La admiraba; él se había aislado del mundo y estaba compadeciéndose de sí mismo, mientras que ella estaba decidida a pelear y cambiar las cosas. Quizá pudiera aprender de ella y rehacer su vida… Cortó de inmediato ese pensamiento. No, no lo merecía. Había arruinado la vida de otra persona; lo único que merecía era pasar el resto de su vida redimiendo su culpa.
–Estás equivocada, ¿Sabes? –le dijo.
Ella alzó la vista y parpadeó.
–¿Respecto a qué?
–Pues a que parece que piensas que eres fea; invisible incluso.
–¿Invisible? –Paula se rió por la nariz–. Mido un metro ochenta y dos y tengo una constitución física que algunos, de forma caritativa, llaman «Generosa». Si algo no soy, es invisible.
«De constitución generosa» era la forma perfecta para describirla, se dijo él, pensando en las gloriosas curvas de su cuerpo.
–Pues a mí me parece que eres una mujer llamativa –comentó. No podía creerse lo que le estaba diciendo. Solo le faltaba ponerse a babear–. ¿Y qué si eres alta? Tu figura está bien proporcionada. Además, tienes unos ojos preciosos, un pelo brillante, y un cutis por el que muchas mujeres matarían. Puede que no encajes en los cánones de belleza de las portadas de las revistas, pero eso no significa que no seas guapa. Deja de tirarte por tierra a tí misma. Te aseguro que no eres nada fea.
Ella se sonrojó, y se quedó mirándolo boquiabierta. Pedro frunció el ceño y se movió incómodo en su asiento.
–Es verdad, no lo eres.
Paula, aún azorada, cerró la boca y se quedó callada un instante antes de balbucir:
–Hay… También hay otra razón por la que acepté este trabajo.
Aquella confesión y lo adorable que estaba cuando se sonrojaba, hizo que a Pedro le entraran ganas de sonreír.
–¿Cuál?
Paula se humedeció los carnosos labios.
–La otra razón por la que acepté este trabajo es que… Que quería pedirte que me enseñes a cocinar –contrajo el rostro–. O, bueno, para ser más exactos, que me enseñaras a hacer una pirámide de macarrones dulces.
Pedro se quedó paralizado, como si todos los músculos se le hubieran puestos rígidos. Tuvo que tragar saliva tres veces porque se le había hecho un nudo en la garganta del tamaño de una pelota de golf.
–No –la palabra salió de sus labios como un graznido–. Ni hablar. No volveré a cocinar nunca.
–Pero…
–Jamás –la cortó, fijando su mirada en ella. Paula se estremeció–. Ni hablar –repitió, y se levantó de la mesa–. Y ahora, si no te importa, voy a seguir con mi libro un poco antes de irme a la cama. Mañana me llevaré mi ropa al dormitorio de enfrente, para cumplir con tu condición de que no duerma donde trabajo.
Ella pareció recobrar la compostura.
–La limpiaré mañana a primera hora –murmuró.
Eso le recordó a Pedro que había dicho que al día siguiente iba a ir a comprar comida.
–En la encimera de la cocina hay una bote de lata con dinero, para que puedas comprar lo que haga falta: comida, productos de limpieza… Lo que sea.
–Bien.
Pedro se dió la vuelta y, aunque le temblaban las rodillas, subió al piso de arriba y no se detuvo hasta llegar a su habitación. Se sentó frente al escritorio y hundió el rostro en las manos mientras intentaba calmarse. ¿Enseñarle a cocinar? Imposible. El corazón le martilleaba, igual que la cabeza, y los latidos resonaban con tal fuerza en sus oídos que no podía oír nada más. No supo cuánto tardó su corazón en calmarse, ni cuánto tardó su respiración en retornar a un ritmo natural. Se le hizo una eternidad. Cuando por fin levantó la cabeza, se repitió con firmeza que no podía hacer lo que le pedía Paula. Le había salvado la vida a su hermano y estaba en deuda con ella, pero no podía enseñarle a cocinar.
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