poco lo que pensaran de ella. Por lo menos, él. Además, ¿No era el objetivo de su negocio que las personas como ella consiguieran mejorar su imagen?


—¿Me das el formulario, por favor?


¿Por qué habría matriculado Jimena a aquella mujer sin pagar? No lo sabía, pero decidió seguirle la corriente.


—Jimena ha dejado escrito que esperas adelgazar dos tallas —apuntó.


—No es que lo espere, es que es absolutamente vital que entre en una talla… —se interrumpió como si le diera vergüenza confesar qué talla tenía—… más pequeña.


—¿En mes y medio?


Paula no contestó.


—¿No es eso? —insistió Pedro mirándola.


—No. Sí…


—¿Quieres tiempo para considerar la pregunta? —dijo él echándose hacia atrás en la silla.


—No. Le había dicho a Jimena mes y medio, pero mi madre me ha llamado esta mañana y, por lo visto, la última prueba del vestido va a ser mucho antes.


—¿Te casas? —preguntó Pedro con el ceño fruncido.


—¿Tan raro te parece? —preguntó sonrojada.


—Claro que no —contestó Pedro arrepintiéndose de habérselo preguntado en aquel tono.


Seguro que aquella mujer era encantadora y simpática, pero aquel no debía de ser su día. Las bodas no eran su tema preferido y estaba empezando a tener la sensación de que Paula Chaves era una pesadilla directamente enviada a atormentarlo. Lo estaba mirando con sus grandes y oscuros ojos fijos en él. Parecía enfadada y dolida. Pedro se sorprendió deseando levantarse y darle un abrazo, pero no era el momento. ¿Le parecía raro que aquella mujer se fuera a casar? No, la verdad era que no.


—Pero no llevas anillo —apuntó amablemente— y has dejado lo de adelgazar para el día de la boda para un poco tarde, ¿No?


¿No sería que había sido una boda programada de repente? Pedro miró el apartado de comentarios médicos del formulario. Nada.


—Si estás embarazada, debes advertirlo.


—Muchas gracias —le espetó Paula mirándolo iracunda.


Obviamente no le había hecho ninguna gracia que la llamara gorda.


—Para que lo sepas, es mi hermana a la que han engañado con eso del «Y vivieron felices y comieron perdices». Yo soy mayor que ella y no tan fácil de engañar. Solo tendré que encargarme de que los pajes no metan a las damitas ratones por el cuello. Soy la madrina —le aclaró.


—Qué bien, ¿No?


—A mí no me lo parece. Para colmo, me van a poner un vestido cursi, seguro, que se podría romper si tuviera que salir corriendo detrás de algún niño gamberro —contestó Paula sonriendo de nuevo. Cuando lo hacía, era como si saliera el sol—. Sin embargo, me alegro de no ser la novia. Así me evito los nervios. Además, suelen decir que la madrina y el padrino… —se interrumpió sonrojada.


¿Se estaba sonrojando? Qué delicia. Qué inesperado. ¿Cuántos años tenía? Pedro miró el formulario. Había puesto veintiséis, pero le había dicho que había ido al colegio con Jimena, así que debía de ser uno o dos años mayor. Eso quería decir que las demás cifras también podían estar alteradas.

A Mi Medida: Capítulo 7

Sin embargo, le gustaría que en alguna ocasión alguien le dijera a Isabella: «Vaya, ¿Es usted la hermana de Paula Chaves?» Imposible. Tal vez en otra vida.


—Si es usted tan amable de rellenar el formulario, por favor —dijo la recepcionista preguntándose cómo dos hermanas podían ser tan diferentes—. Voy a buscar a Nadia.




Pedro colgó el teléfono, anotó algo y se sentó para masajearse la rodilla, que se había golpeado al agarrar a aquella loca. Loca, pero guapa al estilo Rubens. Frunció el ceño. Le sonaba de algo, pero no recordaba conocerla. Sonrió. No era una mujer fácil de olvidar.


—Ah, Pedro. Creí que estabas en el gimnasio.


—Iba para allá, pero estaba sonando el teléfono y lo he contestado —explicó mirando a la recepcionista que parecía nerviosa—. ¿Te puedo ayudar en algo, Laura?


—No, estaba buscando a Nadia. ¿La has visto? Jimena quería que se ocupase de una clienta especial…


—Precisamente la persona que ha llamado era su marido. Nadia está en el hospital con apendicitis. Mándale unas flores, ¿De acuerdo?


—Muy bien —contestó Laura—. ¿Y qué hago con sus clases? ¿Y con la señorita Chaves?


—Tú ocúpate de las clases y yo me ocuparé de la señorita Chaves, ¿De acuerdo?


Paula miró a la recepcionista, que le indicó que pasara a un despacho donde la estaba esperando un tal Pedro.


—¿Pedro? ¿Quién es Pedro? ¿Y Nadia?


—Está enferma.


—¿En un club de salud? ¿Está permitido?


—Por aquí —dijo la recepcionista.


Paula la siguió masajeándose la muñeca. Aquello de ponerse en forma no iba a resultarle nada divertido, así que decidió no malgastar su sentido del humor para ver si le aguantaba todo el período.


—Pedro, esta es la señorita Chaves, la amiga de Jimena.


La recepcionista le cedió el paso y cerró la puerta al salir. Y la dejó con el increíble hombre cuyas enormes manos le parecía tener aún marcadas en la piel. Menudo día.


—Hola otra vez.


Él levantó la vista de unos papeles que tenía en la mesa y se quedó mirándola durante los cinco segundos más largos de la vida de Paula.


—Pase, señorita Chaves —la invitó señalándole una silla.


—Paula —contestó ella sin moverse.


La gente solo la llamaba señorita Chaves cuando le iba a decir algo desagradable.


—Paula. ¿Eres amiga de Jimena?


—Nos gustaba el mismo esmalte de uñas en la guardería. Yo seguí con la pintura y ella descubrió los gimnasios. El resto, como se suele decir, es historia. ¿Y tú quién eres?


—Pedro Alfonso. ¿No quieres sentarte mientras leo las notas que Jimena le había dejado a Nadia?


—¿No se pierden más calorías estando de pie? No tengo mucho tiempo para adelgazar.


—No creo que la diferencia vaya a ser espectacular. ¿Quieres un café?


—¿Café? —dijo encantada yendo hacia la silla—. ¿Se puede tomar café?


—No está muy recomendado, pero…


—No crees que la diferencia vaya a ser espectacular —apuntó paula haciéndolo sonreír levemente—. No, gracias —añadió. Ya se había tomado una buena dosis de cafeína antes de salir de casa—. No sabía que trabajaras aquí —concluyó con la sonrisa más grande del mundo para enseñarle cómo se sonreía de verdad.


A Paula le pareció que Pedro iba a decir algo, pero que se lo había pensado mejor y no lo había dicho.

A Mi Medida: Capítulo 6

Aquel hombre no solo la había salvado de unos buenos moratones sino que era realmente guapo. Alto, fuerte e interesante. Debía de andar por los treinta y tantos y todo en él estaba imbuido de una serena madurez. Además, llevaba una camiseta normal y corriente, no un traje de Armani como todos los cretinos que había por allí. Los ojos azules tampoco estaban nada mal.


—¿Es la primera vez que viene? —le preguntó él interrumpiendo sus pensamientos—. No deje que esta mala experiencia la confunda. No todos somos así. ¿Necesita ayuda? ¿Quiere que alguien le enseñe las instalaciones?


—Eh, no —contestó Paula—. Bueno…


—¿Sí?


—No, nada, olvídelo. Es que estoy nerviosa. No estoy acostumbrada a hacer este tipo de cosas —confesó mirando a dos preciosidades rubias que iban hacia la piscina.


Craso error.


Ella llevaba el pelo sujeto con una horquilla de un tigre que le había parecido una monada en el supermercado, pero que en aquellos momentos se le antojaba de lo más infantil. No se había puesto en la cara más que crema hidratante. ¿Maquillarse para hacer deporte? De locos, ¿No? Sin embargo, al ver cómo miraba aquel hombre a aquellas chicas, comprendió que su dejadez estaba fuera de lugar en aquel sitio. Las estaba mirando como a ella le gustaría que la mirara Marcos Gray. Con interés. Aquello le hizo decidir que había ido al lugar indicado. Si quería ser como las rubias, estaba en el sitio perfecto.


—Le voy a decir a la recepcionista que he llegado.


—Muy bien, la dejo entonces —contestó él—. Relájese. Está aquí para pasárselo bien.


—¿De verdad?


—De verdad —asintió él, volviéndose para irse.


Al verlo por detrás, Paula vió que se alejaba cojeando.


—¡Oh!


—¿Sí? —dijo girándose hacia ella.


—¿Le he hecho daño al caer sobre usted? Perdóneme…


—No, es una lesión de hace tiempo —contestó el hombre apretando los dientes—. Nada que ver con usted.


—¡Menos mal! —exclamó Paula.


Para cuando se dió cuenta de lo inoportuno de su comentario, él ya había desaparecido en dirección a las oficinas.


—Porras —susurró Paula cuando la puerta se cerró. 


Estaba claro que a aquel hombre no le gustaba hablar de su cojera y que ella tenía la boca tan grande como el cuerpo. Se sintió la mar de culpable por haberlo herido, tomó aire y fue hacia el área de admisión.


—Hola, soy Paula Chaves. Jimena me dijo que viniera hoy para que me dieran un cuerpo nuevo. Le pedí uno dos tallas más pequeño y un par de centímetros más alto. Tal vez me lo haya dejado en su despacho.


—¿Perdón?


Vaya, se iba a tener que poner seria.


—Nada, lo siento. Empezaré otra vez. Hola, soy Paula Chaves. Jimena me ha organizado un programa de régimen y deporte con una entrenadora personal que se llama Nadia.


—¿Es usted la hermana de Isabella Chaves? —preguntó la chica sorprendida.


Paula no estaba nada sorprendida, sin embargo, ante su desconcierto. Llevaba viendo esa mirada de incredulidad desde que su hermana pequeña terminara sus estudios de danza, voz y teatro y se hiciera famosa.


—Sí, soy su hermana —contestó Paula.


Más bajita, más gordita y más vieja. Lo único que tenían igual era el pelo e Ivana se había hecho un tratamiento, carísimo claro, para que le brillara como el sol. Nadie parecía reparar en que ella era una premiada diseñadora de telas, pintora, profesora y ser humano. No envidiaba a su hermana. De hecho, odiaría llevar su vida. Todo el día actuando, sin poder ir a la tienda a por un paquete de galletas sin maquillarse por miedo a que en las portadas del día siguiente se la acusara de dejadez. ¿Y qué tal que la pillaran en topless en una playa desierta con un súper objetivo?

A Mi Medida: Capítulo 5

 —Tienes que irte de vacaciones —sentenció Aldana—. Tienes que encontrar algo que te recargue las pilas, que te inspire.


Lo que Pedro necesitaba era un reto que nunca se terminara, que no lo dejara vacío, que necesitara de su atención permanente.


—La inspiración no llega estando tirado en una playa, pero sí que me voy a ir a Lake Spa —concluyó.


Sí, un par de semanas en el lugar más recóndito de su imperio le sentarían de maravilla.





Paula resistió la tentación de meter el dedo en el bote de crema de chocolate.


—Voy a ser buena —dijo en voz alta a su reflejo—. Sincera.


Se fue a su estudio y encendió el ordenador. Trabajar en casa tenía muchas ventajas. Para empezar, que no tenía que arreglarse e ir todo el día maquillada. No tener que ir constantemente a la peluquería tampoco estaba mal y, además, no había hombres inútiles alrededor distrayéndola. Pero, y siempre había un pero, no le iba nada bien para adelgazar. Dejar a Damián y su puesto de tutora en el Departamento de Arte de la Universidad de Manchester no le había ayudado tampoco. Su trabajo como autónoma había aumentado ahora que tenía todo el tiempo del mundo y ningún alumno para distraerla, pero también había aumentado su ansia por la comida basura. Al no tener que salir de casa para casi nada, su trasero estaba peor que nunca. La boda de Isabella podía ser la excusa perfecta para empezar una nueva vida con un nuevo cuerpo. Tenía un buen aliciente: Marcos Gray. Y, por supuesto, demostrarle a Damián el error tan grande que había cometido.


