Pedro entornó los ojos y se echó hacia atrás, apoyando las manos en la arena y mirándola por debajo del ala de su sombrero.
–¿Te ha incomodado mi mirada lasciva de antes?
Paula casi se cayó de espaldas. ¡¿Su qué?! ¿O sea que sí había estado mirándola…? ¿Estaba diciendo que…? No, imposible…
–Por supuesto que no –mintió.
Pedro se levantó y, de inmediato, Rocky se incorporó.
–Como te he dicho, eres una mujer llamativa.
Paula resopló.
–Me parece que llevas aquí solo demasiado tiempo –dijo dándose la vuelta y echando a andar hacia la casa.
Sin previo aviso, Pedro la asió del brazo, haciendo que se detuviera.
–Y yo creo que no te valoras –añadió él.
No, eso no era verdad. Lo que pasaba era que tenía muy claro que no era la clase de mujer cuya belleza hacía que los hombres se girasen para mirarla.
–Pero supongo que debería tranquilizarte a ese respecto –dijo él, acariciándole el brazo antes de soltarla–. Quiero que sepas que conmigo no tienes nada que temer; no voy a abalanzarme sobre tí ni nada de eso; pienso comportarme como un perfecto caballero.
Paula no pudo evitar sonrojarse, pero se irguió y le dijo:
–Ni se me había pasado por la cabeza que fueras a intentar algo conmigo.
–Bien –contestó él, con un brillo travieso en los ojos.
Paula lo ignoró y echó a andar de nuevo.
–Aunque eso no significa que no disfrute de la vista –añadió Pedro a sus espaldas.
Paula se tambaleó al oír eso, y aunque él se rió siguió andando, muy digna, mientras la adelantaba Rocky, corriendo y ladrando.
Al día siguiente, Pedro escogió para empezar una receta de entrecot de ternera con salsa bearnesa. No se había atrevido a quedarse en la cocina mientras Paula preparaba la salsa. Temía impacientarse con ella y empezar a gritarle. Si la ponía nerviosa podría quemarse o algo así, y el solo pensamiento hacía que se le revolviesen las entrañas. Por eso se había quedado fuera, lanzándole la pelota a Rocky para mantenerse ocupado y no pensar. En ese momento se abrió la puerta de la casa y salió Paula con una bandeja, en la que lleva un par de sándwiches cortados en dos mitades, dos vasos y una jarra de agua.
–¿Tienes hambre? –le preguntó mientras colocaba las cosas en la mesa que había al fondo del porche.
La verdad era que no tenía ni pizca, pero Pedro se acercó y se sirvió un vaso de agua.
–¿Qué tal vas?, ¿Has tenido algún problema con la receta? –le preguntó tras beber un sorbo.
Ella se sentó en el banco de madera que había junto a la pared, le dió un mordisco a su sándwich, y encogió un hombro. Pedro bajó la vista a su sándwich y parpadeó.
–¿Le has puesto mantequilla de cacahuete y miel?
–Sí –contestó ella mientras masticaba.
Pedro se quedó mirándola.
–¿Qué? –le espetó Paula–. Me gusta el sabor de la mantequilla de cacahuete con miel. Y no pongas esa cara de asco; el tuyo lo he hecho de rosbif y pepinillos.
Pedro tomó una mitad del sándwich que había en el otro plato.
–Bueno, cuéntame cómo vas con la receta –insistió antes de darle un mordisco.
Paula lamió una gota de miel que le había caído en el dedo. Aunque inconsciente, aquel gesto resultó tremendamente sensual y seductor. Pedro se obligó a apartar la vista y trató de concentrarse en masticar y tragar.
–Pues estoy teniendo problemas con algunos términos que utilizas. No sé, por ejemplo, lo de «Reducir el caldo a un tercio» no es algo que uno lea todos los días.
–¿Crees que debería explicar qué significa «Reducir»?
–No, he deducido que es una forma de decir «Consumir», pero no entiendo por qué hay que hacerlo así. ¿Por qué no echar menos vinagre y agua desde un principio?
–Porque dejar que los ingredientes hiervan juntos a fuego lento intensifica el sabor de la salsa.
–¡Aaah! Vaya, pues eso es interesante; deberías ponerlo en el libro.
–¿Tú crees?
–Bueno, sí, aunque, no sé, puede que tenga menos idea de cocina que la media de tus lectores potenciales.
–No, eres perfecta.
Paula alzó la vista, visiblemente sorprendida por su respuesta. Se quedaron mirándose un momento, y apartaron la vista al mismo tiempo. A Pedro el corazón le palpitaba con fuerza. ¿Por qué tenía ella ese efecto en él? Al mirarla vió que la vena de su cuello palpitaba también, y que su respiración se había tornado agitada, pero sin duda no de deseo, sino de temor porque él, un monstruo con el rostro desfigurado, fuera a tocarla o a intentar besarla. Aquel pensamiento le dejó un sabor amargo en la boca.
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