Pedro le rodeó la cintura con un brazo, y la atrajo aún más hacia sí. Un escalofrío de placer le recorrió la espalda, y los besos se tornaron todavía más apasionados. Así, en los brazos de él, que era más alto y más fuerte que ella, se sentía muy femenina, y casi hasta delicada. Cuando la mano de él se deslizó por debajo de su blusa y se cerró sobre uno de sus senos, Pedro gimió, y eso la hizo estremecer. ¡Estaba gimiendo por ella! ¡La deseaba de verdad! Le acarició el pezón con la yema del pulgar a través del sujetador de algodón, y una ola de calor la sacudió. Se frotó contra él, buscando alivio, buscando… ¡No!, si continuaban aquello solo podría acabar de una manera. Se quedó quieta, y él se detuvo también. Sin embargo, no apartó la mano de su pecho, y el calor de esta siguió abrasándola y atormentándola. Claro que ella tampoco le quitó los brazos de su cuello. Los dos jadeaban, como si hubiesen corrido un maratón.
–No estoy de acuerdo –dijo Pedro.
Paula lo miró, y parpadeó contrariada.
–Me refiero a que no es verdad que los hombres como yo no besemos a mujeres como tú –le aclaró él–. Y ¿sabes qué?, que he disfrutado cada momento de este beso.
Tal vez, pero un beso no podía borrar las burlas de toda una vida, todas las veces que se había sentido como un bicho raro por lo alta que era. Tragó saliva. Pedro la había besado como si de verdad la encontrase preciosa, pero ella seguía sin creérselo, y recelaba de los motivos por los que lo había hecho. Desenganchó los brazos de su cuello, pero atrapada como estaba entre él y la pared no podía ir a ningún sitio.
–Deja que me vaya, Pedro.
Él quitó de inmediato las manos de su cintura y se apartó de ella. Fueran cuales fueran las razones por las que la había besado, no podía dejar que aquello fuera más lejos.
–Pedro, no hace ni cinco días que te conozco. No tengo por costumbre acostarme con alguien a quien apenas conozco –le dijo. ¿Era ese el estilo de él?
Pedro fue hasta la barandilla y se apoyó en ella.
–Y yo tengo cuarenta años, Paula. Hace tiempo que dejé atrás los días en que pensaba que los romances de una noche eran algo divertido –le contestó Pedro–. En cuanto a lo del beso de ahora… Se me ha ido un poco de las manos.
Paula contrajo el rostro al oír esa disculpa, pero luego dejó escapar un suspiro y le respondió:
–Ya, bueno, yo también me he dejado llevar; la culpa no ha sido solo tuya.
Pedro se irguió y se quedó escrutándola en silencio antes de decir:
–Yo ya no estoy para ir de flor en flor. A los veinte años pensaba que uno podía tener relaciones pasajeras, sin complicaciones, pero ya no lo veo así, y tampoco estoy interesado en una relación seria. Mi vida ya es bastante complicada, y una relación la complicaría aún más –tragó saliva y bajó la vista a sus pies–. Espero… Espero que lo comprendas.
Los hombres eran las criaturas más arrogantes sobre la faz de la tierra. Paula se irguió y le dijo:
–Puede que te sorprenda oír esto, pero yo tampoco estoy buscando una relación, y no alcanzo a imaginar qué puede haberte dado esa idea.
Pedro le lanzó una mirada irritada.
–Has decidido que había sitio en tu vida para un perro, así que parece lógico pensar que lo próximo será una pareja.
Paula se quedó boquiabierta al oír eso. Sacudió la cabeza y abrió la boca para responderle, pero lo pensó mejor y la volvió a cerrar.
–Vuelvo dentro; seguro que hay por ahí algo que limpiar –masculló mientras iba hacia la puerta.
–Entonces… ¿Todo bien entre nosotros? –le preguntó Pedro, cuando ya tenía la mano en el pomo.
Paula se volvió hacia él y se cruzó de brazos.
–No sé a qué te refieres con «Nosotros», pero sí hay una cosa que puedo decirte: si quisiese una relación, desde luego no sería con un hombre como tú.
Él puso unos ojos como platos. Probablemente estaba acostumbrado a que las mujeres cayesen rendidas a sus pies.
–Este sitio es precioso –le dijo Paula, señalando a su alrededor con un ademán–. Es un lugar paradisíaco, pero tú ni siquiera pareces darte cuenta. Estás escondiéndote, negándote a vivir la vida, y la vida es demasiado corta. Yo pienso vivir la mía a tope, y no voy a renunciar a ella por ningún hombre.
Ni siquiera uno tan atractivo como él.
–¿Y entonces qué estás haciendo aquí? –le espetó él.
–Estoy haciendo un alto en mi camino; no escondiéndome como tú – respondió Paula–. Disfruto de estas magníficas vistas cada momento que puedo, estoy aprendiendo a cocinar tus recetas, le he dado un hogar a un perro, y he conducido el coche de mis sueños. Sospecho que he vivido más en estos cinco días que tú en los últimos meses.
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