Lake Spa era un lugar perfecto con varios edificios bajos en el que todos los huéspedes tenían un embarcadero privado en el lago. Era un emplazamiento tranquilo y sereno con patos y cisnes. Paula estacionó su destartalado coche, completamente fuera de lugar allí, junto a los lujosos modelos que había en el estacionamiento. Se acercó a un pequeño embarcadero y oteó el horizonte en busca de inspiración para su parte del trato. Estuvo un buen rato tomando fotografías del hotel, del salón de conferencias y del club de salud. Lo que quería era retrasar todo lo posible el temido momento de tener que entrar y ver a todos aquellos seres perfectos y felices rodeados de amables y bronceados empleados. Se paró en mitad de la recepción. No podía hacerlo. Aquello había sido un gran error. Ella no pertenecía a aquel lugar. Decidió irse antes de que apareciera Nadia y la encadenara a alguna horrible máquina. Su madre había encontrado tiempo en su apretada agenda para llevarle personalmente la dieta milagrosa junto con cinco litros de sopa de col para que fuera empezando y se había encargado de repetirle mil veces lo importante que aquello era para Isabella y lo buena que había sido eligiéndola a ella cuando podría haber escogido a cualquiera como madrina. Y por cualquiera, Paula entendía que su madre se refería a otra mujer igual de alta, delgada y guapa que ella. No tenía más remedio que hacer el régimen. Debía empezar por tirar la enorme bolsa de caramelos que tenía en el cajón de la mesa de trabajo. Podría hacerlo. Tenía fuerza de voluntad. Sí, claro que la tenía, pero no la encontraba… Mientras se le enredaban los pies con las tiras de una bolsa de deporte de alguien que se había parado a atarse las zapatillas, pensó que le daba igual adelgazar, impresionar a Marcos Gray o dar envidia a Damián. Sí, le daba igual porque tenía un problema más inmediato. No caerse. Sacudió los brazos de forma desesperada, pero era imposible. Cuando ya iba de bruces al suelo, sintió unas enormes manos que la sujetaron. El propietario de la bolsa de diseño la recogió, la limpió, miró a Paula y se alejó sin mediar palabra.


—Perdone —le dijo—. Espero que no haberle estropeado la bolsa. Imbécil —añadió cuando la puerta se cerró tras él.


—Desde luego —dijo el que la había salvado de una caída segura dejándola en el suelo como sino pesara nada—. Pero, de todas formas, usted debería mirar por dónde va…


Estupendo, lo que le faltaba. Una conferencia sobre los derechos y deberes del peatón.


—Tiene razón —dijo con ironía—. Menos mal que no voy a pedir la admisión como miembro del club. Me la denegarían por ser un peligro para las bolsas de diseño —dijo girándose hacia él, recordando sus buenos modales—. Gracias.


—De nada —contestó él sonriendo levemente.

martes, 25 de enero de 2022

A Mi Medida: Capítulo 4

 —Muy bien.


—Muy bien —concluyó Jimena—. Vente al club mañana a las ocho de la mañana. Nadia te hará una fotografía del «antes» para que la pongas en la puerta de la nevera. Para conseguir la del «Después» vas a tener que hacer todo lo que te diga. Sin discutir.


—Me parece todo muy bien, pero, ¿Cómo te voy a pagar?


—¿Qué te parecen tres meses utilizando todas las instalaciones…


—Eres la mejor.


—… A cambio de uno de tus murales? Tenemos una enorme pared en el balneario que está pidiendo a gritos un Paula Chaves.


—Uy.


—Sí, ya sé que es mucho pedir, pero tengo que justificar tu presencia. El balneario no puede perder dinero. Por cierto, eso es si adelgazas y te quedas como te digamos. De lo contrario, tendrás que pagar lo que paga todo el mundo y te aseguro que es muchísimo dinero.


Paula decidió que tener un mural en un lugar donde iba gente que se podía permitir pagar muchísimo dinero era una publicidad estupenda. Así que la respuesta estaba clara. Sonrió.


—De acuerdo. Allí estaré mañana con la cámara digital para ir trabajando mientras tú estés fuera.


—Genial —dijo Jimena—. Una última cosa. Quiero la invitación para la boda de tu hermana en mi buzón para cuando vuelva. Si Marcos Gray no cae rendido a tus pies por tu sonrisa, a ver si yo tengo más suerte.


—¿Un problema?





Pedro Alfonso llevaba veinte minutos mirando por la ventana de su despacho.


—¿Qué te hace pensar que tengo algún problema? —dijo sin mirara su secretaria.


—Estás aquí en cuerpo, pero me da la impresión de que tu mente está en otro lugar. ¿Quieres que hablemos?


—No, gracias.


—¿Es una mujer? —insistió la secretaria.


—Las mujeres no son un problema si no dejas que lo sean.


—Sí, con las que sales no te duran lo suficiente como para darte problemas, es cierto. Cambias de novia como de camisa.


—Al menos soy coherente.


—Sí, son todas altas y delgadas y solo quieren que las admiren —apuntó la secretaria con desprecio—. Y tú eres alto, rico y bueno. De momento. ¿Por eso te vas a Lake Spa unas semanas?


—No, el balneario va de maravilla, pero Jimena va a estar fuera un tiempo y alguien tiene que hacerse cargo.


—¿Tú? —preguntó la secretaria desconcertada.


—Sí, desde luego no hay quién te oculte nada —admitió—. Quiero ver el personal que ha elegido para ver si hay alguien que me guste tanto como ella para ponerla en su puesto.


—¿Y Jimena?


—La voy a ascender —contestó Pedro—. ¿Por qué no te vienes un par de días y disfrutas de la sauna, de las piscinas y de los tratamientos de aromaterapia?


—No, gracias —contestó su secretaria—. No me quito jamás la ropa en horas de servicio. Es un lema que me ha ido muy bien durante los últimos treinta años. ¿Por qué no te llevas a una de esas mujeres que tanto te gustan? Seguro que se pegan por acompañarte.


—Al igual que tú, Aldana, no mezclo los negocios y el placer.


Y la salud y el ocio eran grandes negocios a los que él había sabido sacar provecho gracias a su determinación, como en el campo de rugby.


—Muy bien, ni trabajo ni mujeres. ¿Cuándo fue la última vez que te tomaste unas vacaciones?


—Odio las vacaciones. No me pasa nada, ¿De acuerdo? Es solo que, con el balneario terminado, no sé muy bien ahora qué hacer. Siempre que finalizo un proyecto ambicioso en el que he invertido mucho tiempo me quedo así unos días, con un gran vacío.


—Entonces, lo que necesitas es un proyecto nuevo, otro reto —le aconsejó Aldana.


—¿Tú crees?


Lake Spa había sido el proyecto más ambicioso que había realizado en su vida. Un lugar que aunaba hotel, club de salud y centro de conferencias. ¿Qué más se podía inventar? Siempre le había gustado innovar. Desde que había tenido que dejar el rugby por una lesión, no había parado. Odiaba la idea de repetir las cosas, de caer en la rutina. Y le estaba sucediendo. El negocio iba estupendamente, pero lo único que le quedaba por hacer era poner otro hotel aquí u otro club de salud allá.

A Mi Medida: Capítulo 3

 —Sí, la verdad es que yo también me siento como la heroína de un cuento de hadas, ¿Sabes? Primero me dieron carta blanca en el balneario para que contratara al equipo que quisiera para el club de salud, y ahora esto. Por fin mi licenciatura en dirección de empresas y lo que más me gusta en el mundo, el deporte, se unen.


—Los Ángeles, ¿Eh? Cuánto me alegro por tí, Jime, pero, ¿No podrías retrasarlo un par de meses?


—No, cariño, ni siquiera por tí, pero te voy a dar un buen consejo. Ni caso a tu madre y a sus dietas instantáneas porque eso no existe.


—Pero…


—Te lo digo en serio. Lo único que puedes hacer es dejar de comer eso que tú y yo sabemos y hacer deporte —dijo Jimena—. En cuanto a mí, lo único que puedo hacer es recomendarte un buen entrenador personal para que te ponga un programa de ejercicio y se asegure de que lo cumples.


¿Alguien que no conociera todas sus pequeñas debilidades?


—Pero, Jime, necesito atención constante. Si no, me salgo del buen camino. Ahora mismo, por ejemplo, estoy sacando una tableta de chocolate de la nevera —la amenazó— y me la voy a tomar con una tostada bien grande —concluyó mordiendo el pan—. De pan blanco, por supuesto.


—Buen intento —rió Jimena—, pero no es suficiente para que no me suba en ese avión. ¿Por qué no te olvidas del régimen y te lo pasas bien en la boda? Ponte un vestido bonito y ya está. Seguro que Marcos Gray está harto de mujeres en los huesos, de verdad.


—¿Cómo me dices eso cuando trabajas en un sitio cuyo único objetivo es que las mujeres se queden en los huesos?


—No, mi trabajo es ponerlas en forma, que es muy diferente. Seguro que le encanta bailar con una mujer que tiene donde agarrar.


—No me tomes el pelo, Jime.


Jimena suspiró.


—Damián Jackson no te engañó porque te sobren unos kilos, Pau, sino porque es el mayor…


Paula mordió un trozo más de tostada para no oír la última palabra. Sabía perfectamente lo que era Damián, pero eso no la ayudaba a asimilar lo que había hecho con una chica tan delgada como un palo.


—Me sobran muchos kilos y lo sabes.


—¿Qué quieres, Pau?


—Quiero estar delgada y guapa, quiero que la gente me mire por la calle —contestó Paula pensando en su hermana.


—Muy bien —dijo Jimena al cabo de unos instantes en silencio—. Lo primero es centrarse en el peso. Si consigues adelgazar, lo demás llegará rodado.


—Ya sé por qué eres mi mejor amiga.


—Yo también te quiero, pero te advierto que esto no va a ser fácil. Lo primero que tienes que hacer es volver a meter el chocolate en la caja en la que guardas todas las demás chucherías a las que eres adicta.


—Si fuera tan fácil, no tendrías negocio —le advirtió Paula.


—Ya, ya. No te pongas nerviosa. La Cenicienta va a ir al baile. Te voy a buscar a alguien que te ayude. Nadia será perfecta para tí. Te controlará y podrás hablar con ella por teléfono siempre que quieras; como por ejemplo si tienes la tentación de tomarte una hamburguesa triple con patatas.


—Por teléfono no me va a servir de nada. Tendría que estar a mi lado para quitármela de las manos.


—Nadia tiene marido e hijos. No puede irse a vivir contigo.


—No, claro que no. Perdón, me estoy comportando de manera completamente irracional.


—No pasa nada, estás preocupada y te entiendo. Te aseguro que con Nadia te irá tan bien como conmigo…


—Eres un ángel, Jime.


—Vas a sudar y a llorar, pero, si quieres que te miren por la calle, vas a tener que hacer deporte. No va a ser suficiente con dejar de comer mal.

A Mi Medida: Capítulo 2

 —¿El padrino? —repitió Paula disimulando, como si no fuera aquella la razón por la que el corazón amenazaba con salírsele del pecho—. Marcos Gray —anunció agarrándose al respaldo de la silla.


Aquellas emociones a la hora del desayuno no podían ser sanas.


—¿Marcos Gray? —dijo Jimena anonadada—. ¿El dios del sexo? ¿El hombre que toda mujer que se precie sueña encontrar bajo el árbol de Navidad con una sonrisa y un preservativo?


—Sí, ese —suspiró Paula—. Será perfecto. Un día de encantamiento sin ningún tipo de realidad posterior que estropee el efecto.


—¿Te vas a convertir en la Cenicienta a las doce en punto o qué?


