–En fin –dijo Paula aclarándose la garganta–. He dejado el caldo reposando y enfriándose, como dice tu receta, y luego iré a colarlo para preparar la salsa. Si quieres puedes ir a echarle un vistazo.
Pedro se dirigía hacia la puerta cuando Paula lo llamó.
–¿Sí? –inquirió volviéndose hacia ella.
–No, nada, solo que, como no tenía vinagre de estragón, he usado vinagre normal, del blanco. Y una cosa más: La receta se llama «Entrecot de ternera con salsa bearnesa», pero no dices qué debe llevar de guarnición.
–Patatas al horno y judías verdes cocidas y rehogadas.
–Pues eso deberías incluirlo también en la receta.
Buena sugerencia. Pedro entró en la casa y se lavó las manos antes de ir a la cocina. Se acercó a la hornilla y miró la cacerola. De un solo vistazo se dió cuenta de que ella le había echado demasiada cebolla. Se inclinó para olisquear el caldo. Era una lástima que no tuvieran vinagre de estragón, pero dentro de un orden Paula no lo había hecho del todo mal, pensó, sintiendo que parte de su tensión se disipaba.
–¿Y bien? –le preguntó Paula cuando volvió fuera.
–Has hecho un buen trabajo. No es exactamente lo que yo quería, pero me da una idea de qué partes de la receta tengo que afinar.
Habría tomado asiento al lado de ella para acabar de comerse el sándwich, pero Jo ocupaba el extremo izquierdo del banco, y eso implicaba que al sentarse junto a ella le mostraría el lado izquierdo de su cara, así que prefirió apoyarse en la barandilla del porche, frente a ella.
–Tuviste una idea brillante, Paula –le dijo–. No sé cómo darte las gracias. Si hay algo que pueda hacer por tí a cambio…
Paula alzó la vista hacia él.
–¿Lo dices en serio?
–Pues claro.
–No te muevas de aquí –le dijo ella levantándose–. ¡Y no cambies de idea! –añadió antes de entrar en la casa.
Reapareció momentos después con un recorte de revista, y a Pedro se le cayó el alma a los pies cuando lo desdobló y se lo tendió. Era una foto de una pirámide de macarrones dulces. La condenada pirámide que había mencionado días atrás.
–Mira, Paula… Los macarrones son difíciles de hacer.
–Lo sé, pero podrías escribirme una receta indicando los pasos.
Pedro suspiró.
–Los macarrones son repostería avanzada.
–Pero con la práctica se consiguen las cosas, ¿No?, y yo tengo tiempo de sobra.
–¿Y se puede saber por qué quieres hacer una pirámide de macarrones? –inquirió él, devolviéndole el recorte. Se le ocurrían cien postres más ricos que ese.
Paula se quedó mirando la foto un momento.
–Mi abuela cumple ochenta y cinco dentro de poco, y le prometí que le haría esto –le explicó doblando el recorte y guardándoselo en el bolsillo del pantalón–. Quería tener un detalle con ella.
Tener un detalle sería llevarle unas flores o invitarla a almorzar en un restaurante.
–No me mires así, Pedro, no creo que te esté pidiendo un imposible, ¿No? Tampoco soy tan patosa en la cocina.
–No es que no crea que no puedes hacerlo, pero me sorprende que quieras tomarte la molestia de hacerlo cuando podrías hacer otras cosas.
–Quiero mucho a mi abuela; estoy muy unida a ella –Paula se puso a su izquierda y se apoyó también en la barandilla–. Y por eso quiero hacer algo que la agrade –añadió después de darle otro mordisco a su sándwich.
Pedro se dió la vuelta, como si solo lo hiciese para mirar el mar, aunque lo que en realidad pretendía, una vez más, era ocultarle sus cicatrices.
–Me criaron mi abuela y mi tía abuela –le explicó Paula–. Tienen una relación un tanto… tempestuosa. Mi abuela siempre me ha mimado y animado, mientras que mi tía abuela, en cambio, siempre ha sido más estricta. Hay una disputa entre ellas por un collar de perlas que perteneció a su madre, mi bisabuela. Mi tía abuela se burló cuando dije que iba a hacerle a mi abuela una pirámide de macarrones, y me temo que mi abuela se ha apostado con ella el collar a que sí seré capaz de hacerla. Le agradezco que me apoye, porque no se trata solo de que sea o no capaz de preparar un postre, ¿Sabes?, y no pienso defraudarla.
Pedro la rodeó para ir hasta la mesa por la otra mitad de su sándwich, y cuando volvió junto a ella se apoyó en la barandilla mirando hacia la casa, pero colocándose a su izquierda.
–¿Por qué haces eso? –le preguntó ella de repente–. No dejas de hacerlo.
–¿El qué?
–Estar todo el tiempo pendiente de ponerte siempre del lado derecho hacia mí. ¿No te resulta agotador?
No sabíasi a él le resultaría agotador o no, pero a ella estaba empezando a preocuparle que estuviese todo el tiempo tratando de ocultarle sus cicatrices. Sabía muy bien lo que era sentirse acomplejado por el físico, pero no podía pasar el resto de su vida ocultándole a la gente un lado de su cara.
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