—Exactamente, pero a mí no se me va a caer ningún zapato por el camino. ¿Te crees que se puede ser feliz con un hombre obsesionado por tus pies? ¡Por favor!


—No lo había pensado —admitió Jimena—. Y supongo que tanto interés en que agite mi varita mágica y te convierta en una princesa para ese día no será para que Damián te vea en Celebrity y se muera de la envidia por no estar a tu lado codeándose con los ricos y famosos, ¿Verdad?


Recordarle a Damián no tuvo en Paula el efecto que su amiga buscaba. En lugar de reírse, recordó lo indeseable que era. Se miró, vestida con sus mallas y una camiseta ancha, y gruñó.


—Soy tonta, ¿Verdad? Es imposible conseguirlo. Voy a ser la más fea del lugar. Es imposible competir con todas esas súper mujeres con cuerpos esculturales.


—No digas tonterías —dijo Jimena, que era directora del club de salud de un balneario—. No te rindas tan pronto. Eres tan guapa como tu hermana. Para que lo sepas, aun a riesgo de sonar envidiosa, te diré que ella está un poco demasiado… Delgada.


—A la cámara le gusta la delgadez.


—Ya, pero tú no eres actriz y, además, tienes una sonrisa radiante que ilumina la habitación en la que estás —la animó.


Paula sabía que Jimena estaba intentando ser amable, pero aquella era precisamente la reacción que había temido. Las comparaciones con su increíblemente guapa, famosa y delgada hermana eran constantes. Todos acababan diciéndole, para consolarla, que ella tenía una sonrisa preciosa. Aquella vez no era suficiente.


—Sí, tengo una sonrisa muy bonita, pero la de Gray es mucho mejor, así que no creo que nadie se fije en mí. Voy a ser la gordita sonriente —se quejó abriendo la nevera.


—De eso nada, Paula.


—Sí, sí lo voy a ser… si mi mejor amiga no me ayuda a librarme de mí misma. Te necesito porque me conoces de toda la vida y sabes mis puntos débiles. ¿Quién si no tú sabe dónde guardo el chocolate o esas galletas para los momentos bajos o mi adicción al queso camembert derretido sobre…


—¡Para ahora mismo!


—No tengo remedio. Tú, cuando te encuentras mal, sales a correr, pero yo me tiro a la comida. Cuando mi madre menciona «dieta milagrosa, que es a menudo, me pongo a temblar. Te suplico que te vengas a vivir a mi casa estas semanas, por favor.


—Sabes que haría cualquier cosa por tí, Pau, pero…


—No, no me digas pero, Jime, no puedo soportarlo… —la interrumpió Paula presa del pánico.


—Pero —insistió Jimena— nuestra amistad siempre se ha basado en el principio de vive y deja vivir. He tolerado la relación de amor-odio que tienes con los regímenes y tú has sabido tolerar la adicción que tengo al ejercicio. Nuestra amistad funciona porque no nos metemos en las adicciones de la otra y creo que debería seguir siendo así. Además, aunque quisiera, no podría ir. Te iba a llamar para preguntarte si querías algo de Los Ángeles.


—¿Los Ángeles?


—Sí, me voy hoy mismo a Estados Unidos. La empresa quiere que haga un estudio de mercado sobre las últimas tendencias.


—¿De verdad? —dijo Paula olvidando sus problemas por un momento y alegrándose sinceramente por su amiga—. Es genial.

A Mi Medida: Capítulo 1

 —¿Paula? ¿Qué te pasa? ¡Tranquila! Respira…


Paula Chaves, que acababa de telefonear a su mejor amiga para pedirle ayuda, obedeció, pero le siguieron temblando las piernas.


—¿Estás mejor?


Paula asintió, pero, por supuesto, Jimena no la vió, porque no la tenía ante sí.


—Bien —apuntó su amiga—. Ahora, cuéntamelo de nuevo todo, pero más despacio.


—Tengo un mes y medio para adelgazar dos tallas y dejar de ser Doña Fofa para convertirme en la Madrina del Año.


—Tú no estás fofa. Estás…


—¿Rellenita? —sugirió Paula mientras Jimena buscaba un eufemismo amable para describir sus generosas curvas, su gran trasero y sus muslos celulíticos—. Pues menudo consuelo. Mi hermana, sí, la alta, delgada y guapa…


—Solo tienes una.


—… La que ha sido nominada a todos los premios cinematográficos de este año, la estrella, la famosa, la que todo el mundo adora…


—Sé perfectamente cómo es tu hermana. Te recuerdo que la conocí con aparatos en los dientes…


—… Se casa y quiere que sea su madrina —concluyó Paula.


—¡Guau! —exclamó Jimena.


—¡Horror! —exclamó Paula agarrando la tostada sobre la que estaba untando mantequilla cuando su madre había llamado para darle la noticia e instrucciones para que perdiera peso cuanto antes.


Paula le puso mucha mermelada y se la comió. Ya tendría tiempo de ingerir menos calorías. De momento, necesitaba azúcar para sobreponerse.


—Me imagino con quién se casa… —aventuró Jimena ávida de cotilleo—. Los periódicos llevan semanas diciendo que estaba con su compañero de la serie. ¿Cuándo es la boda?


—No sé la fecha exacta porque, por lo visto, es un secreto, pero parece ser que en mayo. Dentro de un mes y medio, Jime. Tengo que correr, voy a necesitar unas pesas y una clase de aeróbic, tengo que hacer un montón de cosas y…


—Lo que tienes que hacer es dejar de hablar con la boca llena y calmarte.


—Sí, tienes razón —dijo porque Jimena era la única persona en el mundo capaz de ayudarla—. Puedo hacerlo. De hecho, yo creo que ya estoy adelgazando porque tengo el corazón acelerado y debo de estar quemando muchas calorías.


—Siento desilusionarte, pero aunque tengas el ritmo cardíaco acelerado, si no es como resultado de haber hecho ejercicio, no adelgaza.


—¿De verdad?


—De verdad.


—Te creo. Al fin y al cabo, tú sabes más que yo. Por cierto, ¿Cuándo vuelves?


—Ah, ya sé para qué me has llamado.


—¿Quieres ir a la boda, sí o no? —chantajeó Paula—. Van a ir todos los actores y actrices famosos, cantantes, modelos increíbles…


—¿Por qué me iba a invitar a mí tu hermana?


—Te invito yo, como mi acompañante.


—Se supone que deberías ir con un hombre.


—Ese comentario no me ha gustado, Jime. Sabes que no tengo pareja ni falta que me hace. Además, si fuera con un hombre, rompería esa tradición que dice que el padrino se enamora de la madrina, ¿No?


—Sí, he oído hablar de eso, pero nunca he visto a ninguno que mereciera la pena enamorándose de la madrina —apuntó Jimena—. Ya entiendo. ¿Quién es el padrino, Pau, que estás tan interesada en estar guapa para él?

A Mi Medida: Sinopsis

Hoy dama de honor; mañana… ¿Novia?


Paula iba a ser la dama de honor de su famosísima hermana, la misma hermana que siempre la había hecho sentirse fea y gorda, así que sólo podía hacer una cosa: Ponerse a dieta. Y para eso necesitaba la ayuda de un entrenador personal. Iba a hacer falta un milagro para que bajara dos tallas antes de la boda, sobre todo dada su debilidad por el chocolate. Pero ella no tardó en descubrir otra debilidad que no sospechaba: Su entrenador, Pedro Alfonso. Además de ser muy guapo, se había propuesto demostrarle a Paula que la verdadera recompensa sería encontrar a alguien que la quisiera tal y como era… Y ese era él.

jueves, 20 de enero de 2022

Curaste Mi Corazón: Capítulo 51

 –¿Y? –lo instó ella a continuar cuando se quedó callado.


–Pues que me dí cuenta de que necesitaba que alguien lo «Zarandease» como hiciste tú conmigo.


Paula se quedó boquiabierta al oír eso.


–Pero primero hablé con su médico, por supuesto –se apresuró a añadir Pedro–. No quería presentarme otra vez en la clínica como un elefante en una cacharrería. El médico y yo ideamos un plan para llevar a Adrián a pasar una temporada en la casa de la playa, y conseguimos poner de nuestra parte a su madre para que nos ayudara a convencerlo.


–Seguro que eso no debió ser fácil.


Bueno, probablemente Diana Devlin y él jamás serían amigos, pero habían alcanzado un entendimiento.


–Cuando el médico le dijo que creía que a Adrián le haría mucho bien, apoyó mi plan al cien por cien.


Paula se inclinó hacia él.


–¿Y cómo convenciste a Adrián?


–Usé el chantaje emocional con él, como hiciste tú conmigo. Por cierto, Fede te manda un abrazo; esta noche me quedo en su casa.


–¿Has ido a ver a Federico?


Pedro asintió.


–Ya era hora de que lo hiciera.


–Pero no me ha dicho nada…


Porque él le había pedido que no lo hiciera. No quería que Paula se ilusionase demasiado; aún no sabía cuánto tiempo tardaría Adrián en salir de su caparazón. Ella, que se había terminado la tarta, dejó el plato en el suelo y fue junto a él.


–Me alegro mucho de que todo haya acabado felizmente –murmuró.


–Yo también –dijo él en un tono quedo–. Le dije que su madre necesitaba unas vacaciones, pero que se negaba a irse sin él, y que si ella  no se cuidaba, acabaría enfermando.


Paula esbozó una sonrisa.


–Bien jugado. ¿Y está mejorando?


–Le está costando, pero sí. La brisa marina y ver a su madre relajada están obrando maravillas en él, pero creo que lo que de verdad lo está animando son los cachorros.


Paula parpadeó asombrada.


–Vaya…


–De vez en cuando incluso habla del futuro. Y la semana pasada tuvimos una discusión sobre qué recetas debería incluir en mi próximo libro –le explicó Pedro–. No me culpa por el accidente, y está aprendido a no culparse él tampoco.


–Eso es maravilloso.


–Todavía le queda un largo camino por recorrer; van a hacerle más injertos de piel. Pero un día podrá volver al trabajo, y cuando esté preparado lo ayudaré en todo lo que pueda.


Paula dió un paso más hacia él. Pedro tragó saliva y apretó los puños.


–No sé… –se le quebró la voz–. No sé si querrás darme otra oportunidad a pesar de eso. Puede que pienses que lo estoy anteponiendo a él.


Paula sacudió la cabeza.


–Lo que pienso es que eres un buen amigo, un amigo de verdad. Y desde luego no lo veo como un sacrificio o un síntoma de culpa.


Pedro se quedó mirándola vacilante.


–Y eso es algo bueno, ¿No?


–Es algo muy bueno.


Pedro la miró a los ojos y tomó sus manos.


–Te quiero, mi preciosa Paula. Quiero una vida contigo, y quiero luchar por tí. Si me das otra oportunidad, te demostraré durante todos los días de mi vida que eres lo primero y lo más preciado para mí.


Las lágrimas se agolpaban en los ojos de Paula y los labios le temblaban.


–Yo también te quiero, Pedro –respondió en un susurro–. Ningún hombre me ha hecho creer en mí misma como lo has hecho tú. Y ningún hombre me ha hecho sentir tan deseada, ni tan hermosa –tragó saliva–. A mí también me gustaría construir una vida contigo.


De pronto los sueños que nunca se había atrevido a soñar se estaban haciendo realidad. Paula se inclinó hacia él, y le susurró con una sonrisa:


–Creo que ahora viene la parte en la que me besas.


Él no perdió un segundo más, y tomó sus labios con un beso que le dijo todo lo que no era capaz de expresar con palabras. La besó dejando atrás los miedos y la frustración que lo habían mantenido paralizado meses atrás, y ella respondió al beso con tal pasión y con tal entrega, que sintió como sanaban por completo las cicatrices de su corazón.






FIN

Curaste Mi Corazón: Capítulo 50

 –Y mi auténtico regalo para tí hoy, abuela, es poner fin a esta ridícula disputa de ustedes –dijo Paula. Alargó el brazo y tomó el collar de perlas–. Me lo quedo yo. No tengo ninguna prima, y es lo que la bisabuela habría querido. Además… –dijo poniéndose el collar–, van muy bien con mi vestido.


Las dos hermanas se quedaron boquiabiertas.


–Los macarrones que he puesto en las dos pirámides son de sus sabores favoritos, y la combinación es perfecta; mucho mejor que si fueran de un sabor o de otro, igual que ustedes dos juntas son perfectas.


A las dos mujeres se les habían humedecido los ojos.


–Las quiero. Y sé que las dos me quieren. Y también sé que se quieren la una a la otra, aunque les cueste decirlo con palabras. Tía Betty, creo que ya va siendo hora de que vuelvas a casa. Tu sitio está aquí, y aquí es donde te queremos.


Su abuela, que había sacado el pañuelo, se sonó ruidosamente la nariz.


–Tiene razón, Betty.


Su tía abuela Betty carraspeó; dos veces.


–Lucre, no te imaginas cuánto me alegra oír eso.


–Excelente –interrumpió Pedro–, porque ahora que ya han arreglado sus diferencias, voy a robarles a Paula un momento –y antes de que nadie pudiera decir nada, levantó una mano y añadió tomándola del brazo–: No le entusiasman los macarrones, y le he hecho un postre especial.


–¿Pau? –la llamaron al unísono su abuela y su tía abuela.


–No pasa nada. Si necesito que me rescaten, daré una voz –les dijo Paula.


Y dejó que Pedro la llevase a la cocina. Cuando estuvieron a solas, él se volvió hacia ella con una sonrisa que hizo que el corazón le palpitara con fuerza.


–Me has dejado impresionado.


–No he estado mal, ¿Eh? –bromeó ella, sintiéndose poderosa–. ¿Es verdad que has hecho un postre solo para mí?


Pedro sacó un plato del armarito, y de un cajón un tenedor y una paleta de postre. Luego fue a la nevera, de donde sacó una pequeña fuente que colocó sobre la mesa.


–Es una tarta de piña de mi invención –le explicó mientras le servía una porción–; en tu vida has probado nada igual, ya lo verás –dijo tendiéndole el plato.


Paula lo probó y cerró los ojos extasiada. Cuando los volvió a abrir, Pedro estaba mirándola con una expresión descarnada de deseo que no trató de disimular, y aquello la hizo sentirse todavía más poderosa, más segura de sí misma, y más audaz. Alzó la barbilla y le dijo:


–Bueno, ¿Y cuándo vas a decirme que me quieres?


–¡Pero si llevo toda la tarde diciéndotelo!


Era verdad.


Justo en ese momento entraron su abuela y su tía abuela en la cocina.


–Cariño –le dijo su abuela–, no está bien levantarse de la mesa y desaparecer.


–Cierto, escucha a tu abuela. Nosotras no te hemos educado así – asintió su tía abuela.


–Lo sé, pero es que… Hemos dejado solos a los cachorros –se inventó Paula–. Tenemos que ir a ver cómo están. A menos, claro, que quieran ocuparse ustedes de ellos.


–¿Cachorros? ¿Qué cachorros? –inquirió su tía abuela contrariada.


–¡Ay, unos cachorros preciosos! –exclamó su abuela–. Ven, te los enseñaré. Pedro me ha regalado uno y… –miró a Paula–. Y el otro es para tí, Betty.


¡Su abuela acababa de regalarle su cachorro a su hermana!


–No te preocupes –le dijo Pedro en un tono confidencial cuando se hubieron ido–. Rocky tuvo más cachorros.


Paula se rió, y antes de que pudieran volver su abuela y su tía abuela tomó a Pedro de la mano y lo llevó fuera, al jardín, para que pudieran hablar. Ella, que se había llevado el plato consigo, lo condujo hasta un viejo columpio y se sentó a comerse lo que quedaba de tarta. Pedro se apoyó en el tronco del árbol que había al lado y la miró con adoración. Se moría por besarla, pero sabía que Paula tenía preguntas que quería hacerle, y era justo que se las contestara.


–¿Qué hace Adrián en la casa de la playa? –le preguntó ella, sin andarse por las ramas.


Pedro se metió las manos en los bolsillos.


–Tenías razón en todo lo que me dijiste la noche antes de irte.


Paula escrutó su rostro en silencio.


–Cuéntame qué pasó después de que me fuera –le pidió.


–Me volqué de lleno en el libro, y conseguí acabarlo en un tiempo récord.


–Enhorabuena.


–Y luego, como no tenía nada que hacer, me encontré con un montón de tiempo para pensar –explicó Pedro–. Algunas de las cosas que me dijiste me atormentaban, como lo de que tenía que esforzarme más para ayudar a Adrián, así que empecé a preguntarme qué más podría hacer.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 49

 –¿A tí te parece juicioso ponerte tacones siendo tan alta, Paula? –le espetó su tía abuela.


–Betty, no seas tan anticuada –le recriminó su abuela–. Nuestra Paula va a la moda, eso es todo.


Las demás mujeres intervinieron también para dar su opinión.


–Pues yo creo que el vestido y los zapatos de Paula son perfectos –dijo Pedro mientras les servía el primer plato: Mejillones con salsa de ajo.


Las hermanas lo miraron con suspicacia, y Paula se llevó una mano a los labios para ocultar una sonrisa divertida. Por suerte la delicia que Pedro les había preparado entretuvo a toda la mesa durante los próximos minutos, pero más tarde, cuando estaba retirándoles los platos, su tía abuela volvió a la carga.


–Pau, de verdad creo que deberías reconsiderar eso de cambiar el rumbo de tu carrera.


–¡Deja tranquila a la niña, Betty! –la reprendió de nuevo su abuela–. Si es lo que ella quiere y la hace feliz, que haga lo que quiera.


–Sí, pero… ¡Por todos los santos, Lucrecia! ¿Ir de aquí para allá en una ambulancia, atendiendo urgencias? Cualquiera puede hacer eso con un cursillo de formación. Nuestra Pau vale más que eso.


–Su Pau es sencillamente la mejor –intervino Pedro, sirviendo de segundo un suculento cordero.


–Además, trabajará como una esclava, a las órdenes de alguien, cuando podría ser ella quien las diese –replicó su tía abuela, como si no lo hubiese oído.


Su abuela sacudió la cabeza.


–Es decisión suya.


–Pues a mí no me importaría ser su esclavo –intervino Pedro de nuevo.


Paula casi se tragó la lengua.


–¿Pero quién es este joven? –repitió su tía indignada.


–Es Pedro –le respondió Paula, como si con esa explicación bastase.


–Es un admirador de Paula –dijo su abuela.


–Si Pau tuviera lo que hace falta para cazar a un hombre, lo habría hecho hace años –comentó con desdén su tía abuela.


–¡Ja! Pau tiene la cabeza sobre los hombros –le espetó su abuela–. Y la vida es mucho más fácil cuando una no tiene que andar bailándole el agua a un hombre. Aunque tú de eso, que nunca has estado casada, no puedes saber nada.


Paula contrajo el rostro.


–Si Paula se casara conmigo, me consideraría un hombre muy afortunado – intervino Mac.


A Paula el estómago le dio un vuelco. ¿Pero a qué estaba jugando?, se preguntó, apretando los cubiertos en sus manos.


–Bueno, si te casaras con él podríamos comer así de bien todos los días –dijo una de las aliadas de su abuela.


Siguieron cenando, disfrutando de la magnífica cocina de Pedro, hasta que su tía abuela Beatríz apartó su plato y dijo:


–Señoras: No se olviden de dejar sitio para el postre. Porque tengo entendido que hay postre, ¿No, Pau? –dijo con retintín lanzándole a esta una sonrisa burlona.


–Pues claro –contestó Paula.


–Ah, bien. Pero… ¿Será el postre que nos prometiste? –inquirió su tía abuela cruzándose de brazos–. Porque lo que quiero saber –añadió mirando a su abuela–, es si ha conseguido hacer lo que nos dijo que haría. ¿Ha hecho o no ha hecho la pirámide de macarrones?


Su abuela sonrió de un modo benevolente.


–¿Dónde está lo que nos jugamos?


Paula puso los ojos en blanco cuando su tía abuela puso en el centro de la mesa el collar de perlas que se disputaban.


Pedro recogió los platos.


–Paula, ¿Quieres traer el postre mientras yo sirvo el vino que he elegido para acompañarlo? –le dijo.


-De acuerdo. 


Paula inspiró, se levantó, y fue a la cocina. Una vez allí, con muchísimo cuidado, sacó una de las pirámides de la despensa, y la llevó al comedor. Al verla, todas las mujeres prorrumpieron en murmullos de admiración. Colocó la pirámide delante de su abuela, y respiró aliviada. Misión cumplida.


–Feliz cumpleaños, abuela; te quiero –dijo, y la besó en la mejilla.


Todos le cantaron cumpleaños feliz, pero se dió cuenta de que, aunque a su tía abuela Beatríz era a quien más se oía, no hacía más que mirar la pirámide, como si no acabara de creerse que la hubiera hecho ella, y vió en sus ojos un cierto anhelo. Cuando acabaron de cantarle a su abuela, fue a la cocina por la otra pirámide, regresó al comedor con ella y la colocó frente a su tía abuela.


–Esta la he hecho para tí, tía Betty, porque a tí también te quiero.


–Pero… –balbuceó su abuela–… No es el cumpleaños de Betty.


–Es verdad, pero las dos se merecen cosas bonitas como esta porque para mí son las mujeres más maravillosas del mundo, y porque es gracias a ustedes que he llegado a ser quien soy.


Las dos se quedaron mirándola, pero no dijeron nada.

martes, 18 de enero de 2022

Curaste Mi Corazón: Capítulo 48

Paula fue al piso de arriba, se dió una ducha rápida y se puso el vestido que había comprado especialmente para la ocasión junto con unos zapatos de tacón. Con ellos estaría prácticamente a la altura de Pedro. Cuando bajó al salón su abuela le estaba dando unas instrucciones de último minuto a él y su tía abuela Beatríz según parecía acababa de llegar. Al verla aparecer, los tres se quedaron mirándola asombrados. Paula hizo un giro para que pudieran verla bien.


–Ahora sí que estoy guapa –le dijo a Pedro, con una sonrisa traviesa.


Era un vestido sencillo pero con un toque muy chic y un singular patrón geométrico en tres colores: Naranja, morado y negro. Le quedaba un par de centímetros por encima de las rodillas. Nunca se había puesto un vestido tan corto, y menos con tacones. También era la primera vez que se alegraba de tener unas piernas interminables, pensó al ver el fuego en los ojos de Pedro. Una ola de calor afloró en su vientre en respuesta a esa mirada ardiente.


–Ya lo creo –dijo él con voz ronca.


–¡Por amor de Dios, Paula! ¿Pero qué te has puesto? –la increpó su tía abuela–. Ese vestido es demasiado corto para una chica de tu estatura.


–Pues la dependienta de la tienda me dijo que era perfecto para una chica de mi estatura –replicó Paula.


–Estás muy bonita, cariño –dijo su abuela.


Su tía abuela le lanzó una mirada asesina.


–Sí, ¿Pero te parece que va vestida de un modo decoroso?


Paula miró a Pedro, que no podía apartar la vista de sus piernas, y ronroneó de satisfacción para sus adentros.


–No, de hecho creo que es bastante indecoroso, tía Beatríz –le dijo–, pero esa es la idea.


Antes de que su tía pudiese continuar sermoneándola sonó el timbre y Paula fue a abrir, contoneándose un poco para atormentar a Pedro. «Mira lo que te has perdido y sufre», pensó. Las invitadas a la cena eran cinco viejas amigas de su abuela y su tía abuela, y cuando les abrió la puerta todas la miraron como si no la reconocieran.  Paula iba a servir las bebidas, pero él se le adelantó y mientras las mujeres charlaban se paseó por el salón con una bandeja, repartiendo copas de vino.


–¿Quién es ese joven? –le preguntó su tía abuela a su abuela.


–Es Pedro Alfonso, el famoso chef –le informó Paula–. Estuve trabajando para él como empleada del hogar hace algo más de un mes.


–Hum… Ya me acuerdo. No puedo creer que, con tus estudios, malgastaras tu tiempo con un trabajo tan poco digno.


–¿Qué tiene de malo? –intervino su abuela–. Si ella estaba contenta, eso es lo único que importa.


¿Contenta? Paula dejó caer los hombros.


–Y todavía no puedo creer que le dieras la espalda a la posibilidad de un ascenso en la empresa en la que estabas y que dejaras ese trabajo. Por no mencionar que era un trabajo estable, y que es una locura que quieras cambiar el rumbo de tu carrera a tu edad. 


¿A su edad? Paula, que estaba tomando un sorbo de vino, casi se atragantó. Pedro, que estaba cerca, tendiendo una copa a una de las invitadas, reprimió a duras penas una sonrisa divertida. Su tía abuela, que lo vió, entornó los ojos y le preguntó a Paula:


–Exactamente… ¿Cómo conoces de bien a ese Pedro?


Paula esbozó una amplia sonrisa.


–Le conozco muy bien, tía.


Su tía abuela se puso muy tiesa.


–Lo que me gustaría saber es…


–Me temo que no es asunto tuyo –la cortó Paula.


–¡Paula! –la reprendió su abuela.


–Ni tampoco tuyo, abuela.


Las dos hermanas se miraron, visiblemente perplejas. Pedro se aclaró la garganta.


–Si tienen la amabilidad de pasar al comedor, señoras, serviré el primer plato.


Paula lo bendijo en silencio y entraron todas en el comedor. Su abuela ocupó una cabecera de la mesa y su tía abuela la otra, mientras que las aliadas de la primera se colocaban en el lado derecho de la mesa, donde se había sentado, y las de la segunda a la izquierda. Igual que en un campo de batalla, como si aquello fuera una guerra. Y entonces la lucha comenzó de nuevo.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 47

Pedro se agachó para meter la mano en una cesta que había en el suelo, junto a él… Y lo que sacó fue un cachorrito adorable con un lazo al cuello que tendió a su abuela.


–Feliz cumpleaños, Lucrecia.


–¿Para mí? ¡Ay, niña, verás cuando lo vea tu tía abuela Beatríz; se pondrá verde de envidia! –exclamó su abuela entusiasmada, dando palmadas–. Gracias, Pedro, ¡Qué regalo más bonito! –dijo, y fue a sentarse en uno de los sofás a hacerle carantoñas al perrito.


–Y este es para tí, Paula –dijo Pedro sacando otro cachorro de la cesta–. Es una perrita; la he llamado Bella.


Cuando le puso al cachorrito en los brazos el olor de su colonia la envolvió, y Paula tuvo que cerrar los ojos un instante para no sucumbir a su hechizo. Haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas, se apartó de él y fue a sentarse con el dulce y soñoliento cachorrito en el brazo del otro sofá.


–Por cierto, lo creas o no… –comenzó a decir Pedro, y ella no pudo evitarlo y alzó la vista–… Rocky te echa de menos.


¿Solo Rocky?, pensó Paula decepcionada. Sacudió la cabeza y le dijo:


–Pues sí, me cuesta creerlo.


Le hizo un ademán para que se sentara a su lado, pero Pedro no se movió de donde estaba, pero la devoró con su intensa mirada.


–Todavía no me ha perdonado que te dejara marchar.


Ella sí lo perdonaría; lo perdonaría si le dijese que lo sentía. Y si le pidiera que volviese con él, lo haría. «¡No! ¿Pero en qué estás pensando? ¿Es que no tienes dignidad?».


–¿Cómo está Adrián?


Su pregunta era un dardo envenenado, pero le pareció que debía recordarles a los dos por qué no podían estar juntos.


–Está bien. Los he dejado a su madre y a él en la casa de la playa.


Paula lo miró boquiabierta.


–¿Qué tú…? ¿Pero cómo es que…?


Pedro miró su reloj.


–¡Vaya, mira qué hora es! –exclamó ignorándola por completo–. Lucrecia, creo que será mejor que empiece a preparar la cena si quieres que la sirva, como hemos quedado, a las siete en punto –le dijo a su abuela.


Salió de la casa y volvió a entrar con dos cestas cargadas con los ingredientes más intrigantes y le dijo a Paula con una sonrisa:


–Creo que vas a ser mi ayudante, ¿No?


Ella intentó sonreír también, pero no pudo.


–Yupiii… –dijo por lo bajito, con retintín.


–Vamos, Paula, lo único que quiero que hagas es que montes esa pirámide de macarrones.


Ese era el problema, que no quería nada más de ella. Dejaron a los perritos con su abuela y fueron a la cocina. Mientras Pedro sacaba las cosas de las cestas que había traído, Paula se lavó las manos y comenzó a recubrir dos conos de plástico con el fondant.


–¿Por qué dos? –inquirió Pedro, apareciendo de repente detrás de ella.


Estaba tan cerca que la caricia de su aliento hizo que se le erizara el vello de la nuca. Quería que la besara; se moría por que la besara, pero ni siquiera le había dado un beso en la mejilla cuando había llegado, y eso decía mucho. Sin embargo, era lo mejor, pensó apesadumbrada.


–Creo que todavía no te he dicho lo guapa que estás.


¿Guapa? Si llevaba un pantalón de chándal y una camiseta que le quedaba grande… Se volvió hacia él y le preguntó:


–¿A qué has venido, Pedro?


Él bajó la vista a sus labios, y una ola de deseo la invadió. Se inclinaron el uno hacia el otro, pero en el último momento Pedro se echó hacia atrás.


–Si te beso ahora perderé el control –masculló entre dientes–, y le prometí a tu abuela que tendría lista la cena a las siete. Y tú le has prometido que harías esa condenada pirámide de macarrones –de pronto la asió por los hombros con fuerza y le dijo–: Pero después de la fiesta, hablaremos.


Paula tragó saliva.


–De acuerdo; está bien.


Se pusieron cada uno a su tarea. Cuando hubo terminado el revestimiento del primer cono, Paula fue insertando cuidadosamente en él, ayudándose de palillos de dientes, hileras de macarrones de distintos colores hasta llegar a la punta. Luego añadió unas cintas de color rosa, verde y amarillo limón para decorar. Al retroceder un par de pasos para admirar el resultado casi se chocó con Pedro.


–¿Qué te parece? –le preguntó. «¡Qué patética eres! ¿Acaso dependes de su aprobación?»–. No está mal, ¿eh? –añadió con aire fanfarrón.


–Precioso –murmuró Pedro. Pero era a ella a quien estaba mirando.


Se quedaron mirándose a los ojos, embelesados, pero Pedro se apartó y Paula reprimió un gemido de frustración. Tomó la pirámide y la colocó con muchísimo cuidado en un estante libre de la despensa. Luego hizo la segunda pirámide, idéntica a la primera, igual de perfecta, y la puso junto a la otra en la despensa. Pedro volvió a preguntarle por qué dos pirámides, pero ella se limitó a encogerse de hombros.


–Paula, cariño –dijo su abuela entrando en la cocina–. Nuestras invitadas empezarán a llegar dentro de cuarenta minutos, y tú todavía no te has vestido.


–Enseguida voy, abuela. Estaré lista a tiempo para la fiesta, te lo prometo.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 46

Paula cerró el tupper de plástico con satisfacción. Contenía una docena de macarrones perfectos. Lo colocó en un estante de la despensa, junto a los otros. En los últimos días había horneado un total de seis docenas. Era el doble de los que iba a necesitar, pero no quería correr riesgos. Todos y cada uno de ellos eran perfectos. Con los menos perfectos había llenado una caja de lata, de las de galletas, y hasta su abuela, que al principio se había entusiasmado con los pequeños dulces, estaba empezando a cansarse de ellos. Y en lo que se refería a ella, no quería volver a ver un macarrón después de la cena de cumpleaños de su abuela de esa noche. Volvió a la mesa de la cocina y se acercó el cono de plástico que había sobre ella. Era la base para la pirámide. Tenía otros ocho, por si acaso, guardados en uno de los armaritos. Ya había hecho una prueba, y era un proceso tedioso y laborioso. No entendía que hubiera gente que perdiese el tiempo en un postre así, que luego acababa desbaratado en cuestión de minutos. ¿Qué satisfacción les reportaba? Si volvía a hablar con Pedro alguna vez, se lo preguntaría, se dijo mientras iba por el fondant con el que iba a recubrir el cono. Pedro… Se le hizo un nudo en la garganta, como siempre que pensaba en él. Habían pasado ya ocho semanas, pero seguía echándolo muchísimo de menos. En realidad sí había sabido de él durante ese tiempo. Dos veces. Una por un escueto e-mail que le había mandado, preguntándole si había llegado bien a Sídney. Ella había contestado con otro igual de escueto: «Sí, gracias». La segunda había sido una semana después, cuando él le había enviado otra receta para su pirámide de macarrones. Paula le había dado las gracias, también brevemente, y esa había sido la exigua comunicación que había habido entre ellos. Sin embargo, esperaba volver a tener noticias suyas pronto, porque Rocky ya debía haber parido. Le extrañaba que no se hubiese puesto en contacto con ella para decírselo. Pero claro, estaba demasiado ocupado, afanándose en ganar dinero para pagar las facturas médicas de Adrián, se recordó irritada, frunciendo el ceño. En ese momento sonó el timbre de la puerta, pero lo ignoró. Sería otro ramo de flores para su abuela; ya abriría ella. Para su sorpresa, sin embargo, su abuela asomó la cabeza por la puerta de la cocina al poco rato y le dijo:


–Pau, cariño, ¿Te importaría dejar eso y venir un momento? Tenemos visita.


Extrañada, Paula se limpió las manos en la camiseta antes de seguirla hasta el salón, y se quedó petrificada al ver quién estaba allí. ¡Pedro! Se quedó plantada donde estaba, mirándolo anonadada, con el corazón latiéndole como un loco. Tuvo que hacer un esfuerzo para cerrar la boca. De repente se sentía algo mareada. Miró a su abuela, que esbozó una sonrisa serena, y luego a Pedro, que hizo otro tanto.


–Hola, Paula.


Ella tragó saliva y le preguntó:


–¿Qué haces aquí?


–¿No te lo había dicho, cariño? –intervino su abuela, dándole unas palmaditas en el brazo–. He contratado a Pedro para que prepare y sirva la cena.


¡¿Que había qué?!


–Pero… ¿Cómo…?


–Llamé para decirte que ya habían nacido los cachorros, pero no estabas en casa.


¡Su abuela ni siquiera se lo había mencionado!


–Tu abuela y yo empezamos a charlar, y me preguntó si podría contratarme para preparar su cena de cumpleaños –le explicó Pedro, encogiéndose de hombros.


Paula tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no dejar que la decisión que había tomado semanas atrás se disolviera como un azucarillo con la cálida mirada de Pedro. No iba a cambiar de idea por que se presentara allí por sorpresa. No estaba dispuesta a ser su premio de consolación. 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 45

Pedro acabó el libro de cocina en quince días en vez de en un mes, como había calculado que le llevaría sin la ayuda de Paula. Durante esas dos semanas, a pesar de que se obligaba a dar un paseo por la mañana y otro por la tarde, y a tomar tres comidas al día, le quedaba mucho tiempo libre, así que se había volcado en el trabajo. No había dormido demasiado, pero había terminado el libro. Le había enviado el texto al editor, y luego había limpiado la casa de arriba abajo. Después de haber descuidado la limpieza desde la marcha de Paula, le llevó dos días. Al tercer día tras haber acabado el libro ya no tenía nada con lo que ocuparse. Se había hecho una tortilla para desayunar, pero no tenía apetito. Irritado, tomó su café y salió al porche. ¿Cuándo tendría una respuesta del editor?, se preguntó exasperado, sentándose en los escalones. Se obligó a admirar la vista, y se dijo que debería sentirse afortunado por poder disfrutar de algo así, pero la belleza del océano no alivió ni un ápice el resquemor que había en su alma, ni la oscuridad que amenazaba con engullirlo por completo. Echaba de menos a Paula cada segundo del día, y también cada noche. Todo le recordaba a ella. Lo único bueno de que no pudiera dejar de pensar en ella era que pensaba menos en Adrián y en lo culpable que se sentía. Las últimas palabras de Paula resonaron en su mente: «¿Vas a rendirte? Si de verdad te importara Adrián, te esforzarías más». ¿Y qué más podía hacer? ¿Cómo iba a ayudarlo si no quería ni verlo? ¿Cómo podría sacarlo del estado depresivo y apático en el que se encontraba si…?


Pedro se quedó paralizado. Adrián no quería ni verlo, igual que le había ocurrido a él con Paula el día que había llegado. Y el único método que le había funcionado a ella con él había sido hacerle chantaje, amenazándole con contarle a Federico en qué estado lo había encontrado, y hacerlo sentirse culpable porque sabía que con eso preocuparía a su hermano. Ella lo había obligado a mirar fuera de sí. Le había recordado que necesitaba alimentarse y hacer ejercicio, además de la luz del sol y el aire fresco. Lo había obligado a reconocer que el dedicar parte de su tiempo a disfrutar de esas cosas no significaría desatender la tarea de escribir el libro. De hecho, le había hecho ver que necesitaba esas cosas para poder cumplir esa tarea. Había llegado allí y había puesto su mundo patas arriba. A él no le había gustado, y había intentado resistirse, pero le había hecho bien. Lo había devuelto a la vida. ¿A quién tenía Adrián que quisiese ayudarlo y estuviese dispuesto a ser duro con él si hacía falta? ¿Su madre? No, Diana Devlin tenía demasiado miedo por el futuro de su hijo y estaba condicionada por el rencor. Tamborileó con los dedos en el muslo antes de erguirse con decisión. Sacó el móvil del bolsillo del pantalón, y buscó en la agenda el número del médico de Adrián. 


jueves, 13 de enero de 2022

Curaste Mi Corazón: Capítulo 44

 –El servicio de ambulancias de NSW empieza dentro de poco el proceso de preparación de nuevos técnicos, así que he pensado que debería apuntarme cuanto antes.


Pedro se levantó y fue junto a ella. Le puso una mano en la mejilla y le imploró que se quedara.


–Por favor; solo una semana más –le rogó con voz ronca.


Los ojos de Paula se humedecieron, pero parpadeó para contener las lágrimas.


–No pienso conformarme con ser la segunda en tu vida, Pedro. Sé que siempre antepondrás a Adrián –tragó saliva y añadió–. Creo que me merezco ser lo primero para el hombre con el que elija compartir mi vida.


Pedro retrocedió un paso. No podía negar que para él ahora Adrián era la prioridad, y que seguiría siéndolo hasta que se recobrase por completo, y no sabía cuánto tiempo llevaría eso. No podía culpar a Paula por no querer sentarse a esperarlo, tal vez años.


Paula fregó todo lo del desayuno y recogió la cocina mientras él permanecía a un lado, taciturno.


–¿Y qué pasa con Rocky? –le preguntó.


Paula se llevó una mano a la sien y se la masajeó con los dedos, como si le doliese la cabeza.


–Pensaba que querías quedártela.


Pedro sacudió la cabeza.


–Lo decía por los cachorros.


Paula se secó las manos con el paño y lo colgó en su sitio.


–Cuando estén destetados vendré a recogerlos. Y si tuvieras algún problema, ponte en contacto conmigo. Te he dejado una nota junto al teléfono del pasillo con mi número de móvil, mi dirección de correo electrónico y la dirección de la casa de mi abuela –contestó sin mirarlo a los ojos.


–¿Es ahí donde vas a alojarte? –inquirió Pedro.


–Al menos por una temporada –respondió ella aún sin mirarlo, mientras se colgaba el bolso del hombro.


De pronto a Pedro le costaba trabajo tragar saliva. Se quedó mirando el bolso de Paula. ¿De verdad iba a marcharse?


–Adiós, Pedro.


¡Aquello no podía terminar así! Se había hecho tantas ilusiones y… Paula alargó la mano, como si fuera a tocarlo, pero la dejó caer y murmuró:


–Te deseo lo mejor.


Parecía tan calmada, tan distante…, Como si no le importara, cuando a él estaba destrozándolo.


–¿De verdad es esto tan fácil para tí? –las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera contenerlas–. ¿No sientes la más mínima duda ni…?


–¿Fácil? –repitió ella, contrayendo el rostro–. ¿Fácil alejarme y dejar atrás los sueños que tú me hiciste creer que eran posibles? –le espetó con una mirada cargada de dolor.


Pedro habría querido abrazarla, disipar ese dolor y la desesperación que notaba en su voz, pero a la vez quería esconderse de sus ojos acusadores, de la angustia que veía en ellos… La angustia que él había causado.


–Lo siento, Paula. Yo…


De pronto ella lo agarró por el cuello de la camisa y apretó sus labios contra los de él. El mundo se tambaleó. Paula lo besó con pasión, como si le fuera la vida en ello, y Pedro respondió con idéntico fervor, pero de repente lo apartó.


–He intentado jugar limpio, Pedro, comportarme de un modo civilizado, pero tú no pones nada de tu parte. Espero que este beso te atormente cada noche mientras continúes aquí encerrado.


Lo atormentaría, de eso no había duda, igual que las lágrimas en sus ojos y la expresión de dolor en su rostro.


–Se ha terminado, Pedro. Lo nuestro se ha acabado.


Paula tomó las maletas y salió de la cocina. Cuando Pedro llegó fuera ya había metido las maletas en el todoterreno y estaba sentada al volante, colocándose el cinturón. Puso en marcha el motor y, sin volver la vista atrás, se alejó. Rocky, que lo había seguido fuera, gimió de un modo lastimero y aulló. Pedro se volvió hacia ella.


–Demasiado tarde, perra boba; deberías haberle demostrado que la querías cuando tuviste ocasión.


Tomó una piedra del suelo y la arrojó con todas sus fuerzas contra un poste de la valla, pero no lo liberó de la frustración que sentía. Se había acabado; Paula se había ido. Era culpa suya, y no podía hacer nada para solucionarlo.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 43

Pedro apenas durmió, pero se obligó a levantarse con los primeros rayos. Se duchó, se vistió, y fue a su estudio y encendió el ordenador. Todavía tenía una docena de recetas sin terminar o por escribir. Eso serían por lo menos doce días de trabajo con la ayuda de Jo, cocinando una al día mientras ella tomaba notas de los pasos. Y además de eso tenía que terminar el glosario de términos y técnicas y las guarniciones recomendadas para algunos platos. Hizo un horario para planificarse, e imprimió una hoja con los ingredientes que iban a necesitar para que Paula los comprase. Esa tarde podrían hacer una receta, y luego le explicaría el siguiente paso de la pirámide de macarrones. Dejó la lista en la mesa de la cocina, y salió con Rocky a dar un paseo hasta la playa. El sol del amanecer asomaba por la línea del horizonte, trazando un sendero entre anaranjado y dorado sobre las aguas del océano. Cuando volvieron a casa, le llegó un olor a beicon nada más entrar. Al llegar a la cocina se quedó un momento apoyado en el marco de la puerta y devoró a Paula con los ojos, admirando la gracia de sus movimientos, su oscuro cabello, y la fuerza que irradiaba.


–Eso huele bien –dijo.


Paula, que estaba de espaldas a él, friendo el beicon, no se volvió.


–El beicon siempre huele bien –respondió.


Ni el tono de su voz ni su postura dejaban entrever su estado de ánimo. Pedro se frotó la nuca y comentó:


–Creía que habías dicho que nunca solías desayunar gran cosa.


Claro que la noche anterior no había probado la cena.


–Y así es, pero hago una excepción cuando tengo que conducir un largo trayecto.


Fue a sacar las tostadas que acababan de saltar en el tostador, y fue cuando Pedro, al girar la cabeza, vió sus maletas junto a la pared. Un escalofrío le recorrió la espalda.


–¿Te marchas?


–Sí.


El corazón de Pedro palpitó con fuerza. 


–¿Hoy?


–Sí, hoy.


Finalmente se volvió hacia él. Sus marcadas ojeras hicieron a Pedro contraer el rostro. Paula señaló con un movimiento de cabeza la lista sobre la mesa y añadió:


–Así que me temo que tendrás que comprar todo eso tú mismo.


Pedro se sintió como si le hubiera asestado una puñalada. ¡No, no podía irse! Paula puso en la mesa dos platos con las tostadas, y otros dos con beicon y huevos revueltos. Cuando le indicó con un ademán que se sentara, él obedeció aturdido. Comieron en silencio, y cuando hubo acabado Pedro, que no podía permanecer callado por más tiempo, le preguntó en un tono quedo por qué se marchaba. Paula no respondió de inmediato, sino que se levantó y llevó los platos al fregadero para enjuagarlos. Los vaqueros que llevaba le sentaban como un guante, y él se preguntó si se los habría puesto para atormentarlo. Apuró su zumo de naranja, pero no alivió en absoluto la sed que estaba azotándolo en ese momento. Ella cerró el grifo y se volvió hacia él.


–Me voy porque me niego a ver cómo te sacrificas en el altar de la culpa y de una responsabilidad mal entendida.


Tal vez Paula no comprendiera por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo, pero no tenía que irse por eso, se dijo Pedro, preso del pánico.


–No he acabado de enseñarte a hacer la pirámide de macarrones.


Paula se encogió de hombros.


–Anoche volví a hacer ese test de Internet que dice que te ayuda a descubrir tu vocación. Contesté cada pregunta con la mayor sinceridad que pude, ¿Y sabes qué? Que me dió la respuesta que estaba buscando. Ya sé qué clase de trabajo quiero hacer.


Pedro se sentía como si un puño helado estuviera estrujándole el corazón.


–¿Y qué trabajo es? –inquirió.


–Técnico en emergencias sanitarias, para ayudar a salvar vidas.


Bueno, desde luego había salvado la vida de Federico, y probablemente la de Rocky. Y había hecho que él diese a su vida un giro de ciento ochenta grados. Además era una persona práctica, fuerte psicológicamente, rápida en reaccionar… Sí, era el trabajo perfecto para ella. Paula se merecía seguir adelante con su vida, pero nunca hubiera imaginado que pudiera ser tan dolorosa la sola idea de dejarla marchar.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 42

A la hora de la cena, Pedro se obligó a bajar. No tenía el más mínimo apetito, pero estaba seguro de que si no hacía acto de presencia Paula subiría como una furia a exigirle una explicación. La preocupación que vió en su mirada cuando entró en la cocina se le clavó en el corazón como una daga.


–Estoy bien –le dijo, antes de que pudiera preguntar.


Se llevó la jarra de agua y los vasos al comedor, y ella lo siguió poco después con una suculenta fuente de espaguetis con albóndigas. Les sirvió a ambos y se sentó frente a él, pero no empezó a comer, sino que tomó su vaso con la mano temblorosa, y tomó un trago antes de decir:


–Deduzco que tu visita no ha ido como esperábamos, ¿No?


Él sacudió la cabeza.


–Adrián está hecho polvo, Paula.


–Bueno, lo que ha pasado es algo traumático.


–Y que yo fuera a verle no ha ayudado en absoluto; no hice sino empeorar las cosas.


–¿Cómo? –inquirió ella en un susurro.


Pedro tuvo que inspirar antes de continuar.


–Me detesta. No quiere ni verme, tal y como decía su madre.


Paula se quedó callada, como si no supiera qué decir.


–¿Y qué piensas hacer? –inquirió finalmente.


Pedro tomó su tenedor y removió con desgana los espaguetis.


–Volver al plan inicial. Tengo que centrarme en ganar el suficiente dinero para que Adrián siga teniendo la mejor atención.


–Pero… Pero entonces… ¿Qué pasa con nosotros? –inquirió Paula con voz queda.


Pedro sintió un resquemor amargo en la garganta.


–No puede haber un «Nosotros», Paula. Al menos no en un futuro inmediato.


Ella se quedó mirándolo durante unos segundos que se le hicieron largos y dolorosos, como si no lo hubiera oído bien. Luego dio un respingo, al comprender, y palideció. Pedro se sentía como un canalla y quería rogarle que lo perdonara, pero no le salían las palabras. Paula apretó los labios y, saliendo del estado de aturdimiento en el que estaba, le espetó con ojos relampagueantes:


–¿Vas a rendirte solo porque el primer golpe te ha derribado? ¿Vuelves a casa corriendo con el rabo entre las patas, como un perro asustado?


Pedro no dijo nada. Si Paula necesitaba desahogarse, dejaría que lo hiciera. Se merecía todo lo que pudiese decirle.


–¿Es que siempre lo has tenido todo tan fácil que nunca has tenido que luchar por nada? –lo increpó Paula. Se rió con amargura y añadió–: Federico solía alardear diciendo que eras algo así como una especie de genio, que ibas de triunfo en triunfo –se puso de pie–. Pero la realidad es que todo lo que has conseguido, lo has conseguido tan fácilmente que te has convertido en un… ¡En un perdedor!


Las palabras de Paula eran cortantes como latigazos, pero continuó callado.


–Cuando de verdad te importa algo, Pedro, sigues luchando hasta que vences, por más veces que te caigas. Si de verdad te importara Adrián, te esforzarías más.


Lo que estaba diciendo en realidad, era que si ella le importaba, lucharía por ella. Y tenía razón, porque Paula merecía que luchara por ella. En cuanto a Adrián… No quería verlo; no había vuelta de hoja. Y bastante daño le había hecho ya.


–Pero no vas a hacerlo, ¿Verdad? –añadió Paula. Su voz estaba teñida de decepción, y la idea de defraudarla era peor que el que se enfadara con él.


Paula sacudió la cabeza y se marchó, y Pedro se sintió como si su corazón hubiera dejado de latir. 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 41

Paula se sacó el móvil del bolsillo por decimonovena vez, pero seguía sin tener ningún mensaje. Hacía dos días que Pedro se había ido, y en ese tiempo ella le había mandado cinco mensajes. Miró a Rocky, que estaba echada en su cesta, en un rincón de la cocina, con el hocico entre las patas. Era evidente que ella también echaba de menos a Pedro.


–¿Tú crees que cinco mensajes son muchos, Rocky? ¿Le pareceré muy desesperada?


Se dejó caer en una silla y empezó a contar con los dedos de la mano:


–Uno preguntándole «¿Has llegado ya?». Dos, en el que le decía «Me acuerdo mucho de tí». Tres, en el que le puse «¿Qué tal por ahí? Por aquí todo bien». Cuatro, el mensaje en el que le decía: «Te echo de menos», y… ¡Ay, Rocky, sí que son muchos!


Dejó caer la mano en el regazo y suspiró. El último, que le había enviado el día anterior, había sido simplemente un mensaje de buenas noches antes de irse a dormir. No podía ser tan patética, se dijo levantándose.


–Venga, Rocky, vamos a dar un paseo.


El animal se levantó de mala gana y la siguió con la cabeza gacha.


–Anímate –le dijo Paula inclinándose para acariciarla–, Pedro volverá pronto, ya lo verás.


Apenas había abierto la puerta del vestíbulo cuando de repente Rocky se puso como loca, como si hubiera oído algo, y salió corriendo al porche y bajó las escaleras. ¿Qué diablos…?


–¡Rocky, espera! ¡Llevas un montón de cachorritos en la tripa! –la llamó Paula, yendo tras la perra–. ¡Tienes que tener cuidado!


Y entonces ella también lo oyó: El ruido de un motor, de un vehículo acercándose. El corazón le palpitó con fuerza. ¿Podía ser que hubiera vuelto Pedro? Sintió deseos de ir corriendo a su encuentro, como Rocky, pero no habría sido muy decoroso. Cuando salió fuera comprobó que Rocky no se había equivocado. Su todoterreno, con Pedro al volante, estaba deteniéndose frente a la casa. Se lo había prestado para el viaje porque habían pensado que así le resultaría más fácil pasar desapercibido ante los paparazzi. Estaba ansiosa por saber de qué posibles proyectos habían hablado Adrián y él. Era lo que  necesitaba: Llenar su futuro con esperanzas, planes y sueños, se dijo bajando las escaleras del porche. Sin embargo, cuando se bajó del vehículo, se quedó espantada al ver lo pálido que estaba y las ojeras que tenía. Cuando llegó junto a ella lo asió por el brazo, y le habría dado un abrazo, pero él la apartó.


–Ahora no, Paula.


Ella intentó no tomárselo como algo personal. Era evidente que las cosas no habían ido bien en Sídney.


–No tienes buen aspecto. ¿Quieres que llame a un médico?


Pedro sacudió la cabeza.


–Entonces, ¿Por qué no te tumbas en el sofá? Te prepararé un sándwich y te lo llevaré con una cerveza.


–Voy a darme una ducha.


Ni siquiera había acariciado a Rocky, pero al menos dejó que lo siguiera cuando entró en la casa. Tenía más suerte que ella. Aturdida, Paula se sentó en los escalones del porche. «Ten paciencia con él», se dijo. Le dejaría que se duchara y que descansara un poco sin molestarlo. Y luego le prepararía algo rico de comer. Tal vez para entonces ya estaría de mejor humor para hablar. Espaguetis con albóndigas, eso era lo que iba a cocinar. A ella siempre le levantaban el ánimo. Se puso de pie y entró en la casa.



Pedro apoyó los brazos en los azulejos y cerró los ojos mientras el chorro de la ducha caía sobre él, pero no podía borrar de su mente la imagen de Adrián. Había quedado grabada en ella para atormentarlo toda la eternidad. Después de seis meses aún tenía que llevar el traje de compresión, una prenda diseñada para las víctimas con quemaduras graves en la mayor parte de su cuerpo. Después de seis meses todavía tenía dolor. Y nada más verlo aparecer se había puesto muy alterado y le había gritado que se marchase. Por más meses y años que pasasen, nunca podría deshacer el daño que le había hecho. Y luego había aparecido su madre y había montado un escándalo tremendo. Había sido un completo error ir allí. Por lo menos el médico de Adrián había tenido la amabilidad de dedicarle unos minutos. Le había explicado que se estaba recuperando mejor de lo que habían esperado. De hecho, según parecía había tenido intención, hacía varias semanas, de mandarlo a casa. Sin embargo, Adrián no había querido. No se lo había dicho con esas palabras, pero se lo había dado a entender. Le había explicado que estaban haciéndole un «seguimiento psicológico», esas habían sido sus palabras exactas, lo cual, según le había dicho, no era un procedimiento inusual en sus circunstancias. Cerró el grifo y salió de la ducha, pero mientras se secaba no pudo dejar de seguir dándole vueltas al asunto. Por lo que veladamente le había dado a entender el médico, temían que Adrián estuviese pensando en suicidarse. No le extrañaba que su madre lo detestase. Se vistió, colgó la toalla y echó la ropa sucia en el cesto. No podía quedarse arriba eternamente; en algún momento tendría que bajar y hablar con Paula. Al llegar, cuando la había visto al pie de los escalones del porche, bañada por la luz del sol, se le había hecho un nudo en la garganta. No se la merecía. Hasta que Adrián no se hubiese recuperado por completo él no merecía ser feliz. Además, ella se merecía a alguien mejor que él.

martes, 11 de enero de 2022

Curaste Mi Corazón: Capítulo 40

 –Me gustas, Paula; me gustas mucho. Y sí, te deseo, pero te mereces mucho más que una relación pasajera.


Sí, claro. Bla, bla, bla.


–Yo quiero más que eso.


Paula frunció el ceño. Eso no solía ser parte del discurso. ¿Dónde quería ir a parar?


Pedro golpeó su hombro suavemente contra el de ella y le dijo:


–Quiero más que eso contigo, Paula.


Ella parpadeó.


–¿Es que no vas a mirarme?


Finalmente Paula giró la cabeza hacia él y vió una expresión sincera y vulnerable en sus ojos azules. Tuvo que tragar saliva antes de hablar.


–¿Estás diciéndome…? ¿Estás diciéndome que quieres una relación seria conmigo?


–Sí.


El corazón de Paula empezó a elevarse, como si tuviera alas.


–Pero…


El corazón de ella se detuvo por un instante. Apartó de nuevo la vista de él.


–¡Por amor de Dios, Paula! –exclamó Pedro–. No te estoy rechazando ni nada de eso. Lo que estoy intentando decirte es cómo querría que fuesen las cosas a partir de este punto. Yo… Entiendo que puede que no haya sitio para mí en tu futuro. Sé que el que quiera una relación contigo no implica que tú quieras lo mismo.


Paula giró la cabeza hacia él, anonadada, y vió que tenía la cabeza gacha y los puños apretados. Estaba… Estaba tenso por lo que ella le fuera a responder. Tragó saliva.


–Tú sabes que yo también te deseo –le dijo.


Pedro alzó la vista hacia ella.


–Y sospecho que también sabes que me gustas, ¿No? –añadió Paula.


Pedro asintió vacilante.


–Pues entonces sigue hablando, porque soy toda oídos.


Pedro se irguió, sonrió, y tomó su mano entre las suyas.


–Hay algunas cosas que debo poner en orden para poder ser libre de seguir lo que me dice el corazón.


–¿Te refieres a Adrián?


–Sí, tengo que asegurarme de que está bien, como tú dijiste. Debo ir a verle.


Paula estaba impresionada del cambio de actitud que estaba produciéndose en él.


–He pensado salir mañana. No sé cuánto tiempo estaré fuera –Pedro le apretó la mano–. No estoy seguro de si…


–¿De qué no estás seguro? –lo instó ella, al verlo vacilar.


–Pues de si estarías dispuesta a esperar –murmuró él, bajando la vista a sus manos entrelazadas–. Y no me refiero solo a esperar a que vuelva de Sídney; me refiero a que no sé si querrás ser paciente conmigo y darme tiempo: Mi vida todavía está patas arriba. Antes del accidente habría podido ofrecerte la luna, pero ahora… Ahora no tengo nada sólido que ofrecerte.


–Por supuesto que esperaré a que vuelvas –le dijo Paula, y añadió con una sonrisa–: Alguien tiene que vigilar a Rocky. Y después iremos paso a paso; ya sabes que yo tampoco tengo claro qué quiero hacer con mi vida. La incertidumbre no me asusta.


Pedro se llevó su mano a los labios y le besó la palma con ternura.


–Gracias, Paula.


–¿Qué has pensado decirle a Adrián?


–Lo que me comentaste de proponerle algún tipo de proyecto conmigo cuando esté repuesto. Creo que es buena idea. Me mudaré a la ciudad para que no tenga que desplazarse. Y así podré verte. Como me dijiste que quieres vivir en la ciudad…


–Será estupendo –dijo Paula apretándole la mano.


Pedro se la besó y murmuró mirándola a los ojos:


–¡Bendito el día en que viniste aquí, Paula! Me has abierto los ojos a posibilidades que ni siquiera había considerado –se inclinó y la besó con dulzura–. Y aunque sé que no acabas de creértelo, eres preciosa.


Paula no lo contradijo, sino que respondió:


–Tú haces que me sienta preciosa.


Pedro sonrió de oreja a oreja, se puso de pie, y la hizo levantarse a ella también.


–Vamos, es hora de cocinar.


–¿Qué vamos a hacer?


–Macarrones. Conozco una receta mejor que esa que sacaste de Internet. Además, necesitas practicar.


Paula se rió y lo siguió hasta la cocina, casi flotando. 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 39

 –Mira, Pedro, no haces más que decirme que soy preciosa, y esperas que me lo crea, pero tú en cambio te ves como a un monstruo por más que te diga que no lo eres.


Sus cicatrices eran horrendas; eso no podía negarlo. Y, sin embargo, a Paula su aspecto no parecía repelerla. La miró a los ojos y tragó saliva. Tal vez, igual que ella, otras personas serían capaces de ver más allá.


–Llama a Adrián, Paula. Llámalo para ver cómo está, y dale un motivo para vivir.


Al ver que él no decía nada, se cruzó de brazos y se quedó mirándolo. Pero es que no podía decir nada, porque se le había hecho un nudo en la garganta.


–Prométeme que al menos lo pensarás –le pidió Paula.


Pedro asintió.


–Y mañana creo que deberíamos probar algo distinto –añadió Paula–. Mañana bajarás aquí, a la cocina, y prepararás una de tus recetas, me irás dictando los pasos mientras la haces, y yo los iré anotando.


Pedro no estaba seguro de si sería capaz de hacerlo. Ella, como si hubiese notado su vacilación, le dijo:


–Creo que ha llegado el momento de que decidas qué es más importante para tí: Ese castigo que te has autoimpuesto, o acabar de escribir el libro.


Al día siguiente Paula se pasó toda la mañana limpiando para mantenerse ocupada, pero aun así no podía dejar de acordarse del beso del día anterior. Cuando ya no le quedaba nada más por hacer, se sentó fuera, en las escaleras del porche, a mirar el mar, y al poco apareció Rocky y se sentó a su lado.


–¿A tí también te está evitando Pedro? –le preguntó, rascándole entre las orejas.


No lo había visto en toda la mañana y eran ya…, Miró su reloj, casi las tres. Lo había oído bajar cuando estaba tendiendo la ropa, y por las pruebas del delito que se había encontrado al volver a la cocina, parecía que se había hecho unos sándwiches y había vuelto arriba.


–Como no baje pronto a cocinar una de esas recetas suyas como le dije ayer, Rocky, esta noche le pondré varitas de merluza para cenar.


–Eso sería peor que la muerte.


Al oír la voz de Pedro, Rocky se levantó y corrió hacia la puerta. Paula se volvió, pero no de inmediato.


–Buenos días, Paula –la saludó Pedro mientras acariciaba a la perra–. ¿Cómo va tu mañana?


–Bien; productiva. Estaba esperando que bajases. ¿No te parece buena idea lo que te propuse ayer?


–No, sí que es buena idea, y vamos a hacerlo.


¡Sí! «Y mañana le daré la lata hasta que me enseñe a hacer el relleno de los macarrones y a montar la pirámide», pensó Paula.


–Sabia decisión –le dijo–; te has salvado de las varitas de pescado.


Pedro sonrió levemente, pero luego se puso serio y se sentó a su lado.


–Antes quería que aclaráramos lo del beso de ayer. O al menos de intentar explicarme.


A Paula se le encogió el estómago. Apartó la vista de él y miró al frente. Sabía lo que iba a decirle, el típico discurso a modo de disculpa, para decirle que en realidad no estaba interesado en ella.


–A pesar de lo que te dije ayer, no quiero que te lleves una impresión equivocada.


Lo sabía, lo sabía…, Se dijo Paula con amargura. Pero permaneció en silencio. No tenía ánimos para tomar parte en la conversación.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 38

 –Porque lo eres, eres preciosa –insistió él.


–Pues igual que tú, yo quiero que te des cuenta de que no fuiste responsable de aquel accidente.


El corazón de Pedro palpitaba con pesadez, le latían las sienes, y le estaba entrando dolor de cabeza.


–Adrián tampoco.


–No, por supuesto que no. No fue más que un horrible accidente. Solo espero que no esté fustigándose por ello como tú –le dijo Paula–. Mira, Pedro, acabas de ayudarme a hacer los macarrones. No –se corrigió sacudiendo la cabeza–, haciendo honor a la verdad, has sido tú quien los ha hecho. Y el mundo no se ha venido abajo, ¿Verdad?


Pedro tragó saliva.


–¿Qué estás intentando decirme?


–Te estoy diciendo que lo llames.


Aquello lo preocupaba demasiado como para dejar las cosas como estaban. Tenía que averiguar si Adrián se culpaba por el accidente, como estaba haciendo él, y si así era tendría que calmarlo y hacerle ver que se equivocaba. Pero su madre había dicho…


–¿Pedro?


–No quiero empeorar las cosas.


En ese momento sonó la alarma del horno, y los dos dieron un respingo. Paula sacó la bandeja del horno y la puso sobre la encimera.


–Mira –dijo señalándola–, los tuyos han quedado perfectos.


Pedro se levantó para verlos, y no pudo evitar sentir un cierto orgullo.


–Los míos, no tanto.


–Lo único que necesitas es práctica, Paula.


Ella se encogió de hombros, y señalando la bandeja y a su alrededor con un ademán, le respondió:


–Cocinar es tu vida, Pedro; lo adoras.


No podía negarlo. En cuanto Paula le había puesto la varilla en la mano y había empezado a batir las claras se había sentido como si pudiera volar.


–Y estoy segura de que para Adrián es igual.


Se quedaron callados, y Pedro recordó entonces qué habían estado haciendo justo antes de empezar esa conversación.


–Casi has hecho que me olvide de lo del beso. Eres muy astuta – murmuró enarcando una ceja. No sabía si estaba enfadado con ella, o si debería estarle agradecido.



Paula suspiró.


–Yo… No imaginé que fuera a surgir esa chispa entre nosotros. Y nunca había experimentado algo tan intenso con alguien a quien he tratado durante un periodo de tiempo tan corto.


Pedro se frotó la cara con la mano y Jo se irguió y le dijo, un poco a la defensiva:


–Y no vayas a interpretar que estoy enamorada de tí o alguna tontería semejante, porque no es de eso de lo que estoy hablando. Lo que hay entre nosotros es… No es una amistad, pero tiene parte de eso. Y no es algo puramente sexual, aunque también hay parte de eso –sacudió la cabeza–. Quizá sea porque pasamos todo el día juntos, y porque estamos prácticamente aislados del resto del mundo –alzó la barbilla–. ¿Sabes a lo que me refiero o…?


–Sí, lo sé, sé a lo que te refieres –respondió él, no sin cierta frustración–. Yo tampoco puedo explicarlo, pero es evidente que hay una conexión entre nosotros.


Y no era algo que entrase en sus planes, aunque ella le gustara. Paula bajó la vista a sus manos entrelazadas.


–Cuando pienso en algunas de las cosas que te he dicho me avergüenzo de mí misma. Pero es que es como si estuviésemos en una burbuja; es como si no estuviéramos en el mundo real.


Pedro se rascó la nuca.


–¿Hay alguna otra cosa que quieras decirme… Y que no me dirías si estuviésemos en el mundo real?


Ella se quedó pensativa un momento y asintió.


–Creo que deberías ayudar a Adrián a que se diese cuenta de que tiene futuro, que tiene que intentar mirar hacia delante. A los dos os apasiona cocinar y he pensado que… Bueno, a lo mejor a Adrián le gustaría ayudarte con el libro.


–Pero aún está hospitalizado; sigue convaleciente.


Paula hizo como si no lo hubiera oído y añadió:


–Quizá si trabajan bien juntos podrían hacer su propio programa de cocina en la tele, como tú creas que debería ser.


El corazón de Pedro palpitaba con fuerza.


–Nos verían como a un par de personajes deformes salidos de un circo, como el hombre elefante.


–¿Tú piensas eso de Adrián, o de tí, o de otras personas que han sufrido quemaduras?


–No, por supuesto que no, pero la gente puede ser muy cruel.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 37

 –Las manos quietas –le recordó, murmurando las palabras contra sus labios, antes de besarlo de nuevo.


En cambio, fue ella quien lo asió por la nuca con ambas manos para atraerlo hacia sí, e hizo el beso más profundo, enredando su lengua con la de él. Pedro no quería que aquel beso acabase nunca. Besar a Paula lo hacía sentirse vivo; lo hacía sentirse libre. Cuando ella se apartó finalmente de él, un gemido de protesta escapó de su garganta. Paula se quedó mirándolo, con el pecho subiendo y bajando y las yemas de los dedos apoyadas en sus labios hinchados. Pedro alargó una mano hacia ella, pero Paula retrocedió y sacudió la cabeza.


–¿Te he hecho daño? –inquirió él con voz ronca.


Paula dejó caer su mano.


–No, por supuesto que no. Es que… –intentó lanzarle una mirada irritada, pero no resultó muy convincente–. ¿No me habías prometido que te comportarías como un caballero conmigo?


Sí, se lo había prometido.


–Perdona, he perdido la cabeza. Pero es que… Lo de que besarnos es una mala idea… ¡Es una chorrada! Me gusta besarte; me encanta besarte. Y creo que deberíamos hacerlo más a menudo.


–No.


–¿Por qué no?


Paula lo miró furibunda.


–Tú mismo dijiste que una relación no haría sino complicar las cosas –le espetó.


Fue a la nevera y sacó un par de latas de Coca-Cola. Puso una en la mesa, que Pedro supuso que era para él, y la otra la abrió y tomó un largo trago. No podía apartar los ojos de su garganta, y cuanto más la miraba, más sed tenía, sed de ella.


–Pedro, ¿Quieres dejar de mirarme así?


–No puedo evitarlo.


Y tampoco quería evitarlo. Fuera o no fuera correcto, quería volver a besarla, y desnudarla, y hacerle el amor.


–Te deseo y me encanta mirarte.


Paula sacudió la cabeza y se pasó una mano por la cara.


–Lo haces a propósito, ¿No? Hacer esto más difícil de lo que ya es.


–Me vuelves loco, Paula, y si de verdad quieres que echemos el freno, por mí bien, pero tienes que saberlo, tienes que saber cuánto te deseo.


–Ya. Pues entonces quien se va de la cocina soy yo.


–No puedes irte; tienes los macarrones en el horno.


–Pues vete tú; llévate a Rocky a dar un paseo, o vuelve al trabajo.


Pedro sacudió la cabeza.


–Esta es mi casa; no tengo por qué irme.


Paula alzó la barbilla desafiante.


–Entonces, ¿Estás decidido a quedarte conmigo aquí, en la cocina?


Por toda respuesta, Pedro se sentó, tomó la lata y la abrió para beber de ella. Paula dejó su lata en la mesa y se sentó también.


–Muy bien. Pues en ese caso te diré algo que he estado pensando acerca de Adrián.


¿Estaba intentando molestarlo para que se fuera? Pues no le iba a resultar tan fácil.


–¿Ah, sí?, ¿El qué?


Paula se quedó callada un momento, escrutándolo, antes de responder.


–Imagina por un momento que tu situación y la de Adrián estuvieran invertidas, que él fuera el jefe, y tú el aprendiz. El otro día, pensando en ello, se me ocurrió que es posible que él esté tan atormentado por la culpa como tú.


Pedro se quedó paralizado al oír eso.


–Al fin y al cabo –añadió Paula–, fue él quien vertió esa bandeja de marisco con hielo en el aceite hirviendo. Él fue el causante directo del fuego. Tú sabes que fue un accidente, y yo también, pero… ¿Y Adrián? ¿Crees que lo ve del mismo modo? ¿O se sentirá responsable por lo que ocurrió?


La sola idea espantó a Pedro.


–No, ¡Él no puede pensar eso!


–¿Que no? ¿Cómo te sentirías tú en su lugar? –le espetó ella, señalándolo con el dedo.


A Pedro se le secó la boca. ¿Que cómo se sentiría si hubiera sido él el que hubiese dejado caer el marisco con hielo en el aceite hirviendo? Horriblemente culpable. Sus dedos apretaron con tal fuerza la lata de Coca-Cola que llegaron a estrujarla, y el líquido salió a borbotones, derramándose por su mano y por la mesa. Apenas conocía a Adrián. No habrían cruzado ni veinte palabras, y había tenido la sensación de que, como a la mayoría de los nuevos aprendices, su presencia lo intimidaba.


–Tú quieres que crea que soy guapa –le dijo Paula, pasándole una bayeta húmeda para que se limpiase la mano y secase la mesa.